Tomorrowland: Pigmalión y el Golem en la gran escala

Tomorrowland: El mundo del mañana, Pigmalion y el Golem

AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers de la película Tomorrowland.

Tanto se ha hablado de la relación entre Disney y la política que ya es un lugar común. Y no es para menos: desde los argumentos fuertemente moralizantes, casi ideológicos, de muchas de sus producciones, hasta sus encriptados y sutiles mensajes ocultos, o la hipocresía que, como corporación, exhibe respecto a sus moralejas fílmicas, éstas y más cosas se han discutido ampliamente, incluso aquí.

Sin embargo, y aunque en el presente artículo voy a hablar de una película de la productora, trataré de no entrar en ninguno de dichos temas; prefiero, por mi parte, centrarme en la autoría de su director.

Y es que Tomorrowland, película de la casa de 2015, está dirigida por Brad Bird, uno de los titanes de la animación occidental moderna, y también un realizador muy aficionado a incluir lecturas políticas en sus producciones.

Un rápido vistazo a su filmografía ya lo pone de manifiesto: su película más celebrada, El gigante de hierro, transcurre durante el maccarthismo y en cierta manera también gira en torno a él, mientras que su popular bilogía Los Increíbles, producida por Pixar, es una interesante y subversiva relectura del pensamiento de Ayn Rand y otros autores similares, que tal vez ameritaría en el futuro su propio artículo. Y éstos serían sólo los ejemplos más reconocibles.

De momento, y para la presente redacción, nos centraremos en su no tan popular ni celebrada (fracaso en taquilla y con críticas muy dispares, de hecho) Tomorrowland, para la que sin embargo prepara una muy acertada reflexión acerca de la forma en que la voluntad y el lenguaje pueden modificar la propia realidad. Para ello, habremos de desvelar primero las claves de su argumento.

Sinopsis de Tomorrowland

La película se centra en la joven Casey Newton (Britt Robertson), quien descubre accidentalmente la existencia de Tomorrowland, un plano de realidad paralelo al que las grandes mentes humanas accedieron hace ya mucho tiempo y convirtieron en un aparente edén de ciencia y progreso. Obsesionada con hallar la puerta a esa dimensión, Casey contacta con Frank Walker (George Clooney), un hombre que, de niño, vivió allí, pero fue desterrado por oscuros motivos.

Ambos logran, finalmente, acceder a Tomorrowland, sólo para descubrirla casi deshabitada y en decadencia. Allí son recibidos por David Nix (Hugh Laurie), el responsable del lugar, quien desvela el porqué detrás tanto del abandono del sitio como del destierro de Walker: una máquina de taquiones, partículas capaces de moverse a través del tiempo y por tanto capaces de generar imágenes del pasado y de los futuros probables, que el propio Frank diseñó, y que desde su concepción lleva prediciendo un destino apocalíptico para la humanidad. Un futuro para el que faltan meses.

Nix y Walker, confiando ciegamente en la predicción de la máquina, eligieron sus destinos: uno permanecería en Tomorrowland, desentendiéndose del mundo y su fatal sino, mientras que el otro volvería a la Tierra para sufrirlo con el resto de la humanidad, al sentirse en cierta manera responsable de la profecía por haber creado la máquina.

Sin embargo, para Casey todo esto es muy antiintuitivo. Ella, creyente férrea en que es la voluntad de las personas la que dicta su futuro, se niega a depositar su fe en la predicción determinista de la máquina, viéndola como un resultado posible pero no necesario, y por tanto evitable.

Aún más, su teoría es que la profecía se autosostiene: al emitir la máquina de taquiones a muy altas frecuencias, parte de su mensaje llega al plano terrestre, donde se cuela cual mensaje subliminal en las mentes de las personas y las guía a que, con su acción o su omisión, encarrilen el destino del mundo a la devastación que originalmente se predijo.

Convencida de su teoría, y pese a la oposición de Nix, Casey destruye la máquina de taquiones, para más tarde y con la colaboración de Walker, reunir en Tomorrowland a un número lo mayor posible de individuos brillantes y comprometidos con la causa de la humanidad y la sostenibilidad de su proyecto vital, para así, apoyando y financiando la realización de las ideas de todos ellos, modificar el futuro y crear, esta vez, un mensaje de posibilidad, de esperanza y de capacidad de felicidad, que habrá de ser la nueva profecía autocumplida que guíe el destino del mundo.

