Por Raúl López Baelo
“Cuando comprendo tu mirada escucho tu verdadera voz”
Henry Ward Beecher
Mitificada. Desacoplada , parafraseada y consumida en dispares e incontables foros. El film dirigido por Francis Ford Coppola trasciende y se encorseta en las lecturas icónicas, estructurales y meditaciones sobre todas y cada una de las eventuales dimensiones a interpretar. En vista de ello, no contribuirá el presente texto en el engrosamiento estéril del interminable catálogo bibliográfico que rodea la obra. Nos beneficiaremos en cambio de la popularidad de la película, así como de la célebre novela de Joseph Conrad que la inspira, por la utilidad explicativa que ello aportará.
Sostenía el cineasta vizcaíno Victo Erice, de forma ciertamente acertada, que el cine acabaría ocupando el lugar en el espectro audiovisual que ocupa la poesía en el ámbito literario. Pero más allá de la incuestionable merma del cine como vía de difusión, continua suponiendo un influjo nada desdeñable en nuestra configuración de la realidad.
Los conceptos erróneamente concebidos como apolíticos en el imaginario general, en tanto intervienen en el proceso de producción de pensamiento, se han convertido en el epicentro decisivo de una pugna que podríamos considerar como imperceptible. La apropiación de dichas concepciones comporta el apoderamiento ideológico del imaginario, y por tanto, el control sobre los medios de reproducción social.
La potestad sobre el dominio de enunciación permite invisibilizar, alterar o postergar. Si la II GM es el conflicto predilecto del cine clásico norteamericano, ulteriormente la etapa postclásica proclama Vietnam como su guerra por antonomasia. Es un arquetipo de enfrentamiento insólito, dado que es la primera contienda sustancial televisada. Asimismo, lo prolongado de su duración e inefable crueldad, produjeron en el pueblo estadounidense un clima de frustración e inaceptable realidad bélica.
Jacques Aumont, promulgando axioma, señala que acudir al cine es ir a que nos narren una historia. Con el subsiguiente emplazamiento de un sujeto, inscrito ex profeso en un concreto lugar de enunciación, que traslada distintos mensajes al destinatario. Apocalyse Now está narrada en primera persona, siendo la musitada voz en over del capitán Willard la que dirige nuestra atención. Su conciencia es la nuestra, su mirada enfila lo que debemos advertir, Willard es nuestros ojos y nuestra mente. Se trata, en definitiva, del poder de la mirada.
Resalta la escena en la que el vehemente Coronel Kilgore, increpa a su subalterno por no satisfacer la necesidad de agua del sediento vietnamita, que yace moribundo en el suelo. Cuando se percata de la presencia en el emplazamiento del reputado e insigne surfista Lance, desatiende por completo al agonizante enemigo y derrama su agua. Aun tratándose de una ácida mordacidad de Coppola, clave para la comprensión narrativa de dicho personaje, es ineludible realizar un examen más pormenorizado de la escena. El vietnamita ocupa un paraje secundario en el entorno que ocupa el plano, es simplemente parte de la contextualización que contornea el asunto principal. No se trata de una desafortunada coincidencia, ni de un aciago descuido del director.
Sostiene Levinas que “la alteridad es el modo de ser de otro que puede ser «sólo a partir de mí»”. Por tanto, la complementariedad del norvietnamita responde a la inquebrantable necesidad de reivindicar la identidad propia frente a la otredad, en definitiva de autoreafirmar la mismidad identitaria. Y es que dicha identidad, contenida en el yo/nosotros, no detenta sostén alguno al margen de la alteridad de otra análoga. Desarrollemos esta idea con detenimiento.
Para poder ejercer íntegramente el poderío de la mirada anteriormente aludido, ha de construirse el umbral no únicamente de un semejante, sino más bien de una raigambre identitaria inferior. ¿Y cómo se logra tan engorrosa tarea? Sencillo. Mediante la privación de la mirada, de la posibilidad de constituirse como enunciante en el proceso de producción de pensamiento. El enemigo agónico debe subsistir ante todo, como figura antagónica, pero ha de relegársele a un posicionamiento contiguo y, por encima de todo, percibirlo con las lentes hegemónicamente autoimpuestas.
Dada la dicotomía mismidad/otredad como requisito para la subsistencia de lo concebido como propio, identidad a fin de cuentas, es así cómo mediante múltiples fórmulas puede allanarse el camino de la obliteración de la comentada alteridad, precisamente percibida como difference asimétrica. Son los destinados a ser observados, pero a jamás observar.
Ese mismo Coronel Kilgore que, pese a los disparos del Vietcong, conminaba a continuar con su disposición de surfear. Es ese mandato de proseguir con una ocupación ociosa, inclusive una orden encaminada a ello a los soldados, un destacado centelleo de la exigencia anteriormente mencionada de condenar al ostracismo al adversario, de mermar su existencia a lo prescindible de cualquier efeméride. Y es que éstas, al igual que la historia, las conceden los vencedores. Incluso las hostilidades se vuelven triviales ante la ocasión de moldear la determinación interna de una regla cultural. Nos encontramos ante la reducción de una pluralidad de conductas a un solo plexo normativo, preceptivo y no susceptible de coerción externa
Todo ello responde a la imperiosa necesidad de autoafirmación identitaria, con el propósito de sostener el puntal hegemónico preponderante. Para su explicación, bien podríamos tomar prestado el término freudiano de la escopofilia (del griego “amor de mirar”), posteriormente arraigado en Jacques Lacan para desarrollar su teoría de la mirada. En los términos que nos atañen, podría constatarse la presencia de una escopofilia político-identitaria, como placer inconsciente al observar lo inferido como propio. Máxime, en ritos productores de significantes como la visualización cinematográfica, cuyo propósito último recordemos es la cooptación ideológica del receptor.
