La serie surcoreana “Squid Game” (el Juego del Calamar), obra del director Hwang Dong-Hyuk, no solo se ha convertido en uno de los productos más exitosos del catálogo de la plataforma Netflix, sino que su elaborada trama constituye una metáfora terrorífica sobre el actual orden capitalista (en su fase neoliberal globalizada) y la competitividad, crueldad y deshumanización a la que nos arrastra dicho sistema. No obstante, la historia también nos deja unos pequeños destellos de esperanza de cara a no perder nunca la fe en el ser humano, los cuales pasan necesariamente por la empatía, la solidaridad, la cooperación y la toma de conciencia. A continuación, desgranemos una por una las principales claves políticas y filosóficas que nos deja esta excepcional serie (las 3 primeras, sobre la estructura piramidal del sistema, y las 7 últimas, con escenas de los distintos jugadores que nos abren la puerta a reflexiones éticas más profundas).
- Los VIPs anglosajones: Las grandes fortunas en la cúspide del poder
- Los organizadores del juego: El poder político al servicio del poder económico
- Los jugadores: La competición despiadada de la clase popular por su supervivencia
- Cho San-Woo (nº218) y Abdul Alí (nº199): La violencia del penúltimo contra el último
- Oh Il-Nam (nº001) y Abdul Alí (nº199): La nostalgia por los valores precapitalistas
- Ji-Yeong (nº240) y Kang Sae-Byeok (nº067): Empatía, solidaridad y sacrificio
- Ji-Yeong (nº240) y el beato (nº244): El escepticismo frente a la hipocresía de la religión
- Kang Sae-Byeok (nº067): Corea del Norte, Corea del Sur y la reunificación
- El vidriero (nº017): Cuando la agencia intenta puentear a la estructura
- Seong Gi-Hun (nº456): La toma de conciencia y la movilización social
Los VIPs anglosajones: Las grandes fortunas en la cúspide del poder
Son las personas VIPs, los multimillonarios que idean el juego y que disfrutan del consiguiente espectáculo macabro, del mismo modo que hacían los dioses griegos con los héroes mortales durante la guerra de Troya. Son muy pocos y llevan máscaras lujosamente ornamentadas, marcando así su elevado estatus y, al mismo tiempo, impidiéndonos saber quienes son realmente. Sin embargo, constituyen el verdadero “poder oculto” que nos domina a todos desde las sombras. No tienen moral alguna, actúan al margen de la ley, imparten órdenes al poder político, masacran a la clase trabajadora, creen que todo puede ser monetizable (incluso la vida de las personas) y parece que ya nada les divierte. Además, no por casualidad hablan en inglés (la lengua hegemónica) y obligan a los organizadores del juego coreanos a expresarse en dicho idioma (el lenguaje también construye poder, como señala Fairclough). ¿Metáfora del Foro de Davos y del Club Bilderberg?
Los organizadores del juego: El poder político al servicio del poder económico
Los que ostentan el “monopolio legítimo de la violencia” (el Estado), es decir, los políticos y burócratas que gestionan el juego, mandan a las fuerzas del orden y ejecutan a los jugadores eliminados. También llevan máscaras, pero sin la suntuosidad y la individualidad de aquellas de los VIPs. Ello se debe a que son anónimos y reemplazables (como toda clase política), por lo que solo sobreviven y gozan de su posición de poder mientras ejecuten servilmente las órdenes del poder económico. En el momento en el que dejen de hacerlo (descubriendo su rostro o negándose a matar), son automáticamente ejecutados y sustituidos. Están jerarquizados, uniformados y son como robots que obedecen mecánicamente, sin afectos ni estados de ánimo. En resumen, son las instituciones serviles y el derecho político como “aparatos represivos y código jurídico de las relaciones de poder hegemónicas”, siguiendo a Foucault.
Los jugadores: La competición despiadada de la clase popular por su supervivencia
Desde el brillante académico hasta el inmigrante ilegal, pasando por la joven exiliada o el cuarentón divorciado, el pueblo en su diversidad (la clase subalterna) se ve obligado a competir despiadadamente por la supervivencia. La propia mecánica del juego (es decir, del orden neoliberal) va destruyendo paulatinamente todos los lazos de solidaridad que podrían establecerse entre cada uno de los miembros de dicha clase popular, de modo que en ningún momento dirigen su odio hacia aquella élite que les fuerza a masacrarse, sino hacia ellos mismos. Alienado, arruinado y finalmente secuestrado, su feroz competencia se convierte en un auténtico circo para la frívola y psicópata clase dominante, y al mismo tiempo, en la llave del mantenimiento de su posición hegemónica (“Divide et impera” nos decía Julio César). “¡Estamos endeudados, pero no por eso merecemos morir!” implora desesperadamente uno de los jugadores tras el final del primer juego.
