La ética del amor

Los relatos son sanadores. Sea en forma de propuesta de ficción o una conversación llena de realidad, el relato sirve para reparar daños y disipar dudas. Es efectivo tanto para quien relata como para quien escucha. Poner en orden ideas y compartirlas, ayuda a curar.

“¿Desde cuándo la esperanza y la ingenuidad han pasado a ser lo mismo?”
Starlight (The Boys)

Escrito por Nerea Larrinaga.

No hace tanto que terminé de ver Euphoria, la serie estadounidense que le valió el Emmy a la mejor actriz a Zendaya el pasado año, la serie que me definieron como “adolescente” y a mí me dejó angustiada por la cantidad de violencia con la que llenaba sus capítulos.

No es que no disfrutara de la serie. Al contrario, me resultó magistral. Por las interpretaciones, por la apuesta estética y, sobre todo, por la cantidad de realidades actuales a las que pone cara. Pero yo por “adolescente” hasta entonces había entendido otra cosa. Que nadie me hubiera advertido de la crudeza, me sigue alarmando; que nadie me hablara de la cantidad de problemas sociales que describe (y la certeza con la que lo hace), me inquieta. Se ponía en bandeja una cruda radiografía de nuestra sociedad actual, llena de miedos y traumas y estos no fueron el centro del debate.

Prometo haber leído más opiniones sobre los looks de las protagonistas que sobre el relato que Euphoria hace a partir de la tendencia (en auge) de recurrir a las adicciones para desconectarse de la realidad, la frecuencia de la mentira y el engaño, los celos, la prostitución disfrazada de empoderamiento en el espacio digital o el control obsesivo que hacemos de la vida de las personas a las que nos aferramos, convencidos de que nos pertenecen. La lista de tragedias es infinita, podría seguir, pero no os quiero hundir ni desvelar detalles.

Lo peor/mejor es que el drama se retrata con una belleza estética de la que es difícil escapar. La violencia física no es la que se lleva el protagonismo, sino una violencia estructural que no deja de latir en los ocho capítulos de temporada. Y, en realidad, tampoco hay demasiados llantos o gritos. Pero sí muchos silencios, y son esos los que hoy me traen aquí.

En una entrevista para El País, dijo el senador Manuel Cruz: “Lo difícil, para convivir, es que haya que guardar silencios”. Menuda lanza en la diana. Ese recelo, ese miedo a expresar la manera en la que vemos el mundo por sufrir rechazo, por recibir violencia como respuesta, está en la raíz de la rotura del pacto social de nuestras democracias, exactamente en la misma medida que lo está en la base de esas vivencias personales que nos frenan y traumas que nos marcan.

Y es entonces, cuando la congresista estadounidense Alexandria Ocasio Cortez graba casi dos horas de vídeo en directo en Instagram en las que se atreve a romper dos grandes silencios, hablar de dos enormes traumas: cómo vivió ella el asalto al Capitolio el pasado 6 de enero y temió por su vida y cómo fue víctima de una agresión sexual hace años.

Primero, resultó admirable el inusual gesto, por parte de una figura pública, de compartir con sus conciudadanos (y tantos otros usuarios de otras partes del planeta) una vivencia tan personal y que se mostrara tan cercana, a ratos vulnerable, delante de miles de personas. Sin duda un acto de generosidad. Pero lo segundo y más importante a mi juicio, fue la manera en la que supo articular una historia en la que ella veía sinergias entre traumas suyos, íntimos, personales, con otros vividos por el país entero.

Supo poner en palabras cómo el espacio público y el plano personal, siendo seres que vivimos en sociedad, difícilmente son espacios disociables. El trauma con el que EEUU tendrá que aprender a vivir desde aquel día de enero es identificable con el trauma concreto que ella generó a raíz del ataque recibido aquel día en el Capitolio e identificable también con el trauma de haber sido agredida sexualmente.

En un discurso con referencias continuas al cuerpo, a sus sentimientos, en el que daba el peso y papel que justamente merecían los hechos a medida que avanzaba en él (sin reducir o exagerar), insistió en que su historia no era la más importante, solo una entre tantas, pero que consideraba importante hablar sobre lo ocurrido. Tan sencillo y tan difícil como eso. Hablarlo.

Normalmente es mucho más dolor, más resentimiento el que puede acabar acumulando nuestro cuerpo con el silencio, que el que viene de hablar. Mientras el dolor en el primer caso se perpetúa, se ensancha y encrudece, adquiriendo formas inimaginables fruto del desconcierto y la desesperación; en el segundo, aunque puede resultar intenso en el momento de intentar sacar de las tripas ese relato, más tarde ese dolor se apaga conforme las palabras van saliendo por la boca.

Compartir vivencias o ideas en una conversación tampoco asegura que quien escucha se sienta representado en nuestras palabras necesariamente, pero como Biden dijo en su discurso de investidura, se trata aquí de asegurar el “derecho a disentir de formar pacífica”, de manera que “el desacuerdo no lleve a la desunión”. Que sea posible el intercambio de visiones diferentes e incluso opuestas sin que este resulte en una confrontación. Una comunidad sin posibilidad de debate acaba enfermando.

Ocasio no hablaba de revancha sino de rendición de cuentas. Pidió tener una conversación que, un mes después de lo sucedido, seguía sin haberse dado y exigió una prueba sincera de arrepentimiento público por parte de las figuras republicanas que alentaron al ataque de la democracia estadounidense.

En su libro Todo sobre el amor (2000) la pensadora, también estadounidense, bell hooks (sí, en minúsculas) desgrana cómo la concepción errónea que muchas veces tenemos del amor afecta a diferentes planos de nuestra vida personal, pero también a nuestra vida en común, como sociedad: “Como nación, necesitamos reunir nuestro coraje colectivo y enfrentarnos a la idea de que la falta de amor de nuestra sociedad es una herida”, sentencia la escritora.

El amor es compromiso. Compromiso elegido por partes involucradas que consideran que lo que pueden crear en común, es mejor de lo que son capaces por separado. Y, aunque hay muchos tipos de amores, adquiera este la forma que adquiera, en esencia, su definición sigue siendo la misma.

bell hooks habla de los beneficios a nivel social y político que pueden resultar de construir desde lo que ella llama la “ética del amor” y defiende, tanto en esta obra que mencionaba anteriormente, como en su amplia trayectoria como activista feminista, que el amor requiere de un cuidado diario. También el cuidado de nuestra democracia, que, si queréis, podemos aquí entender como amor a lo común, a lo compartido, está gritando que lo necesita.

Hemos viajado muchos kilómetros para ilustrar los peligros a los que ya se enfrenta aquella sociedad y su sistema democrático, pero en nuestro continente y nuestro propio país una sombra de rasgos similares ha llegado y nuestra respuesta no debería ser la misma. No podemos decir que no lo vimos venir. Abandonar es siempre más cómodo que arreglar. Cuidar y curar suponen hacerse con una responsabilidad que puede imponer y que podemos dudar (legítimamente) de si estamos preparados para afrontar. Lo único claro es la evidencia que prueba los terribles daños que vendrán de elegir las opciones a priori más cómodas. En nuestras relaciones personales y en nuestra relación con nuestro sistema democrático.

Podemos seguir adelante, pretendiendo que aquí no esté pasando nada. O si queréis, lo hablamos.

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