Las botas de Vimes: la creciente distancia entre macro y microeconomía

Vimes, el de las botas.

Terry Pratchett, amadísimo autor de fantasía, publicaba en 1993 su novela Hombres de armas, decimoquinto título de su saga del Mundodisco y segundo de la serie que se centra en el cuerpo de seguridad que protege la ciudad de Ankh-Morpork.

Como suele ser habitual en sus obras, Pratchett aprovechaba las infinitas posibilidades de su universo mágico para, con fina ironía, crear un reflejo bufo de nuestra realidad. Nada escapaba a la sátira del maestro, y la política no era menos. Es en este libro en que el autor, a través de los pensamientos de su personaje de Sam Vimes, capitán de la guardia ankh-morporkiana, lanzaba esta aparente contradicción:

“La razón por la que los ricos eran ricos, razonaba Vimes, era que se las arreglaban para gastar menos dinero. Tomemos el caso de las botas, por ejemplo. Él ganaba treinta y ocho dólares al mes más complementos. Un par de botas de cuero realmente buenas costaba cincuenta dólares. Pero un par de botas, las que aguantaban más o menos bien durante una o dos estaciones y luego empezaban a llenarse de agua en cuanto cedía el cartón, costaban alrededor de diez dólares. Aquella era la clase de botas que Vimes compraba siempre, y las llevaba hasta que las suelas le quedaban tan delgadas que le era posible decir en qué lugar de Ankh-Morpork se encontraba durante una noche de niebla sólo por el tacto de los adoquines.

Pero el asunto era que las botas realmente buenas duraban años y años. Un hombre que podía permitirse gastar cincuenta dólares disponía de un par de botas que seguirían manteniéndole los pies secos dentro de diez años, mientras que un pobre que solo podía permitirse comprar botas baratas se habría gastado cien dólares en botas durante el mismo tiempo y seguiría teniendo los pies mojados.”

Cuál sería mi sorpresa, pues, al ver hace tiempo el nombre de Vimes y esta misma cita mencionados en titulares de medios de todo tipo… en la sección de economía. Y es que, en Reino Unido, un activista llamado Jack Monroe había usado la analogía como base para la creación de lo que dio a llamar la Vimes’ boots index, o índice de las botas de Vimes, un nuevo indicador socioeconómico con el que calcular el impacto en los diferentes estratos adquisitivos de la fluctuación de precios de los bienes de primera necesidad.

Al parecer, la sociedad que gestiona el patrimonio de Pratchett, así como su hija Rhianna, dieron su apoyo a esta iniciativa, que ya se ha hecho un hueco entre la literatura económica del más alto nivel y compite por colarse como medida estandarizada entre las ofrecidas por la Oficina de Estadísticas Nacionales del gobierno británico.

No hay duda de que vivimos en una época extraña cuando algo que se aplicaba a la caótica y estrafalaria Ankh-Morpork sirve, de repente, para explicar nuestro mundo con más efectividad que los indicadores habituales. Y es que, efectivamente, tras el caos de suministros y materias primas ocasionado por la pandemia han acabado pagando el pato, como siempre, los más vulnerables.

Cierto que los precios han subido para todos, pero aquellos con mayor poder adquisitivo solo tienen que rascarse un poco más el bolsillo para conseguir el bien deseado a la misma calidad que antes de la tendencia inflacionaria, y lo que es más, no tendrán que cambiar demasiado su ritmo de vida al hacerlo; quienes disponen de un presupuesto más apretado, por su parte, no sólo han de pagar más también, sino que han de ver cómo aquellos productos que se pueden permitir ven mermada su cantidad o su calidad. Son los segundos, como razonaba Vimes, los que a la larga gastarán paradójicamente cada vez más por cada vez menos y cada vez peor, en una espiral de pobreza.

Esto no es una cosa nueva, por supuesto. Hablando en términos económicos, estaríamos ante un consumo ineficiente. Una renta baja suele verse obligada a adquirir bienes o servicios ineficientes, esto es, más costosos en relación a su efectividad real que aquellos más caros y de mayor calidad, cuya relación de efectividad es más estrecha. Como asevera el proverbio, el dinero del pobre dos veces se gasta. Cosa que, sin embargo, entra en conflicto con la lógica tanto de la sociedad pretendidamente post-escasez en la que vivimos, en la que todo producto debería tener una eficiencia cuanto menos baremada y suficiente, como con la ley de precios basada en el valor subjetivo de los monetaristas, que afirma que el precio de un bien refleja el deseo y la necesidad de su comprador por adquirirlo.

