Gramsci, el pacto de los botellines y la hegemonía

Posiblemente, los últimos poseedores de la “pureza roja” hoy tacharían al líder comunista italiano, Antonio Gramsci (1892-1937), como un traidor a los valores de la izquierda, ¡qué cosas! En la cárcel, este autor se propuso hacer algo realmente relevante, una ruptura de cualquier normalidad intelectual que aportara una nueva visión sobre el proceso político, especialmente alejada del cuestionado Economicismo marxista, muy dañado tras la Revolución de 1917. En estos días posteriores a la confluencia, fraguada por dos quintos, entre Podemos y la vetusta IU que diría Antonio Hernando, se hace necesario recuperar a uno de los autores fundamentales que dan cobertura teórica a las estrategias de Pablo y sus chicos.

Gramsci, entre barrotes, no duda en afirmar que cada grupo social que se constituye en el terreno original de una función esencial, en el mundo de la producción económica, crea orgánicamente, junto con el mismo, uno o más estratos de intelectuales que le dan homogeneidad y una conciencia de su propia función, no sólo en el campo económico sino también en el social y el político. En realidad, nos habla del proceso de formación de un sentido colectivo de las cosas, una especie de consensos comunes sobre lo que es, lo que no es y lo que debe ser; un guión prefabricado que nos vincula como ciudadanos del Estado moderno. Y, contra esos lugares comunes que los intereses infraestructurales vienen a construir a su imagen y semejanza, no vale una lucha infértil en los propios términos del debate prefabricado sino la reconstrucción de un nuevo eje.

Está claro que el sistema democrático diseñado al albor de la Constitución de 1978 crea algunos consensos que homogeneizan la opinión pública. El primero es la aceptación de la monarquía como garantía institucional de estabilidad; el segundo es la centralidad como ámbito preferente de acción política; el tercero es olvidar el pasado. De este sentido unívoco de las cosas se determinan alguna de las posiciones dominantes entre nuestros actores políticos, a veces pintadas como reflejo de lo que la gente siente, pero muy pocas veces entendidas como un esfuerzo por conseguir una línea argumental casi única en el sistema.

Los partidos que pronto entendieron que asistíamos a la concepción de una hegemonía cultural, fueron capaces de funcionar en términos de rédito electoral. Así, el PSOE renunció  a la III República, al marxismo y a la memoria democrática y, en el PCE, a pesar de la voluntad institucionalista de Carrillo, las bases nunca entendieron cómo presentarse ante una opinión pública construida a propósito del 78. El eje izquierda-derecha, como consecuencia del segundo consenso sobre la centralidad, fue diluido progresivamente. Además, ese “cleavage” sonaba a viejo y, por supuesto, habíamos acordado olvidar el pasado, ese gris y tenebroso ayer.

Mientras todos estos procedimientos de transformación asumidos por las mayorías sociales pasaban, el PCE y a partir de 1986, IU, se mantenían al margen de la hegemonía, cual idealista sin rumbo. Elección tras elección la gente renovaba un contrato social con el sentido común constitucionalista y, los chicos de IU, mantenían una línea argumental periférica. Democracia es también reflexionar desde las prácticas sociales, es tomar partido en la tarea de responsabilizar socialmente a la filosofía y la sociología. De ahí el interés de Gramsci en acabar con la división entre los intelectuales y las masas, entre dirigentes y dirigidos. Y, esta necesariamente positiva reunificación, no puede materializarse con la (conocida) superioridad moral de la izquierda que se acerca al votante desde el paternalismo universitario: “tranquilo, tú estás dominado, yo te salvo”.

Recuperar el concepto de hegemonía de Gramsci puede ser la base de un proceso constituyente que presente alternativas fiables para la izquierda práctica en este siglo. Acercarse a un sistema de consensos para replantearlo nunca puede realizarse negando inicialmente al mismo. Debemos utilizar aquellos pactos aceptados e incumplidos que están insertos en la memoria colectiva para iniciar el nuevo modelo. Hacia 2011, en mayo, se iniciaba una nueva hegemonía en las plazas: Gramsci salía de la cárcel para llegar a Sol. Miles de españoles se mostraban de acuerdo con los indignados, el 78 se iba de nuestro lado. Asistíamos a la construcción de nuevos lugares comunes: no nos representan, Democracia no es solo votar cada 4 años, no es una crisis es una estafa, su corrupción-nuestros recortes, nos roban el futuro, no nos vamos-nos echan, educación pública y de calidad, ¿quién está en contra de este modelo de país debatido en común una tarde de primavera? Nadie. Porque nadie dice que no al sentido común. En Sol no había banderas republicanas pero sí un fulgor discursivo por la representación democrática justa e igualitaria. En Sol no había banderas del PCE pero sí una apuesta por lo público como garantía de igualdad. Los símbolos estaban siendo enterrados y sustituidos por una deliberación ciudadana, al más puro estilo de Habermas, inclusiva y transgresora.

Si entendemos la democracia como un proceso abierto a prácticas concretas y a la deliberación cívica, como una sinergia capaz de transformar las relaciones de dominación en formas de autogobierno, esto es, de poder por y para la ciudadanía, debemos aspirar a cambiar aquello que la mayoría acepta como necesario. Nos equivocamos si construimos futuro con dialéctica del pasado, con un exceso de identitarismo que contrasta con la normalidad de la calle y con una ceguera intelectual mesiánica.

A Gramsci no le gusta la vetusta izquierda pero sí las candidaturas de confluencia ciudadana. La hegemonía cultural no es una pretensión ideológica, lo anterior es tan mediocre como antiguo, es una idea para la ciudadanía llamada a la revolución más profunda desde la Modernidad. Nosotros-as, los castigados-as; ellos, los que nos castigan. Consenso, reflexión, nuevas formas, nuevos discursos, nuevas maneras de hacer política. En última instancia, voluntad de incluir en ejes ganadores a la mayoría.  Porque, señores de IU, ¿cuándo logró Anguita su primera mayoría absoluta en Córdoba? Tras una legislatura con gobierno de concentración junto a la UCD y el PSA, un gobierno que explicó sus limitaciones, hizo cosas a pie de calle y transmitió la serenidad de la gente común. Aprendan de sus adversarios: pongan el pragmatismo al servicio del fin comunal. Una opción política sin capacidad de ser un instrumento determinante en la producción de políticas públicas, está condenada a la incoherencia.

 

Bibliografía:

GRAMSCI, A: “Para la reforma moral e intelectual”, (1919-20)

GRAMSCI, A: “Cuadernos de la cárcel”, muy recomendable la edición crítica de Valentino Gerratana (1975).

por José Miguel Rojo.

Murcia (1997). Estudiante de Ciencia Política y Gestión Pública en la UM. Formador de argumentación, oratoria y debate. Secretario del Club de Debate UM. Apasionado de la comunicación política, el comportamiento electoral, las metodologías de investigación y la teoría discursiva. Compagino mis estudios con la representación estudiantil y las labores de colaboración con diversos grupos políticos municipales. Pequeño núcleo irradiador que se mueve entre el Derecho Administrativo y el populismo, viendo mucho cine y estando muy enamorado de mi tierra.