Cho San-Woo (nº218) y Abdul Alí (nº199): La violencia del penúltimo contra el último
La escena en la que el brillante universitario Cho San-Woo (nº218) engaña al inmigrante ilegal Alí Abdul (nº199) nos muestra en toda su crudeza la “violencia del penúltimo contra el último”. Desesperado en su lucha por la supervivencia, el jugador coreano, arruinado y condenado tras realizar una estafa financiera, decide aprovecharse del pobre trabajador pakistaní y engañarle cruelmente en el juego de las canicas. La asimetría es total, San-Woo está en su país, tiene estudios universitarios, estrategia y buena retórica, mientras que Abdul es extranjero, sin formación, bondadoso e ingenuo, lo que le lleva a ser traicionado y eliminado por aquella persona a la que admiraba. ¿Una crítica al discurso xenófobo de la extrema derecha que prende entre las clases trabajadoras nacionales y que las enfrenta a los todavía más vulnerables colectivos de inmigrantes?
Oh Il-Nam (nº001) y Abdul Alí (nº199): La nostalgia por los valores precapitalistas
El abuelo Oh Il Nam (nº001) imparte una sabia lección al protagonista Seong Gi-Hun (nº456) durante el cuarto juego, cuando le muestra los lazos de amistad infantil (Kanbu) que imperaban cuando él era pequeño. Unos lazos que la propia competencia despiadada del neoliberalismo se ha encargado de destruir para siempre. Supuestamente, el anciano tiene intención de sacrificarse al regalarle su última canica al protagonista. “Los amigos Kanbu lo comparten todo” son sus últimas palabras (o al menos eso nos hacen creer en este punto de la trama). Del mismo modo, el ya citado Alí, con su honorable ética, también nos muestra una cierta nostalgia del cineasta por los valores de una sociedad oriental de corte más tradicional, donde el comunitarismo prima sobre el individualismo. Finalmente, la imagen de la esposa de Alí (con hiyab) rechazando el sobre con dinero manchado de sangre (espléndida metáfora de la explotación derivada de la acumulación de riqueza), sigue la misma senda de crítica al vil metal y a la lógica amoral del capitalismo. ¿Mito de la arcadia feliz y añoranza del respeto hacia la sabiduría de los ancianos de la tribu?
Ji-Yeong (nº240) y Kang Sae-Byeok (nº067): Empatía, solidaridad y sacrificio
La joven Ji-Yeong (nº240), con una historia familiar terrible en la que sufrió abusos sexuales y violencia doméstica, no tiene a dónde ir tras salir de la cárcel y acaba ingresando en el siniestro juego. Sin embargo, a pesar de todo lo que ha sufrido, mantiene un carácter vitalista, sentido del humor y sentimientos empáticos hacia su nueva amiga Kang Sae-Byeok (nº067), lo que la lleva incluso a sacrificar su propia vida para salvar a la norcoreana. “Mejor que salga alguien que tenga un motivo, es lo correcto”, esboza entre sonrisas y lágrimas. El observar tales valores de nobleza, solidaridad y capacidad de sacrificio en una persona joven, agnóstico-atea y que además ha sufrido tanto, es una pequeña nota de esperanza en la naturaleza humana que nos quiere mostrar la historia. Además, es ella quien, por primera vez, logra hacer aflorar los sentimientos de Sae-Byeok (fría como el hielo hasta entonces), la cual desde ese momento comenzará a confiar y ayudar a otros jugadores del grupo como Gi-Hun. ¿La serie nos muestra a Rousseau plantando cara a Hobbes?
Ji-Yeong (nº240) y el beato (nº244): El escepticismo frente a la hipocresía de la religión
Nuevamente, refirámonos al personaje de Ji-Yeong, quien realiza una feroz crítica a la religión durante la discusión con el jugador beato (nº210), al recordarle que si han logrado sobrevivir al juego de la cuerda ha sido gracias a la estrategia del abuelo Il-Nam y a la ocurrencia del universitario San-Woo, pero en ningún caso, a sus oraciones cristianas. Igualmente, Ji-Yeong le muestra la contradicción de su plegaria, al señalar que le está dando las gracias a una divinidad por haber asesinado nada menos que a los 10 jugadores competidores, lo que implicaría que a los dioses les gusta matar. Posteriormente, ya en el juego de los vidrios, la escena del jugador beato perdiendo valiosos segundos mientras vuelve a rezar, ante la desesperación de los demás jugadores, nos hace recordar los versos del rapero Nach: “Rezar sólo hace perder tiempo al pecador”. En cualquier caso, la aparición en la serie del “espejismo de Dios” y “la paradoja de lo omnipotente y lo benévolo” (en las tesis de Dawkins e Ibn Warraq), como ilusión mítica que se aprovecha de los más oprimidos y desesperados para perpetuar su situación, nos lleva también al interesante debate sobre el retorno del fundamentalismo religioso al compás de las terribles fracturas creadas por la globalización.