Esto ignora, claro, los deseos y las necesidades de aquellos cuyo nivel adquisitivo de plano impide siquiera dicha adquisición, consumidores “defectuosos” (precioso eufemismo para la pobreza) que son sistemáticamente ignorados a la hora de calcular, que diría Wilde, “el precio de todo y el valor de nada”. ¿Por qué, pues, se siguen ofertando bienes ineficientes? Porque son hiperrentables: sus consumidores están prácticamente obligados a adquirirlos porque no pueden permitirse alternativas ni dejar de satisfacer las necesidades básicas que éstos cubren. Y así, aún en situaciones de desorden y carestía, los proveedores lo suficientemente grandes como para manejar su mercado pueden seguir cerrando meses con ganancias récord. Y como la posibilidad de rebajar el margen de beneficios con tal de mantener precios y calidades ni se pone sobre la mesa, pues…

Esto, a mi juicio, refleja muy bien la tremenda disparidad que hay cada vez entre los comportamientos de la microeconomía, especialmente el de aquellos consumidores atrapados por condiciones aporogénicas (y criminogénicas), que no acaban de quedar bien reflejados en los marcadores macroeconómicos que bareman la salud de nuestras sociedades. Unos pocos individuos tienen la capacidad de gasto de pequeñas regiones, y su consumo desmedido puede llegar a equilibrar la carestía de medios del resto de la población, haciendo semejar que todo va viento en popa a un observador superficial.

O consideremos, también, el fenómeno del trabajador pobre, el de aquel que pese a ser productivo no ingresa lo suficiente como para llevar un mínimo estándar de vida: ¿no invalida su existencia completamente la utilización del nivel de paro de una nación como medida para valorar el poderío adquisitivo de su población? Si un trabajador ya no puede asegurarse las necesidades mínimas de la pirámide de Maslow, y se convierte por tanto en otro consumidor defectuoso, eso ha de ser significativo a la hora indicar la capacidad de consumo general. La creación del índice de las botas de Vimes pretende eso mismo, el estudio macroeconómico no de la sociedad en su conjunto grueso, sino de sus niveles económicos diferenciados, con tal de generar datos más fidedignos y, sobre todo, incisivos en las realidades de quienes peor lo están pasando.

Tales son las paradojas y ambigüedades entre las que fluctúa nuestro mundo pretendidamente cuerdo, más cercano al bizarro Mundodisco de lo que nadie desearía, como se ha podido comprobar. Un mundo en el que un rico inteligente puede, de ser ése su deseo, llevar su propio estilo de vida de pobre, gastando solo esporádicamente en bienes perdurables que no van a necesitar reemplazo en mucho tiempo, mientras el auténtico pobre se ve abocado a un mercado en el que la oferta está copada por trampas literales de las que nadie le defiende, y del que no puede salir por la celda que forman sus necesidades perentorias, sus bajos ingresos y su capacidad nula de ahorro. Y, como ricos inteligentes hay menos de los que cabalmente serían de esperar (por aquello de que, pese a lo que se diga, el camino a la opulencia no es una meritocracia), acabamos por ser testigos simultáneamente de niveles de derroche absolutamente obscenos y de economías dantescamente limitadas conviviendo, metafóricamente, puerta con puerta.

Esto, dirán los cínicos, es la definición de cualquier época presente o pasada. Y razón no les falta. Es la visión del precipicio cada vez más grande, oscuro e incierto que se abre entre ambos lo que me inquieta. Nuestra era es aquella en que un único individuo ha podido pagar de su bolsillo una excursión espacial sin que ello, y esto es lo importante, haya afectado en lo más mínimo a su fortuna, su tren de vida o su capacidad adquisitiva, mientras la vastísima mayoría de sus contemporáneos tienen que sacar una calculadora para ver si pueden afrontar la compra de algunos huevos de más. Y mejor no hablar del estado de la miseria y la pobreza extremas, que sigue como ha estado siempre y es lo que ha sido desde el inicio de los tiempos: el mejor indicador de que, como especie, nos hemos conformado con “una paz que es ausencia de conflicto en vez de presencia de justicia”, parafraseando a Martin Luther King.

“Ojalá vivas tiempos interesantes” es, según Pratchett, una antigua maldición china. Terrible sin duda. Y vaya si los estamos viviendo.