Dos historias, una forma de explicar la realidad

El poder de la palabra, del relato, es difícilmente menospreciable. Los seres humanos llevamos sirviéndonos de él para explicar la realidad y nuestra propia idiosincrasia desde antes del origen de la civilización. La fuerza metafórica de algunos de estos cuentos es tal que, siendo transmitidos a través de un vasto océano de tiempo, nos llegan con su poder explicativo prácticamente intacto.

Dos buenos ejemplos son las historias de Pigmalión y del Gólem.

Como narra Ovidio en Las metamorfosis, Pigmalión, rey de Chipre, era incapaz de encontrar esposa, pues sólo consentiría en casarse con una mujer que él considerase perfecta.

Al no encontrarla, dedicaba el tiempo a crear esculturas, hasta que una de sus creaciones, a la que llamó Galatea, lo cautivó tanto que se enamoró de la efigie que él mismo había labrado.

La diosa Afrodita, conmovida por el deseo del rey, dio vida a Galatea, permitiendo así que Pigmalión consiguiese lo que tanto había deseado.

Esta historia tiene multitud de lecturas, muchas de ellas no demasiado positivas (desde una perspectiva de género, por ejemplo, vendría a apoyar los roles de hombre-sujeto y mujer-objeto), pero su mensaje principal vendría a ser que, muchas veces, el deseo hacia algo pone en marcha el mecanismo que finalmente causa la obtención de lo deseado; por tanto, es la existencia del deseo lo que causa su consecución, ya sea en uno mismo o incluso en otros.

Bien distinta es la historia del Golem de Praga. Creado por un rabino que conocía el nombre secreto de Dios, este coloso de piedra al que se insufló vida estaba destinado a ser el protector del gueto judío de la ciudad checa.

Sin embargo, al carecer de alma, la creación del rabino no era inteligente, y llevaba a cabo de forma torpe y literal las tareas que se le ordenaban, causando muchas veces más mal que bien debido a ello, hasta el punto que se hizo necesario que el propio rabino destruyese a su criatura para atajar el caos que ésta generaba.

De aquí podemos sacar que, al concebir a un ser como un siervo, un esclavo, algo menos que humano, muchas veces el resultado no sólo no es el deseado, sino que puede llegar a ser peligroso: el deseo se autorrealiza, pero de forma negativa, desagradable, y se convierte en una fuente de problemas e insatisfacción.

La teoría de la profecía autocumplida

Ambas historias sirven para explicar la teoría de la profecía autocumplida del psicólogo Robert Rosenthal y la pedagoga Lenore Jacobson.

Ampliamente estudiada y divulgada en el terreno educativo, tiene al profesor como un factor tremendamente importante a la hora de establecer las potencialidades del alumno y su futuro desempeño.

Su experimento fue simple: dividir a un grupo de niños de similar rendimiento académico en dos clases, diciendo al profesor de una que se trataba de alumnos geniales, y al de la otra que tendría estudiantes problemáticos. Al final del curso, constataron que la media del rendimiento de la primera clase había aumentado sensiblemente, mientras que la de la segunda había caído hasta límites inaceptables.

Así pues, coligieron que si el profesor reconoce en el pupilo virtudes y mejoras, éste, en base a la visión que sobre sí tiene otro, se creerá a sí mismo preparado para las cosas de las que le habla su profesor, y tendrá la posibilidad de demostrarse realmente capaz de ellas (efecto Pigmalión); mientras que si el profesor no ve potencialidad ni mejora alguna en el alumno, y así se lo transmite, éste se sentirá efectivamente incapaz de progreso alguno, y acabará por desistir y ni siquiera intentar cosas que tal vez estén dentro de sus posibilidades efectivas, pero ya no dentro de su creencia en dichas posibilidades (efecto Golem).

