El verdugo: A favor de la pena de muerte, en contra de ser quien la ejecuta

Habitualmente, mi pareja y yo disfrutamos de uno de los mejores planes que se pueden tener en Madrid: quedar con el auténtico Paco y la auténtica Alba. En estas noches solemos reflexionar en voz alta mientras tomamos algo. Disfrutamos, sobre todo, de la conversación.

El otro día Paco dio con un tema que, desde entonces, me perturba: la pena de muerte y el verdugo. Resulta que en los países donde todavía existe esta barbaridad, cuesta encontrar verdugos. Nadie quiere ejercer. Nada que Berlanga no hubiese tratado ya, por otra parte. En 1963 se estrenaba una obra capital del cine, cómo no, su nombre era: El verdugo.

El verdugo

Amadeo es un verdugo que quiere retirarse cuya profesión le ha acarreado un estigma durante toda su vida. Por ejemplo, su hija Carmen no encuentra novio porque “nadie quiere casarse con la hija del verdugo”. Algo parecido le ocurre a José Luis, que es enterrador. ¿Podría ser un drama? Sí, pero es Berlanga dirigiendo y, en la máquina de escribir, estaba Azcona (ese milagro). José Luis y Carmen se encuentran en esta tanatoria situación y, enamorados, se casan.

¿Dónde está el problema? Al bueno de Amadeo le conceden un piso de protección oficial por su labor y el hecho de que su hija esté soltera le da puntos. La única solución: José Luis debe convertirse en el sucesor de su suegro si quieren mantener el piso. Esto, como ya se imaginan, no le hace demasiada gracia. Dado todo lo anterior (conversación con Paco y Alba y visionado de la película), se me plantean varias situaciones.

El tabú de la muerte

Me parece natural que la muerte nos de miedo. En primer lugar porque no somos capaces de concebir que no hay absolutamente nada detrás y, por lo tanto, nuestra existencia es absolutamente prescindible. Mi nihilismo (cabe decir) no es para nada tóxico. Una vez se sabe que la existencia no tiene mayor sentido que acabar por morirse, uno tiene dos caminos: sufrir o divertirse. Cuando uno sufre, se entra en lo que la cristiandad ha tenido a bien llamar infierno. Cuando se disfruta, el paraíso.

En ambos casos, todo se acaba y está bien así. Creo que uno de los hechos fundamentales de la literatura está en que Averroes tradujo a Aristóteles en vez de a Epicuro. Imagínense si en vez de pensar en el punto medio o la espiritualidad hubiéramos pensado en nuestro cuerpo desde el principio como el centro de toda importancia. Para empezar, el materialismo hubiera tenido hueco antes, para seguir -y aquí es donde está el juego-, hubiéramos encontrado sentido a la vida mucho antes: la vida consiste en disfrutar lo que se pueda y, si esto no tuviera fin, no encontraríamos ese disfrute. Ahí está el valor de lo epicúreo.

Lo epicúreo

Cuando algo es epicúreo tendemos a pensar que es algo dionisiaco, pero no es así. Lo epicúreo es sencillo, conformarse con poco y, cuando venga algo grande, disfrutarlo. Ergo, si todos los días tenemos un gran placer, entonces, ese placer acabará por convertirse en algo mundano y tendremos que ir en busca de más placer hasta que, sencillamente, no encontremos nada que nos sacie. De forma subrepticia, sabemos de este asunto a partir de los vampiros o de su homólogo en la realidad: Florentino Pérez (cada vez que pienso en la Superliga me llevan los demonios).  

Luego, si afrontamos la vida desde lo epicúreo, la muerte es una bendición final, puesto que saber que este placer se acaba es lo que hace que el placer sea. La razón principal por la que el paraíso no puede existir es que si afrontásemos una eternidad llena de placeres, al final, esos placeres acabarían por sernos inútiles y, finalmente, por no encontrar placer, viviríamos en un infierno.

De forma que la muerte, así, a grandes rasgos, me parece correcta. Correcta, que no oportuna, casi siempre llega en un mal momento. Lo que no me parece ni correcto, ni ético, sino una forma de objetivización de lo más miserable es la violencia con la que la muerte se ejerce a diario.

Pena de muerte

La pena de muerte es una objetivización máxima. Cuando ejercemos violencia sobre algo o alguien es porque pensamos que ese alguien no es nuestro semejante. Cuando hablamos de arrebatarle la vida a alguien es porque pensamos que esa vida es, de alguna forma –no sé cual– nuestra.

Así, no puedo concebir un sistema penitenciario desde el castigo, ya que, si bien una persona puede actuar mal y, de hecho, se actúa mal a diario, por mal que actúe, esa persona sigue sin ser de nadie. Rechazo, así, cualquier sistema penitenciario que no tenga la rehabilitación como centro.

La pena de muerte no tiene rehabilitación posible, por ende, no es justo, ni tiene sustento de ningún tipo. La vida del reo no es de nadie salvo del reo y nadie tiene derecho a cesarla salvo el mismo reo.  Finalmente, también podemos hablar del rasgo de conocimiento que tengamos: la pena de muerte es irreversible e irreparable. Ergo, es admitir de facto que hay gente que no comete errores. Cuando se ejecuta a alguien el jurado está seguro de no fallar. No obstante, supongo que semejante argumento es una frivolidad cuando se está hablando de ejecutar a alguien.

