Muchas son las series que han contribuido a dibujar el poder como hoy lo tenemos retratado en nuestro imaginario. Prisas, estrés, traiciones, negociaciones, renuncias, prioridades, discursos, éxitos o fracasos y muchas luces de cámaras. ¿Qué hace diferente a Borgen aún diez años después?
Escrito por Nerea Larrinaga.
Recuerdo que un alto cargo de la Junta de Andalucía nos hizo una visita en clase. Yo era entonces alumna de la asignatura de Liderazgo y él venía a hablarnos precisamente sobre liderazgo y poder. Después de su interesante coloquio, le pregunté por qué cuanto más alto en la escala de poder era el puesto que ocupaban las figuras de representación (en aquel caso políticas), menos “humanas” se mostraban de cara a la ciudadanía a la que se debían. Se rio y me dijo que “él no era filósofo”. A mí no me quedó clara la gracia de la pregunta y me pareció más bien preocupante su respuesta. Tiempo después, ha llegado Borgen a mí, la exitosa serie danesa, (con demasiados años de retraso, soy consciente) y ahora tengo una posible respuesta a la pregunta de aquel día.
La crisis de las instituciones que lleva a la ciudadanía a mirar con recelo a quienes velan por sus intereses es el fantasma que persigue a todo aquel que quiera trabajar en política. Hoy quizás de forma más acentuada que en tiempos anteriores. Cómo convencer a la mayoría de que no todos son iguales, reducir los datos de abstención en las citas electorales y, en definitiva, reducir la distancia entre la calle y los pasillos de los Congresos debería ser el primer punto del día en la agenda de cada gabinete.
Acostumbrados a líderes y representantes que reniegan de su carácter humano, que cuando se encienden los micros hablan un lenguaje, o bien aséptico o bien incendiario, el éxito de Borgen es el de ser una serie humilde, sin pose. Su éxito es el de presentar a la actividad política como un área de trabajo igual a otra cualquiera. Borgen es una propuesta valiente porque está llena de corazón y personajes que dudan, se equivocan, cambian y se necesitan los unos a los otros para sacar adelante un país. Borgen no busca impresionar y es por eso que lo consigue.
Cada capítulo narra cómo la primera ministra Birgitte Nyborg, junto a su numeroso equipo, debe ir haciendo frente a diferentes asuntos que llegan al Parlamento danés durante cuatro años de mandato y cómo la periodista Katrine Fønsmark y sus compañeros de redacción hacen lo mismo en televisión pública del país. Pero, sobre todo, narra cómo son los detalles de las relaciones entre las personas que conforman tales equipos, los que posibilitan o no que se den pasos adelante en la política nacional danesa.
Y para sorpresa del espectador… ¡esas relaciones resultan ser sanas y reales! (que no exentas de tensiones o conflictos). Los personajes se guardan respeto, se admiran profesionalmente (a veces también personalmente), se consultan, se tienen en cuenta los unos a los otros, hay gente a quien no aguantan con quienes negocian, pero también discuten, cambian de idea y ceden. Actúan de forma contradictoria, se retiran la palabra, cometen fallos de los que más tarde se arrepienten y se disculpan, se quieren y a veces también se dejan de querer. Hay vivencias personales que se entrometen en las decisiones que deben tomar y eso les hace flaquear o jugar con ventaja.
Borgen también lleva a la ficción la manera en la que las prisas acaban haciendo dejar de lado asuntos a priori menos importantes. Si una crisis de partido estalla se dejan de lado las vacaciones, el sueño, la comida familiar, el sexo, aquel trauma por lo vivido hace unos años o aquello que debieron decir entonces a esa persona y nunca dijeron. Pero al final, siempre acaba corriendo en contra de los propios personajes el haber abandonado ese “lado emocional”, ese “asunto personal” y acaba suponiendo un traspiés en el éxito político del gobierno.
La fantasía de la individualidad
En su obra, La fantasía de la individualidad: Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno, Almudena Hernando habla de “identidad relacional” para referirse a la identidad que se construye consciente de que es incapaz de concebirse fuera de las relaciones en las que se inserta y defiende lo beneficioso de la construcción de tales identidades frente a la convicción de que puede existir individuo autónomo de la comunidad. La autora sostiene que la creencia de que existe una razón autónoma separada de la emoción es fruto de una construcción patriarcal de la historia y anima a “introducir la conciencia de valor de las emociones en el discurso de verdad-poder”:
“Es la emoción, la capacidad de empatía, la que permite evaluar la lógica racional que debe aplicarse en cada situación para conseguir la mayor eficacia, y que se generan resultados desastrosos para la propia vida cuando, debido a daños cerebrales, la persona no puede activar los centros neurológicos relacionados con la emoción”.
La catedrática madrileña arma todo un original y riguroso entramado teórico sobre la construcción de identidades que reivindica el papel del cuerpo y las emociones de hombres y mujeres frente al silencio al que el patriarcado las ha relegado en su apuesta feroz por la individualidad. Esta reivindicación bien se puede relacionar con la de los creadores de Borgen. Renegar del plano humano va en contra de los intereses, no solo ya de las propias figuras políticas como personas, sino de la calidad de la democracia del país en el que trabajen.
Pero tampoco se trata de hacer “sentir al público” por encima de cualquier cosa, estrategia que desgraciadamente nos es cada vez más familiar desde que se exportara el modelo Trump de política como espectáculo televisivo. Como líderes al frente de su país, los ciudadanos no quieren figuras esperpénticas – al menos de momento esa no parece ser la preferencia de la mayoría aquí en España. De igual manera, representar lo cotidiano tampoco significa “vulgarizar” la política, como tienden a hacer otros que, en su intento por llegar a quienes creen que llenan las calles, acaban resultando igualmente ridículos por lo clasista de tal intento. ¿Así nos ven? Habría que pensar cuánto hace desde que, quienes protagonizan tales episodios, fueron realmente uno más en el barrio. Pero eso ya es otro asunto.
Se trata de dejar de lado las caricaturas para que sea posible que un ciudadano/a cualquiera se identifique con quienes ve a través de su pantalla desde la distancia. En la solidez de esa confianza prestada se juega el futuro de nuestras democracias. Borgen es un alegato al poder del trabajo en equipo, a la necesidad de comunicación y gestión de emociones. Nos alerta de lo frágil que somos cuando nos encerramos en nosotros/as mismos, grita que somos humanos y que queramos o no, solos no llegamos, no duramos. Tampoco nuestros representantes políticos. Y menos mal.