El cine ha utilizado en multitud de ocasiones esta teoría y estas historias para su provecho, especialmente para películas de temática educativa: cintas como la francesa El buen maestro o la alemana La ola se hacen eco de ellas. Tomorrowland, como se hace evidente, también bebe mucho de ambas a la hora de presentar su ficción.

Al fin y al cabo, la máquina de taquiones sería Pigmalión, el rabino o el profesor, y la humanidad entera sería Galatea, el Golem o el alumno. Sin embargo, hablamos de una escala infinitamente mayor a un aula en este supuesto, tanto en alcance como en dificultad de sugestión. ¿Qué peso pueden llegar a tener estas historias en nuestra vida cotidiana, en la forma en que experimentamos la realidad y la alteramos con nuestras decisiones y acciones?

La fuerza del relato más allá del aula

A partir de aquí, me temo, comienzan a surgir preguntas de difícil respuesta. Es evidente que la realidad inspira relatos, pero como hemos visto, los relatos tienen también la fuerza suficiente como para impactar en la realidad y modificarla, pues son capaces con su contenido de decantar la acción humana hacia uno u otro derrotero.

Al fin y al cabo, los mensajes que recibimos acerca de nosotros mismos, sobre los otros y sobre nuestro entorno nos codifican a entenderlos y actuar sobre ellos casi tanto como la propia percepción personal e inmediata del entorno, del otro o del propio ser. Si los contenidos políticos, mediáticos o culturales fuesen de naturaleza distinta, ¿sería distinta la realidad? ¿La haríamos distinta nosotros por percibirla diferente?

Entramos en terreno pantanoso. Resulta extremadamente complicado discernir, del entramado social en que vivimos, qué está basado en hechos factuales, o naturales si se prefiere, y qué son constructos puramente humanos, fruto de una tradición y cimentados en el uso de símbolos y relatos con tal de obtener su sentido.

Es muy posible que haya una hibridación de ambas cosas, un núcleo de verdad basado en nuestra naturaleza intrínseca rodeado de capas y capas de relato que lo modifican, a veces hasta hacerlo irreconocible. ¿Cuál es el alcance real del relato a la hora de configurar la realidad? ¿Cuánto se puede alterar dicha realidad alterando el relato? ¿Qué estaría sujeto a cambio, y qué no lo estaría? ¿Se corre peligro de alienar a los sujetos de su propia humanidad mediante esto?

Aún más, cabría preguntarse hasta qué punto puede aplicarse la teoría de la profecía autocumplida al terreno de lo político y de la comunicación de masas. ¿Determinan en cierta manera los mensajes políticos y mediáticos el resultado de un proceso en su intento de describirlo? ¿Qué grado de responsabilidad podría derivarse de ello? Las consignas, la información y hasta las ficciones transmitidas, ¿son consecuencia directa de una realidad, o causa parcial de la misma? ¿O tal vez ambas cosas a la vez?

Por último, en el campo de la semiótica y el uso del lenguaje, y siendo conscientes de su poder y sus posibles efectos, ¿es lícito usar lo que sabemos como una herramienta de cambio y transformación social? ¿Es necesario regular su uso para que sirva a objetivos deseables, o es preferible deconstruir el lenguaje y desnudar sus símbolos hasta que los propios mensajes sean autoevidentes? ¿Es moral siquiera encarar alguna de estas formas de metalenguaje, o entra en conflicto con la libertad de expresión y el derecho de elección? ¿Cuándo ha de ser el lenguaje ilimitado y cuándo ha de ser acotado, y con qué propósito? ¿Qué persona o grupo está lo suficientemente legitimado, preparado y es lo suficientemente responsable como para llevar a cabo estas tareas?

Son una considerable cantidad de cuestiones, y me temo que son la punta de un gigantesco iceberg, pues es muy probable que su análisis suscite preguntas posteriores. Dejo a la buena voluntad del lector su respuesta, animándolo a desempolvar su sentido crítico y a tratar de discernir desde el intelecto, la intuición, el sentimiento y la percepción honesta de la realidad.

Tras el velo de la apariencia, siempre hay dos cosas a buscar: la realidad en sí misma, y el constructo verbal que trata de hacerla accesible o de modificarla. Y ambos requieren de su propio y cuidadoso análisis.