Godzilla: el monstruo de la culpa

Shin Godzilla

AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers de la película Shin Godzilla.

Adoro las películas de Godzilla. Es un placer culpable que admito sin rubor. Recuerdo ver fragmentos de pequeño, en una época en que las televisiones autonómicas las proponían a veces en los matinales del fin de semana, y sentirme fascinado por la idea de una criatura cuya pura y simple naturaleza convertían en una fuerza casi tectónica, imparable e inevitable, al ritmo de una música tan épica como ominosa.

Fue esa imaginería, aunadora de maravilla, horror y desesperanza rallana en la angustia existencial, la que ya de adulto me fidelizó al género del kaijû eiga o películas de monstruos gigantes.

Sin embargo, hasta un fan como yo ha de admitir que, con el paso de las décadas, las películas de la franquicia y sus diferentes etapas han sufrido un evidente deterioro. Productos cada vez más fantasiosos, alejados progresivamente del concepto de la película original de la Tôhô de 1954, que a veces incluían intuiciones de cierto interés (en muchas de ellas, por ejemplo, Godzilla es un protector de la naturaleza, que venga los atropellos de la humanidad hacia ésta) pero que, en la mayoría de los casos, acababan buscando la diversión y el espectáculo sin cortapisas. Cae en el olvido, pues, que ese film iniciático no era una cinta de aventuras, ni un divertimento espectacular: era una película de terror.

Y aunque este cambio no sea malo per se, acaba enterrando unas raíces mucho más ricas de lo que a simple vista pudiera parecer. Tras la apariencia grotesca, incluso ridícula desde un punto de vista racional y desapasionado, del más famoso de los lagartos nucleares gigantes, subyace la historia del Japón de la caída del Imperio, y las dolorosas bases del Japón moderno. Unas bases que el reboot nipón de la franquicia, Shin Godzilla, dirigida por Hideaki Anno y Shinji Higuchi en 2016, readapta al tiempo presente con gran originalidad. Pero avancemos mejor cronológicamente, y trasladémonos al nacimiento del concepto de Godzilla.

Crímen, castigo y verdugo

El padre de la criatura, Ishirô Honda, definió en cierta ocasión el espíritu tras las kaijû eiga originales: “Los monstruos son seres trágicos. Nacen demasiado grandes, demasiado fuertes, demasiado pesados. No son malvados por elección. Esa es su tragedia.” A lo largo de su carrera, Honda, discípulo del legendario Akira Kurosawa, se preocupó de hacer que cada uno de los monstruos de su creación (y fue autor de muchos además de Godzilla, como Mothra o Rodan) fuese algo más que un mero mcguffin que moviese la trama: los dotaba de una cierta personalidad, de un cierto leitmotiv. Su existencia implicaba siempre una serie de razones, y apuntaba a ciertos temas fuera de la fantasía del film, temas reales y sorprendentemente escabrosos.

Siempre se ha dicho que la vida inspira al arte, y que tras toda creación humana subyace un complejo entramado de influencias entre lo personal, lo cultural y lo político. En el caso de Godzilla, esto no podía ser más cierto: irrumpió en las pantallas niponas en ese difícil momento en que el recuerdo de las bombas atómicas todavía perduraba en el imaginario popular, y a la vez la población comenzaba a ser consciente, y a sentirse culpable, de las atrocidades que el anterior gobierno militar (demasiado grande, demasiado fuerte, demasiado pesado) había perpetrado en Manchuria y en Pearl Harbor. Por no mencionar la aceptación, amarga para muchos, de una Constitución redactada prácticamente desde Estados Unidos, incluyendo artículos como el famoso noveno que se encajaron como poco menos que una humillación nacional que, sin embargo, era la consecuencia de sus muchos pecados.

Nuestro monstruo es, pues, una forma de expresar desde el arte ese difícil conflicto, y en cierta manera también una forma de ayudar al pueblo a afrontarlo, a hablar de ello aunque sea de manera metafórica, a partir de un código cultural reconocible. El origen nuclear de Godzilla, así como su capacidad de destrucción, lo igualan al armamento nuclear detonado en territorio japonés, a la vez que es una encarnación del antiguo espíritu imperial, belicoso, cruel e insensible al dolor humano, que vuelve para atormentar a quienes fueron sus cómplices silenciosos.

