AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers de las dos películas de Las brujas (1990 y 2020) así como del libro homónimo de Roald Dahl.
Roald Dahl fue, junto a otros nombres como los de Gloria Fuertes, Michael Ende o Gianni Rodari, el firmante de algunos de los primeros libros que devoré como lector autónomo. Títulos como Agu Trot, El Gran Gigante Bonachón, Matilda o Charlie y la fábrica de chocolate hicieron mis delicias pueriles, y vistos en retrospectiva son libros excelentes: obras nada condescendientes, a veces plenas de humor negro y un cierto cinismo, que cargaban contra la visión segura e idealizada, caramelizada casi, de lo infantil. Sin dejar de lado muchos maniqueísmos típicos del género (en la obra de Dahl hay buenos y malos bien diferenciados amén de una moralina evidente, y muy pocas veces nos encontramos un gris ético), invitaban a su público a procesos genuinos de descubrimiento y reflexión.
De entre sus libros, sin embargo, conservo uno en especial recuerdo. Las brujas me pareció, en su momento, una historia no sólo terrorífica sino también amarga. Tras todas las peripecias de su protagonista, convertido en ratón por una cábala de malvadas brujas, al final de la obra no logra revertir el maleficio y se ve condenado a pasas en esa forma de roedor el resto de sus días, escasos además porque su esperanza de vida se reduce también a la normal de su nuevo cuerpo. Su único consuelo es que va a vivir más o menos lo mismo que su abuela, la persona que lo ha criado. Un desenlace atípico que obliga a los lectores tempranos a enfrentarse, quizá por primera vez, a una historia no solo sin final feliz, sino a una situación que les lleva a confrontar las derrotas y la absurdez de la vida, y su inescapable conclusión.
Aunque, como digo, al principio el libro me daba mucho miedo, con el tiempo le cogí gusto a eso de experimentar un buen escalofrío. Cuál sería mi alegría, pues, al saber que ese tomo que tanta maravilla me había dado tenía también su versión cinematográfica. La película fue algo increíble para mí, una trasposición casi palabra por palabra del libro a la pantalla… hasta el final.
En él, una bruja superviviente, arrepentida de todas sus fechorías, deshace la maldición y le devuelve al protagonista su cuerpo y, más importante, su antigua vida. Era un final bonito, claro, y me alegró ver una versión alternativa en que la historia acababa felizmente, pero ya entonces pensé que, con todo, el libro era superior.
Muchos, muchos años después de eso, conocí la historia detrás de esa película, y creo que vale la pena contarla, aunque sea un poco larga, para ilustrar el tema a discutir en este artículo. Fue la última obra en la que participó el legendario Jim Henson antes de su muerte, y la dirección corrió a cargo de Nicolas Roeg, realizador que se había hecho ya todo un nombre en el cine de arte y ensayo y que venía de tocar el cielo con producciones como Amenaza en la sombra, El hombre que cayó a la tierra o Contratiempo. Aún más, el propio Dahl se había encargado de supervisar su creación.
Sin embargo, en el momento en que ésta se estrenó, el indignado y furiosísimo autor se plantó, megáfono en mano y pese a su mala salud, delante de todas las salas de cine de Londres que pudo tratando de convencer a la gente de que no entrara a verla. Moriría meses después.
¿La razón? Fue engañado y traicionado por Roeg. Éste tenía miedo de que el final de la novela original podía ser deprimente y desesperanzador para los espectadores jóvenes. Dicho miedo fue confirmado por su propio hijo, quien encontró ese desenlace insoportablemente triste, lo que llevó a que Roeg idease el final que quedaría para la posteridad en la película.
Esto, por supuesto, desató las iras de Dahl, para quien el final original era fundamental, prácticamente lo más importante del relato, pues su melancólica tristeza era el verdadero mensaje moral que deseaba transmitir. Hay que decir, también, que sus anteriores contactos con la industria cinematográfica no habían sido buenos: ya en 1971 se había desentendido de la adaptación de Charlie y la fábrica de chocolate (llamada Un mundo de fantasía en España), tan solo para descubrir más tarde que los guionistas habían convertido su historia en un panfleto anticomunista que odió con toda su alma.
Desde entonces había prohibido la venta de derechos de toda su obra salvo que él mismo tuviese control creativo en el proceso, y sabía muy bien qué podía esperarse de un guión pues él había escrito muchos: no por nada las primeras películas de James Bond son de su autoría, cedidas por su amigo Ian Fleming.
El anciano escritor exigió que se rodase su final bajo amenaza de retirar su nombre de la producción, y Roeg tuvo que satisfacerlo rodando un segundo final totalmente fiel al libro. Se dice que, al ver su idea original traducida en imágenes, Dahl no pudo contener las lágrimas. Lástima que dicho metraje no haya trascendido, y probablemente esté perdido de manera irremediable tras más de 30 años.
