El viaje a ninguna parte

He de disculparme, antes que nada, por tomar prestado el título para este artículo de la entrañable novela y película de Fernando Fernán Gómez. Quien haya venido a parar aquí buscando algo de ello habrá de irse, me temo, con las manos vacías; casi tan vacías como cuando se busca dicho film en cualquier plataforma de streaming (pero eso es tema para otra ocasión). El tema va a ser bien distinto de las vidas de aquellos comediantes en la España de los negros 40: sin embargo, el paralelismo era tan elegante que no he podido resistirme.

Que 2020 va a pasar a la historia como un annus horribilis, y el inicio de una crisis socioeconómica e institucional tan digna de estudio a futuro como el crack del 29, ya muy poca gente seria lo duda. El impacto que todavía tiene en el tejido social la irrupción de un elemento a la vez tan dañino y tan esquivo como ha sido el coronavirus ha servido como contraste para apreciar claramente la naturaleza de dicho tejido, y aunque con toda probabilidad las conclusiones acerca de todo este periodo habrán de dejarse a los estudios que las ciencias sociales y políticas hagan del mismo con la perspectiva que otorga el tiempo y la calma, sigue siendo igualmente interesante lo que se puede sacar de la elucubración en caliente.

Hace ya unos meses, me llamó la atención cierta noticia sobre unas ofertas muy especiales por parte de las líneas aéreas. Para mantenerse económicamente a flote, ofertaban “vuelos sin destino”, es decir, subirse a un avión que despega y aterriza en exactamente el mismo sitio, con varias horas de vuelo entre uno y otro suceso. ¿Por qué? Según las compañías, para “ofrecer la singular experiencia” que es el vuelo en sí, aderezada de otros añadidos lujosos como comidas, cine o música. Obviamente, la razón real tras toda esta mercadotecnia vergonzosa es la de mantener en marcha la actividad y el intercambio económico a niveles cercanos a la época pre-crítica. Ir, aunque sea a ninguna parte, pero ir.

Esto es, a todas luces, un absurdo monumental a muchísimos niveles. Obviemos, sin embargo, los más evidentes, como puede ser el atentado ecológico que perpetrar algo así supone. Analizándolo desde su punto mas básico, algo así supone poco menos que una desdemocratización del servicio de transporte aéreo, que desde sus inicios ha trabajado para ser más asequible a todos los bolsillos posibles. La necesidad de ingresos lleva a generar un lujo ficticio prácticamente de la nada, y en frontal oposición al abaratamiento natural de los servicios prestados que provoca el progreso técnico y la sana competencia. Y, con tal de cubrir esta repentina necesidad, se gasta algo valioso en sí mismo como es el queroseno necesario para poner el avión en movimiento, en una tarea sin propósito real alguno mas allá de ella misma. En su raíz, aquí está lo grave: la necesidad ha despojado al objetivo mismo de un servicio de ser su razón de ser, para trasladarla a la pura decadencia del acto en sí.

Uno tiembla al pensar si otros sectores económicos afectados por las restricciones (normas que, recordemos, buscan preservar el derecho más básico de todos, la vida) hubiesen seguido la filosofía tras esta peregrina idea. ¿Podría el lector imaginar la tienda de alimentación de su elección engalanada de oropeles, con un refinado hilo musical y trabajadores en frac? ¿Su agencia de viajes de confianza ofreciéndole exóticos paseos por su propio vecindario, guía y cátering incluído? ¿El bar que frecuentaba por sus menús a precios populares ofreciendo el mismo rancho en vajilla fina y cubiertos de plata, a precios exorbitados? Pero al parecer funciona, es efectivo: ya los grandes navíos de crucero están ofreciendo planes similares como forma de salvaguardar sus actividades. Supongo que la sinvergüencería se disimula mejor si el servicio original ya estaba rodeado de un cierto halo mercadotécnico de falso lujo.