Se aúnan, por tanto, crímen y castigo, en la forma de un verdugo tan grande como la culpa que encarna. Y aunque, finalmente, se obtiene una victoria sobre él, ésta es pírrica en extremo, y a nivel moral más una derrota que otra cosa: en la psique del japonés de aquel momento, Godzilla vence incluso en la muerte, convirtiéndose en el icono cultural que mejor ejemplifica el origen traumático, casi esquizoide, de una de las sociedades más inestables del primer mundo.

Esta idea seminal, en cierta manera, fluctúa a lo largo de todas las encarnaciones del monstruo, incluso cuando éste se convierte en una suerte de paladín del pueblo japonés, e incluso de la humanidad entera, frente a otros monstruos gigantes: el hecho de tener que ver a Godzilla luchar por ellos no deja de ser un recuerdo de la culpa que anida en el corazón de su nuevo país, usada para algo positivo pero tan negra y horrible como siempre. En ciertas producciones del nuevo siglo, de hecho, el concepto original resurge con fuerza, explicándose por ejemplo en una película de la franquicia de 2001 el nacimiento del kaijû como consecuencia de la condensación de todas las almas en pena de las víctimas de la II Guerra Mundial.

Occidente y Oriente: el monstruo romántico y el monstruo trágico

Diríase, claro, que esto en realidad no es nada nuevo. Dentro del imaginario occidental hay un amplio repertorio de monstruos, e incluso la idea de uno aparatosamente grande y destructivo ya se había dado. Hablo, por supuesto, del King Kong de 1933, quien como Godzilla comparte unos orígenes terroríficos y llenos de intuiciones sociopolíticas (civilización vs. barbarie, fama y beneficio frente a responsabilidad, etc) que a lo largo de sus diferentes encarnaciones se ha ido diluyendo hasta llegar al espectáculo puro.

Sin embargo, el concepto de ambos es radicalmente diferente. Kong es un monstruo romántico, cabría decir incluso sensual, que se mueve por un deseo primario que en la mente del espectador es próximo al amor, al erotismo. Dice mucho de nuestra civilización occidental que nuestro monstruo gigante tenga sus raíces en el eros, mientras que su contrapartida oriental profundice en el territorio del thanathos.

Como ya se ha apuntado, Godzilla es un ser trágico, creado para sufrir y hacer sufrir, un presagio de fatalidad del que nada bueno o positivo puede derivar (al menos en la película original, en otras más tardías llega a ser un antihéroe o incluso un defensor de la humanidad).

Más allá de Kong, en Occidente hemos imaginado otros muchos peligros colosales en el celuloide, desde naves marcianas con rayos caloríficos hasta gigantescas hormigas irradiadas, pasando incluso por mujeres de 50 pies . Sin embargo, nada se acerca al concepto subyacente a Godzilla: en Occidente expresamos nuestra culpa en base a imágenes metafóricas bien distintas (si es que llegamos a expresarla de algún modo), mientras reservamos la grandiosidad del monstruo titánico para encarnar el deseo, la fantasía de fuerza y poder sin límite físico ni moral.

Quizá por eso nunca hemos sido competentes a la hora de traducir la imaginería kaijû japonesa: desde el horrible intento de Roland Emmerich en 1998, hasta las más recientes versiones del proyecto MonsterVerse de 2014 y 2019, un auténtico canto de amor a los fans del aspecto épico y espectacular del mito, pero con una exigua cantidad de su esencia terrorífica original. Incluso acercamientos más espurios como Pacific Rim o la patria Colossal de Nacho Vigalondo (con su siempre delicioso guiño al anterior Jefe del Estado) persiguen otras intuiciones bien distintas, aunque genuinamente interesantes, pero nada tienen que ver con el corazón tras el icono japonés.

Debía ser, pues, una voluntad creativa nacida en la misma cultura que creó a Godzilla quien lo reformulase para el siglo XXI. Y así ha sido. Vaya si lo ha sido.

Shin Godzilla: un nuevo mito para una nueva era de nacionalismo

El nombre de Hideaki Anno sin duda no será desconocido para los lectores más frikis. Efectivamente, el hombre que revolucionó para siempre el género de los mecha (robots gigantes) con su Neon Genesis Evangelion fue el anunciado para hacerse cargo del remake de Godzilla que sentaría las bases de la franquicia para el nuevo siglo. La intención era rescatar el tono de la película original, pero en base a referencias y conceptos más cercanos al imaginario del Japón actual.

