Cuerda y Pratchett: la muerte del cambio

AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers de la película Tiempo después y de la saga de novelas Mundodisco.

Es usual que ciertas reflexiones, a pesar de lo acertado en su forma, su fondo y su momento de enunciación, pasen de largo por estar formuladas desde la sátira. El reflejo deformado y a veces absurdo que el humor arroja acerca del mundo en que se inspira es normalmente apreciado a posteriori, y aunque de ésto también adolecen otras formas de narrativa (el fantástico o la ciencia-ficción, verbigracia), me atrevería a decir que son los comediantes quienes más sufren esta peculiar forma de desprecio a sus intuiciones. Un ejemplo flagrante de esto mismo es reciente y patrio: Tiempo después, la película de José Luis Cuerda, esa secuela espiritual de Amanece que no es poco, una de las joyas del cine de culto español.

En las postimetrías de la última y tan comentada gala de los Goya, Andreu Buenafuente aprovechaba su ventajoso sitial de presentador para mencionar la poca reflexión que el título ha suscitado: «He echado en falta a Cuerda hoy aquí». Y aunque en ésto era parte interesada, pues sale como actor en la película y su productora fue partícipe de su realización, en mi humilde opinión no le faltaba razón. Y es que con este título Cuerda ha querido ir más allá de Amanece que no es poco, que ya introducía muy veladas reflexiones de caracter sociopolítico, para hacer directamente una crítica al estado del pensamiento cívico en la actualidad. Sin abandonar la bufonada y el absurdo en ningún momento, su intención didáctica y moralizante se me antoja no sólo patente, sino también muy interesante. Y, como descubrí para mi propio asombro mientras la veía, entronca con las reflexiones de otro grande del humor, Terry Pratchett.

Dudo mucho que Cuerda conozca a este maestro de la sátira británico. De la muy considerable retahíla de citas y cultismos que desfilan por su película, desde luego no se le menciona ni una sola vez. Sin embargo, en mi imaginario personal, el monolítico edificio en que sucede gran parte de la acción de Tiempo después acabó por tener ecos de Ankh-Morpork, la ciudad en que suceden muchas de las peripecias de la saga de novelas Mundodisco, su magna creación. Siguiendo el principio de que las grandes mentes piensan igual, ambos se acercan, desde sus respectivos registros e inquietudes, a una misma intuición: la mercantilización y muerte de valores e ideales de cambio social por parte del sistema imperante.

Entenderé aquí «cambio» como una metamorfosis paulatina del tejido social en aras de conseguir alguna clase de mejora de forma justa y equitativa, tratando de no generar perdedores ni damnificados. Veamos, pues, cómo se refleja en ambas obras ese tema, y qué conclusiones generales se pueden extraer de todo ello.

Tiempo después: el cambio sin cambio

En la astracanada de Cuerda, la humanidad ha sido reducida a los habitantes de un enorme edificio donde, según sus palabras, «se practica un capitalismo salvaje», y a los paupérrimos pobladores de un campamento de parados. El edificio es una monarquía, y su rey (Gabino Diego) acaba por demostrar ser mucho más maquiavélico de lo que su fachada distraída y tonta deja intuír. Es él quien, desde las sombras, tuerce la voluntad del personaje protagonista, el parado José María (Roberto Álamo), mediante dos simples ardides. Primero, le culpa de un crímen cometido dentro del edificio, crispando el conflicto de clase que ya había entre ambas poblaciones hasta convertirlo en una abierta y violenta animadversión; para, una vez la contienda se ha cobrado sus primeras víctimas, ofrecerle al bando contrario una versión retorcida y prostituída de cumplir sus anhelos, convirtiéndolos así en nuevos peones de su status quo. Aprendió del príncipe de Lampedusa, al parecer.

José María entra originalmente al edificio a vender limonada, como forma no sólo de generar riqueza para sí, sino como forma de reivindicarse a sí mismo y a los suyos. Él jamás olvida de dónde viene, y lo que hace, lo hace pensando en sus compañeros. Sin embargo, cuando éstos ven que el camino planteado por los ideales de quien les ha puesto en movimiento es largo y peligroso, se amilanan, y acaban por aceptar la propuesta del rey: ser todos vendedores de limonada, consiguiendo sin esfuerzo por su parte el carrito, la materia prima, y todo lo necesario para el negiocio. A cambio de lo que sin duda es un ascenso social, sin embargo, han de olvidar la hermandad que los unió y competir entre ellos, alienados de los demás y tan radicalmente individualistas como el resto de pobladores del edificio.

Con una simpleza brillante, Cuerda satiriza así los peligros de la falta de compromiso con el ideal del esfuerzo colectivo por el bien común. Diría, incluso, que se lamenta de cómo estas corrientes de pensamiento acaban por ser fagocitadas por el sistema de ascenso social para ser reconvertidas en bienes de consumo individual. Panaceas morales que, a cambio de la salvaguarda y mejora individuales, distancian a su consumidor de sus semejantes y lo alienan hasta extrañarlo de ellos. La comodidad y la satisfacción personal pronto borran el recuerdo de las injusticias a que otros se ven abocados muchas veces por la propia consecución de dicho estado.

