Es increíble la cantidad de conceptos abstractos que el ser humano maneja para definirse. Amor, libertad, justicia… entelequias todas, construcciones mentales, y sin embargo de tremenda importancia en la esfera de lo humano, tanto en lo social como en lo íntimo.
Pese a ello, el grueso de gente, por percibirlos intuitivos y usarlos de manera cotidiana, los entiende como simples y perfectamente acotados. Esto no es en absoluto así: una de las grandes tareas de la filosofía es la de dar definición a estos conceptos, tanto desde una perspectiva contingente (relacionada con las circunstancias y los usos concretos) como desde una más general, con visos hacia lo absoluto. También otras disciplinas como la antropología y la sociología se ocupan en extensos estudios sobre estas ideas capitales. Y, de entre ellas, hay una que ha estado muy en boca del discurso político y que me parece especialmente interesante: la felicidad.
Sumergidos como hemos estado en una campaña electoral de extraordinaria duración, es fácil haber oído de boca de nuestros representantes conceptos como «proyecto de vida buena» o «dignidad», muy estrechamente relacionados con la idea que aquí nos pertoca. Sin embargo, esos elementos del discurso acaban por quedar huecos sin una base suficiente que los sustente. ¿Qué entienden ellos, pues, por una vida feliz? ¿Y qué entendemos nosotros, ya de paso?
No son preguntas retóricas. Examinadas con el rigor suficiente, las cuestiones acerca de la naturaleza y posibilidad exactas de la felicidad nos arrojan a todo un mundo de intuiciones, de respuestas posibles y de caminos. No entra en mi pretensión dictaminar una verdad absoluta sobre todo ello, sino simplemente ofrecer mi punto de vista y llamar a la reflexión sobre un tema más soslayado de lo que debiera.
Aproximaciones insuficientes
El gran problema con esta clase de concepciones mentales es que es muy sencillo cometer el error de reducir el todo a alguna de sus partes. De hecho, la mayoría de la gente, confrontada al reto de tratar de definir de forma exacta la felicidad, acaba contentándose con mentar simplemente un camino hacia la misma, proponiendo una forma (a veces ni siquiera plausible, o cuanto menos dudosa) de alcanzarla pero sin saber nunca siquiera decir qué es eso buscado. Otros basan su definición en algún elemento de la misma, como puedan ser alegría, placer, satisfacción o bienestar, que en un examen más detenido se demuestra insuficiente para cargar sobre sí todas esas implicaciones intuidas que el concepto alberga en su interior.
Curiosamente, lo mismo pasa con la mayoría de las ramas que conforman el entramado de la superestructura social en la que convivimos: todas se aproximan a la felicidad desde ángulos marcadamente insuficientes, quedando sus propuestas en pobres remedos nunca satisfactorios. Desde la felicidad como saciedad de bienes materiales y servicios que propone el capitalismo consumista, hasta la felicidad como aceptación social y garantía de prestigio del constructo identitario que se forja cada individuo por el que aboga la izquierda social.
Ambas cosas, al igual que el resto de propuestas que orbitan entre los dos extremos polares, son quizá condiciones sine qua non para alcanzar la felicidad, pero no son desde luego la cosa en sí. Huelga hablar, desde luego, de acercamientos ya directamente espurios y hasta peligrosos, como las alegres pastillas de la felicidad de las que se vanaglorian ciertos sectores de la psiquiatría.
Es evidente que para alcanzar la felicidad deben obtenerse hitos como los propuestos, una base material y una tolerancia social suficientes para emprender el camino vital en su búsqueda. Pero, como las mejores cosas de la vida, el todo es más que la suma de sus partes. Ya aclarado qué no es, o más bien qué puede ser pero todavía no es, toca enfrentar la pregunta del millón: cómo definir de forma honesta la felicidad en sí.
Retorno a la esencia clásica
Si se me pregunta, lo tengo bastante claro: Aristóteles acertó de lleno. En general, el pensamiento heleno clásico provee de reflexiones muy interesantes a este respecto, algunas de ellas deslumbrantes y notablemente desarrolladas. Ahí tenemos, por ejemplo, la visión de Epicuro de Samos acerca de la felicidad como cálculo moderador de placeres y displaceres. Sin embargo, como en muchas otras cosas, el estagirita por excelencia es quien ofrece una aproximación al concepto verdaderamente convincente y fundamentada.
En su concepción del término, enraizada en la tradición eudemonista, Aristóteles afirma que la felicidad es la consecución de todas las potencias positivas intrínsecas a cada individuo: la autorrealización, por tanto, de la mejor versión de sí mismo que cada ser humano alberga en su interior. La vida buena es, así, la vida plena, aquella en que cada persona se ha elevado a sí misma a la cima de su propio ser. Es el fin último de la idea misma de humanidad, el bien supremo. Por tanto, es una cosa de naturaleza más moral que sentimental.
Sin embargo, es también contingente, única para cada individuo y el talante y carácter que le sean propios. Hay, pues, múltiples aproximaciones a dicho bien supremo, tantas como personas que tratan de alcanzarlo, y todas ellas son válidas si se hacen desde la honestidad y el compromiso. Existen elementos, eso sí, que van a ser comunes a todas.