El resultado es, quizás, el mejor reboot de una franquicia cinematográfica en la historia de la humanidad. Shin Godzilla abraza el horror de su predecesora original y lo eleva a cotas de angustia, desesperanza y tristeza del todo sorprendentes: como muchos fans han acordado en decir, “Godzilla ya no ruge, sino que grita”. Grita de dolor, sabiéndose fatalmente abocado al desastre, podría decirse incluso que llora por ello, tal como apunta la infinitamente triste banda sonora, abandonando toda la épica del original.

En ella, por supuesto, también hay culpa, pero es una bien distinta a la que marcara la génesis del Japón moderno tras la última Guerra Mundial. Con un inicio que alude clara e intencionalmente a la tragedia de Fukushima, la trama se centra con enorme fuerza en la reacción política ante la crisis que significa el monstruo, conformándose como una afilada crítica al adocenamiento, a la falta de previsión y de rapidez de respuesta ante aquellos aspectos verdaderamente urgentes de la realidad, de la que según la cinta adolece la clase gobernante nipona. Una clase llena, quizá, de nobles intenciones, pero torpe y complaciente en esos remanentes todavía vivos de la fantasía de fuerza y poder del antiguo Imperio, a la vez que vive acomplejada sabiéndose todavía bajo la bota de Estados Unidos en cierta manera, acatando una Carta Magna en la que áun figuran muchas de las exigencias americanas hechas al país tras su capitulación. En algún momento llega a dar más miedo ver los comités de respuesta a emergencia que se retratan en la cinta que la contemplación del propio monstruo.

Frente a esta vieja política, la cinta preconiza el alzamiento de una nueva generación en el poder, una sin los complejos de su predecesora: libre, por fin, de culpa. Para ellos, Gozdilla es tanto una amenaza como una forma de demostrar su preparación, una forma de escalar y copar el poder para utilizarlo de manera distinta a sus acomplejados predecesores. Competente y capaz, de respuesta rápida, sin miedo a tratar a Estados Unidos como un igual e incluso oponerse a sus deseos y buscar su propia forma de hacer las cosas. Una generación que, al final, logra vencer la debacle y acabar con el monstruo y todo aquello que encarna. Parecería un cierre en positivo. Y sin embargo…

…el monstruo siempre fue…

…el ser humano.

El último fotograma de la película, la última imagen impresa en la retina del espectador antes de que acabe la cinta, es un detalle del extremo de la cola de un Godzilla ya cadáver. A lo largo de la cinta se insiste en la idea de que el monstruo tiene un código de ADN miles de veces más complejo que el de cualquier otro ser vivo, hombre incluído, y que posee una capacidad de cambio y adaptación casi infinita, como se evidencia en sus varias transformaciones a lo largo de la película. Pues bien, lo que se ve en la susodicha cola es lo siguiente:

blank

En el instante mismo de su muerte, la criatura iba a efectuar un nuevo cambio, una nueva evolución, en una suerte de parodia de la humanidad: un nuevo y grotesco ser humano, tal vez la idea que el propio monstruo tiene de la identidad de sus atacantes, de sus enemigos. La lucha, en cierta manera, iba a convertirse en un conflicto fratricida.

¿No recuerdan esas figuras humanas a los infinitamente horribles restos carbonizados que pudieron hallarse en los aledaños de Hiroshima y Nagasaki? Sin embargo, ningún personaje se percata de ellos: esta imagen es un secreto cómplice entre película y espectador. Con la derrota de Godzilla viene la superación de la culpa, pero es una superación que implica, quizás, el olvido de algo importante. Al final la propia película acaba destruyendo todo rastro de positividad en la victoria sobre el monstruo: Godzilla, en su intento de humanización, es digno de conmiseración, mientras los políticos emergentes que propician su caída se antojan fríos, calculadores, ignorantes de un olvido que les hace capaces de repetir antiguos errores. Son, de nuevo, demasiado grandes.

Si en la película original Godzilla era el tormento de la culpa pasada, en Shin Godzilla la superación de dicha culpa, encarnada en el monstruo derrotado, abre la puerta a un futuro de terrible incerteza: ¿no será, quizá, la derrota de la culpa el germen de un pecado que desencadene un castigo peor? ¿Ha de superarse el pasado y su culpa de cualquier manera? ¿O, según cómo, creamos un verdugo peor que el anterior? En la que probablemente sea la más afilada crítica en años hacia la sociedad japonesa y sus intentos de superación no precisamente saludables del trauma de su génesis, Shin Godzilla se hace también extensible a muchas otras realidades nacionales e históricas.

Y es que, a veces, necesitamos que un enorme monstruo nos recuerde cuáles son nuestros deberes y responsabilidades para con el pasado, el ahora y la posteridad.