Y es que el miedo pudo más a Roeg, y en el montaje final decidió concluir la película con su desenlace almibarado. Dahl trató por todos los medios de desvincularse del proyecto tras eso y borrar su nombre de él, siendo en última instancia disuadido por esa dulzura hecha hombre que fue Jim Henson; nada ni nadie pudo detenerle, eso sí, de lanzarse a las calles tratando de impedir que la gente la viera.
Esto, en una película que salvo por dicho final respetaba en más que decente medida el material original, dice mucho tanto sobre el temperamento de su autor como de lo que para éste significó dicho cambio.
Cuesta saber qué habría pensado Dahl de las adaptaciones que se hicieron de su obra tras su muerte. Y las ha habido muy buenas: James y el melocotón gigante, de Henry Selick; Matilda, de Danny DeVito; Fantástico sr. Zorro, de Wes Anderson; o la maravillosa Mi amigo el gigante, de Spielberg. También, en el 2020, se volvió a adaptar Las brujas, esta vez bajo la dirección de otro grande como es Robert Zemeckis, producida por Alfonso Cuarón y con guión de Guillermo del Toro. Ahí es nada.
En esta ocasión la película sí respeta el final original del libro, aunque añade un cierto toque épico al narrar cómo los niños-ratones emprenden una cruzada para educar al resto de infantes sobre la existencia de las brujas y las formas de enfrentarse a ellas. Hay, empero, muchas otras cosas en que la cinta no es fidedigna en absoluto.
La historia ya no se desarrolla entre la Noruega y la Inglaterra de los 80, sino en EE.UU., en la Alabama de los 60. Los protagonistas son ahora, por supuesto, americanos en lugar de europeos; para más inri, su etnia ha sido cambiada de caucásica a afrodescendiente. Al dúo infantil principal de dos niños se une ahora también un tercer miembro inexistente en la novela, una niña, que apenas tiene peso en la trama más allá de incluir un elemento femenino al ahora trío. Las primeras víctimas de las brujas que se mencionan ya no son encantadas para vivir dentro de cuadros, sino que son convertidas en pollos, haciéndose uso así de un estereotipo racista muy extendido en EE.UU. que relaciona a la gente afroamericana con el consumo de pollo frito. En general, se introducen componentes y tropos culturales, raciales y de género (todos mayormente cambios estéticos) que no existían en absoluto en el material original.
Y sin embargo, el resultado final es espiritualmente más próximo a la esencia de la novela de Dahl que la versión de Roeg. Por más que la producción del 90 sea superior artísticamente, ese dulce y falso final la sigue lastrando de manera irremediable, lo que hace que esta nueva versión, aunque estéticamente divergente y no tan afortunada a nivel actoral o de dirección, respete bastante más el fondo de la obra y sus intenciones literarias y éticas.
Es harto difícil decir si esta versión hubiera complacido más a Dahl que la que pudo ver en vida. Tal vez, celoso y conservador como era, se habría desentendido del proyecto y hasta habría despotricado públicamente de él nada más presentársele la propuesta del cambio de etnia. O quizá no le hubiese importado dado que, debajo de todos esos nuevos colores, el argumento de su obra y, más importante todavía, su voluntad pedagógica, se habían mantenido intactos.
Lo que sí está claro que no le habría gustado en absoluto es aquello por lo que su nombre vuelve a ser noticia últimamente. Y es que los editores que se encargan de su legado han resuelto reescribir muchos de sus libros con tal de sacar de ellos expresiones hoy día consideradas groseras, como los adjetivos “gordo” o “feo”, o apostillar muchas otras cosas desde una mirada pretendidamente inclusiva. Y uno no puede dejar de preguntarse si estos cambios son de la misma naturaleza que los hechos en la cinta de Roeg, o más bien casan con los de la de Zemeckis.
Cosas así suceden desde siempre, no vayamos ahora a rasgarnos las vestiduras con hipocresía. El original de La bella durmiente es poco menos que la romantización de una violación reiterada de la que nada se habla en las versiones actuales, y La bella y la bestia muestra una relación de sumisión y codependencia basada en el síndrome de Estocolmo (y, además, incestuosa), eliminada también por celo al candor infantil. Y cualquier parecido de La sirenita de Andersen con la historia que la práctica totalidad de la gente tiene en la cabeza cortesía de Disney es pura coincidencia.
Cambios de forma y cambios de fondo en la adaptación de obras
Curioso mencionar a La sirenita, de actualidad también por su remake, tan innecesario como todos aquellos con los que Disney escupe en el legado de sus animadores y artistas: al igual que ya pasó con Las brujas de Zemeckis, es denunciada por unos cambios estéticos, superfluos al fin y al cabo, mientras nadie incide en la fidelidad o falta de ella de la adaptación en sí. Ni mucho menos se abordan las razones detrás de ambos tipos de cambios, los de forma y los de fondo.