Para Gellner, la identidad colectiva va insoslayablemente asociada al nacionalismo. La correlación que desprenden tales alegatos, situando el foco de la discordia en una mera cuestión de fronteras es cuando menos insuficiente. Y es que dicha identidad compartida es moldeada primordialmente por el enardecimiento común de un símbolo o emblema unificador. Forjador de su dimensión subjetiva, con la implicancia que ello conlleva para las relaciones de poder inmanentes a tales procesos.
Pero todavía se antoja como necesaria la homogeneización, encuadrada en una sucesión de retroalimentaciones coligadas a su autoafirmación, y por ende, a actitudes escopofílicas. El espectador escopofílico alberga una posición no activa, de ingenua contemplación placentera.
No es posible la apreciación de tal experiencia cómo placentera sin tener presente la dualidad entre identidades duras e identidades blandas. Las primeras son aquellas con un criterio único para definir lo propio y oponerlo a la otredad, con tendencia a la exclusión de cualquier tipo de deslealtad y fundado en elementos subjetivos de distinción, y no tanto en objetivos de unificación. Lo avanzado de la estructuración ideológica de la identidad señalada como dura, implica derivaciones accesorias: mayor viabilidad de integración y preservación del individuo en la colectividad pretendida, pero irremediablemente coligado a una incesante homogenización de sus integrantes.
Aquello que despunta en la uniformidad, que no necesariamente unidad, es repudiado de la consideración de mismidad. Es de advertir por tanto, que el verdadero alegato para ajusticiar al supuestamente demente coronel Kurtz, no es tanto un motivo bélico como una purga identitaria. Eliminar a Kurtz es eliminar lo dispar en lo uniforme, es una erradicación retroactiva; y es que el coronel será suprimido de su existencia en una misión inexistente, en una escena de aféresis instigada a lo “des-igual”.
La única salida a esta representación unidireccional es la “decodificación aberrante” que anuncia Umberto Eco. Consistente en la visualización del film en términos contrarios a los pretendidos por el enunciador, en este caso el director. Por tanto desprendernos de las lentes hegemónicas, y transigir así que los hasta ahora privados del poder de la mirada, ejerzan la presión de una contra-mirada sobrepuesta a su anticipada alteridad.
Según declaración del propio Coppola, Apocalypse Now no es una película sobre Vietnam, es Vietnam. Más allá de lo presuntuoso de la revelación, la idea que subyace es que el lugar de enunciación competente y capacitado para trazar la conformación de la realidad vietnamieta es el uno. El tácitamente considerado como civilizado. Ello concuerda cabalmente con el fragmento de laset-piece donde se ofrece la imagen de una plantación francesa, último reducto de civilización en medio del primitivismo vietnamita. Aun en la esfera de decadencia que abraza esa familia venida a menos, son considerados con la estima que aporta la mismidad.
En una escena de tono onírico, Willard y Roxanne personifican el deseo sexual occidental como irrealidad en un clima dantesco. El opio forma parte de ese infierno vietnamita encarnado constantemente en la película. Es la mansión gala el único rincón entre las tinieblas para sepultar con a su compatriota Limpio. Destáquese la significación del honor, como concepto apolítico apoderado por los concebidos como civilizados, superpuesto en consideración incluso a su propia subsistencia. Con el imperio de la falacia ad antiquitatem como justificación, escudándose en la legitimidad de lo consuetudinario para perpetuar su dominio en Indochina.
Fijémonos en el excéntrico fotógrafo americano que los recibe, exhibido como adepto del dios pagano que representa Kurtz. Es mostrado como un sujeto embaucado a la no-civilización, que coexiste diariamente en una atmósfera de atavíos trivales y cánticos primitivos que vinculamos antagónicamente. La jaula de bambú en la que es encerrado Willard es el aprisionamiento de la civilización, el triunfo del oscurantismo frente al fulgor de la razón. Existe una llamada incesante a la asimilación inconsciente de los referidos como conceptos supuestamente apolíticos.
Sugiere Huntington, que la globalización supone que las identidades culturales cada vez sean más compactas, y la diferencia se fracciona en una diáspora incalculable. Lo que no apunta el autor, es que ello es debido al ya mostrado como preceptivo proceso de homogeneización identitario. Teniendo presente que no es posible separar el proceso de constitución de identidades del de configuración del poder.
Tanto la llegada de las muchachas del Play Boy a la base militar de Hau Phar como el ulterior paso por el puente Do Lung, muestran un característico tratamiento de luces y sombras antes de dirigirse a un plano de imagen. Hay un tránsito a otra dimensión, significado en la llegada a Camboya por un crepúsculo que brinda sostén a tal recorrido. En ambos espacios los soldados estadounidenses ven transfigurada su voluntad, no tanto por la ferocidad del combate como por el infernal cosmos de la otredad.
Entraña Apocalypse Now una brizna más en el proceso de constitución de identidades, que supo Cortázar en “Rayuela” esculpir con una indagación tan desafiante que rezaba: “…la verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro.”
Originalmente publicado en The Social Science Post
Bibliografía
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