Las medidas represivas del Estado español contra la voluntad de los catalanes de decidir su futuro político hace semanas, meses, años que existen. Con todo, las detenciones del último 20 de septiembre y la violencia del último 1 de octubre se llevan el premio a la mayor acción represiva de las últimas cuatro décadas. Felicidades, nos ha tocado el gordo. Como víctimas de la represión de Estado, los catalanes vivimos un sinfín de sentimientos mezclados que deben ser contados a aquellos que han tenido la suerte de nacer en la zona central y hegemónica de una administración estatal. Hablo de mi propia experiencia, pero me consta que puedo permitirme la licencia de usar el plural.
Veréis, tenemos la llorera floja. Nos da de vez en cuando, aleatoriamente y sin previo aviso. Yo abrí mi grifo el domingo por la tarde, subiendo a un avión, después de escuchar la intervención profundamente mentirosa y maliciosa de Mariano Rajoy. La frustración y la rabia de escuchar a un presidente faltando a la verdad de esa manera pudo conmigo, y lloré ante la mirada atónita de un vecino de asiento inglés. También escuchamos mucha música nostrada y cargamos nuestras gastadas pilas con las letras que nos acompañan desde la más tierna adolescencia. Nos enviamos memes y tiras de cómic graciosas, intentando reconfortar el ánimo y cambiar algo el mal humor, intentamos seguir siendo els catalans de la conya que hemos sido siempre.
Es que dolió. Dolió mucho. Dolió escuchar audios de colegas que recibieron la visita de la policía española, con aquella voz tan conocida, diciendo “Están aquí, nos tienen rodeados. Tíos, estoy temblando”. Y después de todo aquello, nos levantamos el lunes y empezamos a leer algunos análisis sobre estrategia política y sobre cambios en las tendencias de voto. Y, ya para bingo, sobre el supuesto cumplimiento de la responsabilidad laboral por parte de las fuerzas policiales del Estado. Así, fría y directamente, hablando de trabajo y de tendencias políticas crecientes, sin dejarnos ni un triste minuto para el duelo. No nos dieron ni un solo día de tregua para tragar con lo que vivimos: represión (es decir, hostia limpia) por querer hacer un recuento objetivo de las voluntades políticas.
Y todavía duele. Duelen las ausencias. Duelen los mensajes de apoyo que no llegan ni siquiera después de un día así. Duelen aquellas muestras de apoyo humano que no se envían por el simple hecho de que hay desacuerdo político. Como si las preferencias políticas fueran por delante de la solidaridad ante la herida física y psicológica. Eso sí, duele tanto como tanto reconfortan los mensajes que sí que llegan, incluso de aquellos que hubieran votado distinto.
También nos duelen todos los medios de comunicación españoles. Enfurecen tanto que hasta duelen. Duelen porque, por si no lo sabéis, mienten. Mienten permanentemente. Mienten con premeditación y alevosía. Mienten de tal modo que se nos hace insoportable seguir manteniendo esa maldita tele encendida. Estábamos allí, lo vivimos y sabemos que mienten cada día, desde que entran a plató hasta que vuelven a sus respectivas casas. Y su mentira nos infecta la herida y nos agrava el dolor.
Nos duele tanto todo lo que nos ha hecho este Estado fascista que ya no tenemos fuerzas ni para el debate. Ya no nos sentimos capaces de tener una discusión constructiva entre conocidos discordantes, que permita compartir puntos de vista y llegar a acuerdos consensuados. Hemos debatido durante años, éramos los pesados que siempre sacaban el tema a relucir, pero ahora ya no. Ahora no podemos. Después de todo, hemos perdido la capacidad de contraargumentar sobre esta cuestión sin que afecte a nuestro ánimo y a nuestra salud. Así que, para no enfermar de mal humor, decidimos no entrar en debate con nadie que piense distinto. Es triste, tristísimo, pero estos días es así. No hay debate posible contra quien justifica o se muestra equidistante ante tal injusticia.
A pesar de todo, a pesar de la rabia, de la frustración y del dolor, nos acompaña también un profundo sentimiento de orgullo. Orgullo por haber convertido nuestra pobra, bruta, trista i dissortada pàtria en el epicentro de la autoorganización popular, en el ejemplo de las revoluciones pacifistas, en una exhibición de sentido del humor ante la adversidad, en la muestra de solidaridad mutua de las grandes ciudades y del magnífico ingenio de los pueblos pequeños, en puro respeto y admiración hacia nuestros mayores. En definitiva, hemos convertido nuestra casa en una muestra de colaboración ciudadana sin complejos, mientras teníamos como único fin conseguir que todo el mundo pudiera posicionarse políticamente para poder tomar una decisión colectiva. Ese orgullo nos alivia, nos salva y nos ayuda a seguir empujando cada día.
Llegados a este punto, no sabemos qué pasará. De momento, a pesar de los intentos del Estado para evitarlo, conseguimos nuestro primer objetivo: tuvimos urnas, tuvimos papeletas, tuvimos escuelas abiertas, todo aquel que quiso pudo votar y ahora ya hay un resultado. Y a pesar de todo, todavía nadie sabe si, finalmente, tendremos la oportunidad de construir una nueva República, con leyes de nuestro siglo, o si nos mantendremos para siempre atados a un Estado que trata a los disidentes como si fueran delincuentes. Quién sabe, quizás perderemos la partida porque, al fin y al cabo, esta institución es fuerte y tiene instrumentos poderosos.
Sea como fuere, ahora mismo hay algo que sí sabemos: el pacto del 78 fue una mentira y a estas alturas ya no hay posibilidad de que nos vuelvan a engañar. Mirad, quizás el Estado nos ganará a base de meternos palos, pero la herida es tan profunda y dolorosa que en Catalunya nunca, nunca jamás, volveremos a creer en el proyecto político español.