Ankh-Morpork: el opositor como elemento del sistema

Que compare el edificio de Trueba con la Ankh-Morpork del Mundodisco de Pratchett es debido al paralelismo que veo entre ambos. Al igual que en Tiempo después los parados se veían atraídos por las riquezas y el estilo de vida del edificio, y acaban renunciando a sus principios morales para entrar a él, Ankh-Morpork atrae con promesas de riqueza y prosperidad a todas las diferentes razas y clases sociales que pueblan el Mundodisco, convirtiéndose en la ciudad más cosmopolita de su particular universo. De hecho, las antiguas murallas de la ciudad ya ni siquiera se guardan: se deja, simplemente, que hasta las hordas de invasores bárbaros penetren en ella, a sabiendas de que incluso el más fanático y sangriento de los incursores acabará devorado por los engranajes de la complejísima maquinaria social de la ciudad, sirviendo a sus intereses de alguna u otra manera.

Esto es, en buena parte, gracias a su regente, el Patricio Lord Vetinari. Inteligente y taimado como pocos, ha llevado el arte de la manipulación social a su culmen, al punto de que consigue poner incluso los intereses y aspiraciones más contrapuestos de sus gobernados al servicio de su propia cosmovisión. De caracter cínico, Vetinari cree que al individuo solo le mueven sus deseos, y ofrece siempre una forma de satisfacerlos que encaje en su gran esquema de las cosas. Ve la oposición a su modelo simplemente como un elemento más del mismo, algo que balancear hasta que le sirva en sus propósitos. No hay para él bien o mal, ni en sus actos ni en los deseos de los demás: el fin lo es todo, más allá de cualquier consideración moral. Nada, por tanto, le está vetado a la hora de preservar la sociedad que ha cultivado cual bonsái y que, aunque funcional, se enfrenta a un ciclo incesante de crisis sistémicas (cuyo conflicto es motor de la trama de las novelas, claro).

Ankh-Morpork es, pues, una urbe que se nutre de la oposición a su propio modelo para afianzarlo y hacerlo crecer. No dista tanto ni de la sátira distópica de Cuerda, ni de la propia realidad que vivimos. Desde el humor referencial y el fantástico, Pratchett nos muestra cuan ladina puede llegar a ser la superestructura amoral de intereses creados bajo la cual existimos. Tan ávida como la maquinaria social de Vetinari, es capaz de consumir cualquier ideal, cualquier valor moral, hasta dejarlo vacío de significado y convertirlo en una mera forma hueca con la que contentar a quienes, en su miopía, no la distingan de lo que una vez fué. Al fin y al cabo, si el sistema carece de escala de valores, puede abarcar dentro de sí hasta los postulados en su contra, y desnaturalizarlos hasta convertirlos en una herramienta más para su propia preservación.

¿Dónde queda entonces la capacidad de cambio?

En bastante mal lugar. Casi pareciera que la actualidad le da la razón a gente como Francis Fukuyama o Daniel Bell, y su peculiar apropiación del concepto hegeliano del fin de la historia. Si el progreso y la transformación fueron posibles en el pasado, ¿qué hace que se antojen tan farragosos, tan difíciles, en la actualidad?

Cualquier actor de cambio ha de adherirse a una disciplina que, en su radicalidad, casi pareciera antiintuitiva: trabajar no sólo por y para sí, sino por y para otros. Este compromiso de base, fácil y buenista como parece a priori, es mucho mas arduo de lo que aparenta: bien lo saben quienes, aunque sea alguna vez, lo han tomado. Exige apego, es un acto de pura voluntad que requiere de una revisión concienzuda de las bases morales de que se parte, inteligencia para comprender en profundidad la fundamentación ideológica y poder explicarla por entero, y sacrificio y perseverancia con tal de no ya siquiera conseguir la realización de un cambio, sino tan solo transmitir estos valores e ideales a otros. Es una vía de resultados inciertos, avance penoso y sacrificado, y que puede muy fácilmente agostarse y acabar muy mal, pues al cambio nunca le faltan enemigos. Es, sin embargo, un riesgo necesario, pues su desaparición comportaría la fijación de las injusticias y desigualdades que aún hoy adolecen al género humano.

Frente a este proceso arduo, exigente, es sencillo para el sistema preservar su homeostasis eterna, su sueño de perpetua invariabilidad. Ha aprendido de anteriores procesos de revolución y cambio y, en vez de enfrentarlos, simula bailar a su son mientras los usa en su beneficio. Cuenta, además, con la ventaja del apoyo de quienes no desean cambio alguno, y por tanto nunca le faltará poder ni portavoces influyentes. Aprovechando el miedo a la incertidumbre que supone el camino a lo nuevo y desconocido, se muestra acomodaticio, seductor, ofreciendo a los descontentos una transformación que no es tal. Una amalgama de proclamas, consignas pegadizas, símbolos y colores emblemáticos, y tal vez hasta un pequeño cambio o dos, mientras el conjunto general queda inalterado. Algo que solo satisfaría a los poco comprometidos, a los indiferentes, a los dubitativos, o a los cansados de batallar por un cambio verdadero. Sin embargo, éstos son vastos en número, siempre lo son, y acaban comprando el gatopardismo. Cabría preguntarse por qué.

«Ahí abajo – dijo – hay gente que seguirá a cualquier dragón, que adorará a cualquier dios, que ignorará cualquier desigualdad. Todo ello debido a una cierta maldad monótona, cotidiana. No la creativa perversidad de los grandes pecadores, sino una especie de negrura del alma producida en masa. Un pecado, podríamos decir, sin traza de originalidad. Ellos aceptan el mal no porque digan sí, sino porque no dicen no.» Terry Pratchett, en ¡Guardias! ¡Guardias!