El verdugo: una profesión demandada en Arabia Saudí

Ese día no bebí más que una cerveza, por eso tuve la oportunidad de escuchar a Paco decir: “En Arabia Saudí buscan verdugos”. Si les gusta Berlanga y el humor negro, pinchen aquí y disfruten de esta pieza de Sofía Vázquez en La voz de Galicia. Resulta que nadie quiere ejercer la profesión. Estuvimos divagando. La conversación pasó de ser filosófica a ser demasiado tenebrosa.

Me pregunto qué piensa una persona que recibe un mail con sus tareas para ese día. Abre el mail y, en un documento Word al uso, como el de cualquier otra persona asalariada del planeta, hay una lista de horas acompañadas por un nombre.

El pasivo oculto

El hecho de que tengan nombre me resulta importante. Me gustaría que echaran un vistazo a una de las ejecuciones más famosas de la historia: Los fusilamientos, de Goya. Como pueden ver, Goya separa a ejecutores y ejecutados por una circunstancia: los ejecutados tienen cara, los ejecutores no. Con ello separa -entre otras cosas- la humanidad de la barbarie.

En la pasividad de los verbos hay una recepción semántica de una acción que convierte al agente pasivo en lo que es. Está el verbo amar: el activo es amante, el pasivo es amado. Si uno es amado, es porque alguien le ama. En el caso de ejecutar (si alguien es ejecutado es porque alguien ejecuta) ese alguien activo trata de estar oculto. ¿Puede que este sea el único verbo en el que, ya sea figurada o literariamente, el activo trate de estar oculto? ¿Puede que el agente pasivo, a punto de morir y, por ende, ausente de toda posible vergüenza, no encuentre razón para ocultarse?

A todo esto, el Estado

Cuando un Estado democrático y de Derecho condena a alguien, en realidad, lo está haciendo toda la sociedad. No voy a pararme a discutir si un Estado que se considera propietario de la vida de alguien y, por lo tanto, con capacidad para ejecutar esa vida, es un Estado de Derecho. Sí me resulta relevante, por otro lado, analizar que en esos Estados se considera –digo yo– necesario para la sociedad que el Estado tenga semejante capacidad.

A todo esto, en Arabia Saudí, que ni es democrático, ni es de Derecho, ni se le espera, podría perfectamente seleccionar a una persona y que se dedique a esto. En una suerte de paradoja berlanguiana, probablemente consideren que obligar a alguien a que se convierta en verdugo es un acto muy cruel. Supongo que, tal y como retrata Berlanga en El Verdugo, es una profesión con mal agüero.

¿Un acto de hipocresía?

Creo que es sano que una sociedad entera rechace el trabajo de verdugo y se dé la vuelta. Creo que demuestra que, en el fondo, les da vergüenza. Si verdaderamente pensasen que es bueno, saludarían al señor Verdugo con todas las de la ley, le pondrían honores, le invitarían a desayunar y dirían: “menos mal que usted se dedica a eso, don Amadeo, ¡Qué sería de nosotros si no hubiese patriotas como usted!”

Dicho eso, también creo que es lo segundo peor. Una sociedad que mostrase semejante aprecio por el verdugo sería una sociedad monstruosa. De forma un tanto triste, supongo que es mejor estar a favor de la pena de muerte y que te dé vergüenza a estar a favor de la pena de muerte y que vayas pregonando tan maliciosa ideología.

¿Qué nos hace humanos?

De igual forma, supongo que socializamos desde la violencia y, por ende, la violencia es parte de nuestra condición adquirida, que no natural. La violencia es, precisamente, lo que nos separa de las inteligencias artificiales. Les propongo jugar al Fifa y, posteriormente, ver un partido del Madrid. Verán que en el Fifa 2022 los jugadores no se tiran en el área ante la más mínima oportunidad y que, ayer mismo (es domingo, 3 de abril de 2022), al Madrid le pitaron dos penaltis que no eran.

Una inteligencia artificial no es capaz de ver que el mal le va a dar una oportunidad de beneficio propio. Un humano, en cambio, sí. De hecho, la Ética es una disciplina cuya pregunta fundamental es resolver este dilema: ¿qué hacer cuando producir un perjuicio puede reportar un beneficio? Y la Ética es una disciplina circunscrita a la civilización occidental (desconozco, lamentablemente, si en otras civilizaciones han tenido que preguntarse estas preguntas, pues desconozco qué se entiende por maldad en todas partes).

No es que nos haga humanos, nos hace occidentales. No estoy diciendo que en el resto de la humanidad esto no exista, lo que digo es que desconozco absolutamente si existe o no. De lo que estoy seguro es que somos el fruto de una civilización cuyas relaciones interpersonales se han basado en la violencia y, de un tiempo a esta parte, nos da vergüenza manifestar que la construcción que hemos hecho de nosotros mismos nos ha convertido en seres violentos.

Así, deseamos la muerte –o lo que es peor: la desgracia– a cualquier persona que nos moleste sin mayor problema, no obstante, deseamos que esa desgracia la ejecute otra persona, pues sabemos que está mal. Nuestra violencia no quiere mancharse las manos, eso sería un espejo lamentable.

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Fernando Camacho

Estudiante de Estudios Ingleses e Historia del Arte. Leo más que escribo y reflexiono mucho sobre ética y estética. "Con Montmartre y con la Macarena comulgo" (M. Machado), me gusta la contemplación y el Betis. ¡Sobre todo el Betis!

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