¿Hay alternativas a esto? Diría que en algún momento se plantearon. Mucha tinta se ha vertido, y mucho se ha hecho, con tal de evitar que la distribución de la riqueza generada por un sistema dependa del deseo, del gasto manirroto y a veces carente de propósito, de quien acapara mucho capital. O de la bondad, siempre de agradecer pero pocas veces constante o eficientemente dirigida, del filántropo de turno, presentando también la (escasa) parte positiva. Algo, empero, no ha funcionado como debió hacerlo. Lo que la pandemia, aparentemente, ha puesto en evidencia, es que esa riqueza sigue igual de mal distribuida que siempre: la mayoría de los particulares apenas tienen capacidad de ahorro, al igual que la mayoría de Estados o bancos nacionales se ven en la obligación de operar al día, agobiados por deudas y devoluciones de préstamos mientras sangran dinero por todos los costados en un esfuerzo vano por mantener cohesionado su tejido productivo. En una situación así, en que la rueda quiere, debe, parar, pero se encuentra con que no puede, ¿a quién va a mirar, si no es a quienes sí han tenido capacidad de ahorro? ¿No será a ésos a los que tratará de deslumbrar con zarandajas y publicidad más absurda que engañosa? ¿Tanto seguimos dependiendo de quien tanto tiene que puede gastar sin preocuparse incluso en aquello que carece de sentido alguno?

No quiero con esto decir que, de disponer efectivamente los Estados de más riqueza en su haber, mágicamente se solucionarían todos los problemas. El problema que encaran los grandes órganos institucionales, nacionales e internacionales, es que dan alas a sus detractores al mostrarse reiteradamente superados por la tarea a encarar. Mucho habría de hacerse con tal de garantizar unos mecanismos solventes de reparto de riqueza, que librasen por fin a la economía de depender de la volición de los grandes capitalistas, y asegurasen un fondo suficiente que sostuviese el tejido productivo de producirse algún evento que forzase necesariamente a su restricción o incluso a su inacción temporal. Sin embargo, dirigir los esfuerzos a la consecución de esto mismo resulta, a mi parecer, mucho más cabal que la defensa de un statu quo que, enfrentado a la adversidad, ha parido engendros como estos vuelos sin propósito: no deja de ser un vástago horrible que nos señala de forma elocuente la fealdad, la inefectividad y la triste incapacidad de adaptación y respuesta de su progenitor.

Han pasado ya siglos desde la caída del Antiguo Régimen, aquél en que los caprichos de los bien nacidos ponían en marcha la economía de naciones enteras y regían el destino de sectores sustanciales del mercado de la época. Han sido años de teorías económicas de todo tipo, todas buscando idear un modelo de generación de riqueza suficiente y sostenible, con tal de destetar a las masas de comunes mortales de la veleidosidad de unos pocos poderosos. Ciertamente, en todas ellas se contempla que haya una élite que tenga más que el resto, y en la mayoría se sopesa el mercado del lujo como una forma de impulsar el intercambio económico y filtrar y distribuir la riqueza generada. Esto es algo que siempre va a darse: el secreto consiste en cómo se administra, y a qué propósito sirve. A un nivel personal, encuentro cuanto menos chocante que, tras todo eso, y a estas alturas de la historia, ni la mejor de las razones sea suficiente para poner en hiato aunque sea por un tiempo breve la rueda del comercio, y se deba recurrir a la vieja confiable del falso lujo y la decadencia, aunque sea con el más tonto de los pretextos, con tal de mover lo que debería estar parado pero no puede bajo ningún concepto detenerse. Caiga quien caiga.

Quizá sea ya paranoia mía, pero no parece coincidencia que sea justo ahora, con toda esta tesitura en marcha, que se haya permitido la inclusión del agua en el mercado de futuros. Fue la necesidad infinita del mercado de generar riqueza virtual a cualquiera que sea el costo lo que llevó a la creación del propio mercado de futuros, un mercado en que se especula con el valor de una mercancía que lo tiene de manera intrínseca más que ninguna otra: los alimentos. Un sector ya bastante dañado por el tradicional sistema de intermediarios que lleva a desaprovechar cosechas enteras, sujeto ahora también a la especulación de esas fuerzas invisibles, ciegas y desprovistas de objetivo más allá de la riqueza en sí, que tan pocas explicaciones tienen que dar y tan pocas responsabilidades tienen sobre sus acciones. ¿Qué puede salir mal?

Ya aprendimos de otros puntos álgidos del absurdo, como que un bulbo de tulipán valiese más que un inmueble entero, o que la vivienda, ese derecho fundamental, viviese un abuso sin precedentes a la hora de determinar su valor, ¿verdad? Haber sacado algo en claro o no de esos errores no parece importante ahora, como no parece importante el que se malgasten recursos en ofrecer un servicio que no es tal: lo importante es que la rueda nunca, nunca, deje de girar. Aunque, sin nadie al volante, no nos lleve a ninguna parte.