Si algo tienen en común tres de los principales conflictos internacionales que siguen abiertos en pleno siglo XXI es que responden casi íntegramente a intereses geopolíticos de las potencias involucradas. No podemos olvidar que, según las teorías de los autores enmarcados en la corriente del realismo político, una de las más destacadas dentro de la ciencia política, los Estados se moverán exclusivamente para satisfacer sus intereses. Simplificando mucho, podemos resumir alguna cuestión relativa a estos conflictos. En el caso del Sáhara Occidental, este territorio se vio, al igual que muchos otros, como un actor relevante tanto por sus recursos naturales (principalmente fosfatos) como por su posición durante la Guerra Fría, siendo disputado por ambos bandos que armaban a Marruecos (Francia y EEUU) y al Frente Polisario (la URSS por medio de la Libia de Gadafi). El Estado de Palestina, por su parte, se ve asediado por el acoso y genocidio perpetrado por su vecino Israel, que cuenta con el apoyo de potencias estratégicas como EEUU. Por último, Ucrania resulta de interés por su posición geográfica colindante con Rusia.
La consecuencia de todo lo anterior es el uso de estos territorios como peones en un tablero de juego al servicio de los intereses de las grandes potencias. Esto afecta a una multitud de derechos de los estados reconocidos por el fuero internacional (derecho a la autodeterminación de los pueblos, derecho a la soberanía, a la integridad territorial, etc.) pero también de los ciudadanos de esos países, que son víctimas de ataques que, sin atisbo de duda, constituyen supuestos de genocidio.
Algunos de los temas principales que suscita lo anterior pueden dividirse entre jurídicos y políticos, sociales y humanitarios.
Dentro de la primera categoría destacan los debates que se han generado en torno al estatuto jurídico de estos países o de algunos de sus territorios. Por ejemplo, se ha elucubrado en torno a la calificación del Sáhara Occidental, señalando que se trata a la vez de un Estado (ya que cuenta con territorio, población humana y gobierno), de un territorio ocupado (por Marruecos) y de un Estado no autónomo pendiente de descolonización (según el Comité Fiduciario de la ONU, siendo España la potencia administradora que ha de guiarlo hasta la independencia). También se ha cuestionado el estatuto jurídico de los territorios de Donetsk y Lugansk (Ucrania), que fueron proclamados independientes tras los referéndum celebrados en 2014 en ambas ciudades, pero cuya independencia se pone en tela de juicio desde el momento en que estos plebiscitos se producen durante un momento de ocupación indirecta de Rusia, lo que no habría permitido realmente la libre expresión de la voluntad del pueblo. Las consecuencias políticas no se han hecho esperar: se ha producido un enorme impacto a nivel jurídico sobre la soberanía de estos territorios, cuestionada por parte de la comunidad internacional, y a nivel operacional, convirtiéndolos en gran medida en lo que conocemos como estados fallidos, es decir, aquellos que no son capaces de mantener el monopolio de la fuerza y que consecuentemente no pueden proveer servicios básicos a su ciudadanía.
Además de los aspectos juríridicos destacan los sociales, especialmente en lo relativo al uso de los medios de comunicación masivos por parte de las potencias atacantes, que se ha caracterizado por el abuso de la censura y la propaganda con el objeto de controlar el relato que se envía al resto del mundo sobre los acontecimientos, además de para legitimar las maniobras bélicas.
Por último, desde el punto de vista humanitario destacan las continuas violaciones de los DDHH y del derecho internacional en los tres conflictos: el principio de distintición entre civiles y militares (tanto en Gaza como en Ucrania y el Sáhara se han producido sangrientos ataques a la población civil), la destrucción de edificios públicos que prestan servicios fundamentales (hospitales, universidades, teatros, el registro civil de Gaza, etc.). Todo esto nos permite caracterizar las ofensivas sobre el Sáhara y sobre Gaza como genocidios.
No se puede pasar por alto la responsabilidad en todo esto no solo de los perpetradores (Rusia, Marruecos e Israel) sino también de las potencias administradoras (España en el caso del Sáhara, así reconocido por la ONU) y de la comunidad e instituciones internacionales. Hay consenso al aseverar que no existen instituciones lo suficientemente poderosas como para intervenir en estos casos: el Consejo de Seguridad de la ONU está constantemente paralizado ante los vetos de los miembros permanentes, su Asamblea General no tiene capacidad para imponer sus decisiones, el Tribunal Internacional de Justicia y la Corte Penal Internacional adolecen de defectos en su jurisdicción, que es voluntaria… Todo esto mientras la comunidad internacional mira para otro lado y muestra una flagrante hipocresía y doble vara de medir a la hora de enfrentar los distintos conflictos, en función de quién sea el perpetrador (con la dolorosa impunidad de Israel, que lleva décadas hostigando a la población palestina), o de dónde procedan las víctimas.
Desmintiendo lo que afirmaba el pensador Francis Fukuyama en los 90, señalaremos que no ha llegado el fin de la historia, sino que las potencias autocráticas, genocidas y agresivas tienen más fuerza que nunca.
No olvidemos que, a pesar de lo que afirman las teorías del realismo político, la política originalmente tenía como función, según Aristóteles, crear buenos ciudadanos y velar por el interés general. Es imperativo, por tanto, decantarnos en todo momento por proteger la humanidad. Recuperamos aquí la pregunta que hace unos años se hacía Eduardo Galeano, “¿Cuál es el destino de los países pequeños y medianos estar a merced de los grandes dueños del mundo?”
Autora: Ana Gestoso Pérez.