Kang Sae-Byeok (nº067): Corea del Norte, Corea del Sur y la reunificación
Finalmente, en clave ya estrictamente coreana, la historia resulta igualmente sorprendente a través de dos escenas de la jugadora Sae-Byeok, la desertora norcoreana. Cuando su nueva amiga Ji-Yeong le pregunta: “¿Estás mejor en Corea del Sur que en Corea del Norte?” se produce un silencio espectral que pone fin a la conversación. Unos episodios después, justo antes de morir, Sae-Byeok le susurra a Gi-Hun: “Quiero volver a mi casa” (es decir, al Norte). ¿Está queriendo con ello el autor denunciar la propaganda maniquea que enfrenta a los coreanos a ambos lados del Paralelo 38 desde hace más de medio siglo y realizar un llamamiento a la reunificación? Las analogías con la experiencia alemana y las magistrales películas “Good Bye Lenin” y “La Vida de los Otros” resultan inevitables al analizar la evolución del complejo personaje de la joven norcoreana, cuya frialdad refleja su profunda decepción hacia el antaño idealizado capitalismo del Sur. Igualmente, la mencionada amistad que construyen Sae-Byeok y Ji-Yeong, se puede interpretar también como una bella metáfora de los anhelos de reunificación (sin injerencias) de los ciudadanos de ambas Coreas.
El vidriero (nº017): Cuando la agencia intenta puentear a la estructura
Una distinción fundamental en ciencia política es la que se establece entre la estructura (el poder fáctico) y la agencia (la autonomía de los actores). A lo largo de toda la serie, el juego nos muestra la primacía absoluta del orden sistémico, como un yugo implacable que imposibilita cualquier resistencia por parte de los jugadores, que constituyen la periferia de dicho sistema. Sin embargo, durante el juego del puente de los vidrios, aparece un interesante personaje secundario, el vidriero (nº017). Se trata de un jugador que ha trabajado durante años en una fábrica de vidrios, y que por ende, sabe identificar cuales son las plataformas correctas que deben pisarse para poder cruzar el puente. Gracias a él, se abre una pequeña grieta en el sistema, y por un instante, parece que los jugadores podrían salvarse colectivamente puenteando la lógica destructiva de la competición neoliberal. Sin embargo, los VIPs (el poder económico) en seguida dan la voz de alarma y fuerzan a los organizadores del juego (el poder político) a apagar las luces para paralizar al vidriero. La pequeña ventana de la autonomía de la agencia ha vuelto a cerrarse ante el puño de hierro de la estructura (la metáfora del puente, nuevamente resulta magistral en términos politológicos).
Seong Gi-Hun (nº456): La toma de conciencia y la movilización social
Finalmente, el protagonista Gi-Hun nos muestra una evolución muy interesante a través de su paulatino proceso de toma de conciencia, lo que reabre el camino a la esperanza en la emancipación humana (como en el caso del sacrificio de Ji-Yeong). El protagonista comienza la historia como un auténtico fracasado en la lógica del capitalismo. Abandonado por su esposa, mantenido por su madre, ludópata, endeudado y sin posibilidad alguna de prosperar, entraría categóricamente en el imaginario social de “looser” (perdedor). Sin embargo, a lo largo de la historia, nos va mostrando una faceta humana, solidaria y comprometida hacia aquellos que aún están en peor situación que él (Alí, Il-Nam, Sae-Byeok), actitud que le ayudará a forjar lazos de confianza, cooperación y “apoyo mutuo” (parece que Kropotkin también quería aparecer en el Juego del Calamar). Como culminación a dicho proceso de cambio, en la última escena de la serie Gi-Hun optará por el compromiso y la movilización al renunciar al dinero del premio e iniciar la lucha contra el sistema que posibilita el competitivo, inhumano y genocida juego. Es muy interesante este elemento en su arco narrativo, ya que el cineasta coloca al sujeto revolucionario no en la vanguardia universitaria (que representaría el despreciable San-Woo) sino en el sector menos cualificado (que ejemplifica Gi-Hun). “Escúchame bien: no soy un caballo, soy una persona y por eso quiero saber quiénes sois vosotros y cómo podéis cometer esas atrocidades; no puedo perdonaros” constituye su grito de rabia, su toma de conciencia, su compromiso social y, también, el epitafio de la serie.