Hablábamos antes de estas definiciones parciales de felicidad que, sin embargo, conforman bases necesarias para su realización. Bajo la luz de la definición aristotélica, esto se hace aún más evidente. La adquisición de bienes materiales y servicios no da por sí misma la felicidad, pues no tiene un impacto directo en el desarrollo de la persona en cuanto persona, aunque desde luego puede ayudar como base física del mismo paliando las necesidades intrínsecas de cuerpo y mente.
Por su parte, la generación de una identidad psicosociosexual, así como la tolerancia debida a la misma por parte del entorno, no resultan suficientes tampoco para alcanzar ese pináculo que es la consecución de la idea pura de ser humano; son, eso sí, un inicio obligado, ya que son una primera definición del individuo y marcarán su aproximación personal a la felicidad. Ésta, sin embargo, está más allá de todas estas cosas: a todo un viaje de distancia, una auténtica aventura de búsqueda y descubrimiento del propio ser, tratando de alcanzar los límites de la propia humanidad.
Como se ve, son comienzos, pero los buenos comienzos son los que ayudan más a alcanzar buenos finales. Siendo este final la felicidad plena, tienen gran importancia por ellos mismos. Es aquí donde hay que poner en relación felicidad y acción política.
La felicidad y el Estado
Muchos son quienes afirman que la mismísima raíz de la creación de la esfera política se encuentra en el intento colectivo de organizar y garantizar una vida feliz para los gobernados.
Dicho así, suena bastante convincente, pero chocamos con una severa contradicción. Habiendo establecido que la vía a la felicidad es contingente a cada individuo al estar acotada a sus propias posibilidades y potencias, resulta casi imposible imaginar que a una multiplicidad de seres se les pueda conducir por un mismo camino hacia ella. Eso sería tiránico: al igual que un individuo no puede alcanzar la felicidad usando y abusando de otros, pues eso lo alejaría de la elevada visión de lo humano propia de su meta, no se puede imponer en otros una vía hacia la misma, pues eso degradaría a todos los implicados en el intento, impositor y subyugados.
Sin embargo, todo aquello que es humano es también político, o al menos tiene una faceta que lo es. La felicidad no escapa a esto. Está íntimamente relacionada a cada sujeto, sí, pero concierne al Estado también, como cualquier otra aspiración legítima de sus gobernados.
¿Cuál es el papel, pues, del Estado en la búsqueda de una vida buena?
Primeramente, ha de ser garante de posibilidad para cada proyecto vital que se dé en su seno. La principal responsabilidad de la política en esto es asegurar los medios materiales, intelectuales y sociales que permitan cultivar y hacer crecer la vía que pretenda emprender cualquiera de sus ciudadanos.
Es aquí donde tiene su origen nuestro tan cacareado (y, sin embargo, tan atacado y depauperado también) Estado del Bienestar: asegurando cosas como el correcto mantenimiento del cuerpo, la buena educación de la mente, el trabajo estable y justamente remunerado, la seguridad del entorno, la provisión de hogar, alimentos y bienes materiales suficientes y dignos… es como la esfera política pretende establecer que sus gobernados tengan la oportunidad de ser felices, si es que deciden tratar de alcanzarla.
La cosa, empero, no acaba aquí. Es también papel del Estado establecer y oficializar una ética mínima que proteja, ampare y asegure el prestigio necesario de cualquier búsqueda honesta y aceptable de felicidad. Entra dentro de sus quehaceres, pues, el establecer desde la educación y la comunicación institucional unas condiciones y comportamientos básicos de civismo que aseguren la correcta convivencia entre las diferentes búsquedas de vida buena.
Esto no quiere decir que deba embarcarse en la censura y la apropiación de máximos morales, pues entraría en conflicto con la libertad de opinión y de expresión que debe garantizar a sus gobernados; sin embargo, ha de posicionarse a sí mismo en todo momento como referente y promotor de unas normas mínimas de convivencia y tolerancia, que faciliten la persecución de la felicidad dentro de unas convenciones mayoritarias y una normatividad social amplia e inclusiva.
Garantizar y promover la búsqueda de la felicidad
Por último, debe entrar también (aunque en menor medida respecto a los dos puntos anteriores) en las competencias de lo político el estimular la búsqueda de la felicidad, invitar a ella. Favoreciendo un entorno artístico-cultural elevado y positivo, se lleva a los gobernados, de manera subrepticia, a explorar y perseguir los límites de sus potencialidades personales.
Fomentar el arte y la cultura, y facilitar su acceso y adquisición, es otro mecanismo estatal que busca facilitar la felicidad: así, se completa la felicidad del cuerpo del primer estamento (bienestar) y la felicidad de la mente del segundo (ética mínima) con la felicidad más sublime y metafísica, la felicidad del alma (bienes inmateriales).
De todo lo dicho, me parece que queda una guía bastante útil por la que juzgar las propuestas políticas que nos llegan desde todos los frentes, al menos con respecto a este tema. ¿Garantiza su programa la protección de las bases necesarias para buscar la felicidad? ¿Protege y ampara su ideario a quienes la buscan, sea cual sea el proyecto que tengan? ¿Estimulan sus medidas la creación de un entorno que propicie e invite a dicha búsqueda? Nunca está de más cuestionarse estas cosas.
Un Estado que se da al cultivo de la felicidad se da también, al fin y al cabo, al cultivo de lo que es propiamente humano, y esto lo es todo. Si somos felices, somos humanos plenos: no siendo humanos, no somos nada en absoluto.