Sin embargo, creo que sí que pueden afirmarse ciertas directrices básicas a la hora de ponderar esta clase de cosas. Si hablamos de un cambio de forma, el arte es infinitamente plástico y maleable, y permite (anima, diría incluso) recreaciones de sí mismo que difieran sustancialmente entre sí, a veces mediante asociaciones irracionales o surrealistas.
Un ejemplo arquetípico habría sido esa película jamás nacida, la Dune de Jodorowsky, que nada habría tenido que ver con la obra de Frank Herbert más allá del título pero que, con toda seguridad, habría sido una película cojonuda. Una gran obra por sus propios méritos que, simultáneamente, sería una mala adaptación, o al menos una nada fiel. Otro ejemplo podría ser el Batman cinematográfico de Burton respecto de su encarnación en papel, o ya que estamos toda esa creciente relación entre comic y cine, con obras de todo tipo y altura.
Sin embargo, esto requiere que original y copia sean distintos y distinguibles, versiones de un mismo artefacto narrativo asociadas a sus respectivos autores y sus visiones personales, y alterar algo de ellas exigiría la creación de una nueva obra, otra plasmación que llevase a cabo dichos cambios. De esa forma la posteridad recibe todas las interpretaciones hechas sobre el mismo arquetipo, y es enriquecida con un legado diverso que se presta a la comparación, la discusión y el aprendizaje.
Los cambios de fondo son algo más problemáticos. Cualquiera que alguna vez haya creado algo puede empatizar con el dolor de Dahl al ver que lo que él había querido comunicar, aquellos pensamientos y sentimientos que esperaba despertar con su obra, son negados por la voluntad de otro o reconvertidos en otra cosa.
Y sin embargo hemos normalizado, e incluso elevado al nivel de canon, incontables cambios en historias de todas partes y todos los tiempos con tal de adaptarlas a una cultura y sensibilidad puntuales. Cambios del mismo calado, si no mayores incluso, a los sufridos por el autor de Las brujas. La mayoría de las veces lo hacemos con la intención de proteger la inocencia de la infancia, o la de desairar o no seguir injuriando a colectivos tradicionalmente excluidos. ¿Hemos obrado bien?
Si se me pregunta, diría que no. Alterar una obra con tal de encajarla en una cosmovisión sociocultural concreta es un peligroso juego agnotológico, uno en el que tratamos de inducir un olvido masivo y consciente con tal de sustituir algo incómodo por una alternativa aceptable.
La mayor parte de las veces lo hacemos con la mejor de las intenciones: al fin y al cabo, ¿qué bien puede hacerle a un niño ver a Aurora tomada en su sueño, siendo madre de la progenie de un hombre que no conoce ni al que ha consentido nada? Y sin embargo ese niño, al crecer, puede descubrir por otros medios el camino a la misoginia y, en su ignorancia, tomarlo. Quizá sea cierto que, mediante el olvido colectivo y la eliminación consciente de elementos indeseables en el imaginario compartido, se pueda dificultar su acceso y su proliferación, pero a la larga es una fórmula para el desastre al negar también a esa sociedad el conocimiento de las ideas y las estrategias con las que enfrentarlo.
Tan solo con el conocimiento temprano, por terrorífico y desagradable que pueda parecer, se puede hacer una didáctica efectiva que ataje ese elemento indeseable por medio de su conocimiento correcto y profundo, y su rechazo consciente. Dahl quería esto con sus cuentos repletos de detalles amargos, escabrosos y desagradables, y su fama le viene en buena medida porque conseguía su objetivo con creces: educar al infante no solo en la aceptación de lo socialmente positivo, sino también en la aversión a lo moralmente repugnante.
Ya lo dijo Catherine Aird: “si no puedes ser un buen ejemplo, sé una terrible advertencia”. Hemos errado el camino deseando que todo ejemplo sea positivo, borrando hasta la desaparición a su contraejemplo que, por ausente, deja vacío de sentido real a su compañero. La representación negativa, incluso ofensiva, hecha desde el arte, tiene no sólo un valor estético, sino también moral y educativo que debe ser explotado según su propia naturaleza, como reflejo de aquellas cosas que, precisamente por indeseables, han de ser bien conocidas.
¿Son los cambios al legado de Dahl adaptación o censura? ¿Deberían siquiera llevarse a cabo? ¿Qué hemos de hacer, como sociedad, con las transformaciones que efectuamos en la cultura viva? ¿Y con las alteraciones que heredamos de generaciones pasadas? ¿Dónde limitan exactamente la libertad creativa, la responsabilidad artística y los derechos de la infancia o a la defensa del honor? Son cuestiones complejas, y aunque quizá no tan acuciantes como otros problemas a los que como especie nos enfrentamos, tampoco son cosa nimia. Convendría reunir toda la buena fe posible entorno a ellos y que, lejos de crispaciones, fanatismos y guerras culturales artificiales, las respondiéramos de la mejor manera que podamos.
Nos jugamos, al fin y al cabo, el legado cultural y artístico que nos representará a ojos de la humanidad futura. Y eso es poco menos que nuestra misma alma.