Sobre la naturaleza de la tolerancia

Como seres gregarios, tendemos a la formación de estructuras sociales. Esta peculiar relación intraespecífica, unida a nuestra racionalidad característica, ha llevado a la creación de múltiples virtudes socioéticas que tratan de mantener la convivencia entre individuos a veces muy distintos, con diferentes opiniones y proyectos de vida buena, pero aún así (y quizá sin ser conscientes de ello) necesitados el uno del otro y unidos ambos en ese constructo colectivo que es el tejido social.

Hoy me gustaría hablar de una de dichas virtudes, que a mi ver sufre de una importante falta de comprensión y una aplicación negligentemente errónea: la tolerancia.

Y es que se confunde mucho la tolerancia, que sería un mínimo ético, con cosas como la aceptación o hasta el amor, que son máximos morales de caracter personal.

Desde el punto de vista del Estado, tales máximos no pueden ser objeto de ley y obligación, tan solo de sugerencia: se puede, por ejemplo, hacer campaña en pos de las bondades de la nación, pero no se puede forzar al amor a la patria, que en última instancia es una elección estrictamente individual, de la razón y el sentimiento.

Sin embargo, con mínimos como la tolerancia sí se puede hacer legislación, establecer mediante ellos un rasero irrenunciable de amplio consenso social con el que garantizar una correcta convivencia (y punir a quien la violente). Desde esta perspectiva, conocer a fondo este concepto es algo básico para entender de manera firme y justificada las razones tras muchas de nuestras normas y usos sociales.

Definir la tolerancia

Siendo escuetos, podría explicarse como la voluntad expresa de no atacar con ánimo de erradicar las ideas, elecciones estéticas o personales, proyectos de vida buena y concepciones de la realidad que nos resulten desagradables, pues a un nivel racional somos conscientes de que, pese a nuestro rechazo, dichas cosas entran dentro de la libre y legítima volición del otro.

Así pues, en base a eso y en aras de la mutua convivencia, la tolerancia guía el pacto de normas y mecanismos que eviten que dicho desagrado se convierta en ataque y censura contra el objeto de nuestra desaprobación.

Esto, por tanto, puede conducir a la aceptación, pues el contacto con la fuente de rechazo a la que hemos de tolerar nos la hará, con el tiempo, conocida, y puede que cambie nuestro parecer una vez observada de cerca.

Abogar por esta posibilidad y potenciarla desde las instituciones me parece algo siempre necesario; sin embargo, no deja de ser al final un cambio personal, una elección. El establecimiento de mínimos de tolerancia es, empero, indudable.

Sin embargo, y como casi siempre en temas éticos, comenzamos a entrar aquí en terreno enfangado. He dicho antes, y cito, que la tolerancia ampara aquellas elecciones que “entran dentro de la libre y legítima volición”. Sin embargo, ¿cómo delimitar qué es legítimo y qué no? O, dicho de otra manera, ¿cómo distinguir entre lo incómodo, pero amparado por la tolerancia, y lo simple y llanamente intolerable, aquello que no puede ni debe ser aceptado de ninguna manera? ¿Existe siquiera algo del todo intolerable, en términos absolutos?

La historia del pensamiento se ha dedicado largo y tendido a ponderar éstas y otras cuestiones sobre la tolerancia, su naturaleza y sus límites. Suele pasar, con conceptos tan aparentemente de andar por casa, que una vez sometidos al escrutinio de la razón se desvelen como enormemente complejos.

Me gustaría presentar, pues, para consideración del lector, dos reflexiones sobre el tema que tal vez lo esclarezcan un poco.

Dos perspectivas filosóficas complementarias

Muchos filósofos han encarado el tema de la tolerancia. Locke y Rousseau, por ejemplo, escribieron sendos tratados capitales sobre el tema, y son considerados un punto de partida básico a la hora de reflexionar sobre el mismo.

Desde mi humilde opinión, sin embargo, el acercamiento más honesto y acertado lo realizan dos filósofos bastante más modernos, cuyo pensamiento voy a tratar de ilustrar aquí de forma sucinta.

Noción de tolerancia de John Stuart Mill

El primero es John Stuart Mill, representante de la filosofía utilitarista y de esa rara (aunque apreciada) avis política que es el socioliberalismo.

Respecto al tema de la tolerancia, Mill propone que sea el principio de prudencia el que regule su aplicación, y lo enuncia así: “El peculiar mal de silenciar una opinión es que es un robo a la raza humana, a la posteridad así como a la actual generación, y a aquellos que disienten de dicha opinión aún más que a aquellos que la tienen. Si la opinión es correcta, son privados de la oportunidad de cambiar error por verdad; y si es incorrecta, pierden lo que es un mayor beneficio, la clara percepción y vívida impresión de la verdad, producida por su colisión con el error.”

Aunque parezca contrario a razón, la propia naturaleza de la democracia la fuerza a convivir con quienes podrían ser sus enemigos, pues necesita en su seno opiniones diversas que favorezcan el debate y conduzcan a la búsqueda honesta de verdad. Eso no quiere decir, como veremos a continuación, que la democracia no deba disponer de armas y mecanismos de defensa si dichos enemigos potenciales se revelan finalmente como tales.

Paradoja de la tolerancia de Karl Popper

En esta tesitura encontramos a Karl Popper, estudioso del fenómeno democrático y las diferentes fuerzas que en él compiten y operan. Él es el autor de la tan famosa (y tan erróneamente citada por la sabiduría popular) paradoja de la tolerancia:

“La tolerancia ilimitada lleva a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos tolerancia ilimitada incluso a aquellos que son intolerantes, y si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante frente a la barbarie de la intolerancia, entonces los tolerantes serán destruidos, y la tolerancia con ellos. Debemos reclamar, por tanto, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes.”

Sin embargo, cabe recordar que esta formulación está incompleta, y no se suelen mencionar las palabras con las que el propio Popper la sigue:

“En esta formulación, no implico, por ejemplo, que siempre debamos suprimir el surgimiento de filosofías intolerantes: siempre y cuando podamos contrarrestarlas con argumentos racionales y mantenerlas bajo control mediante la opinión pública, la supresión sería ciertamente poco sabia. Pero debemos reclamar el derecho de suprimirlas de ser necesario, incluso por la fuerza, ya que fácilmente puede darse que sean ellos, los intolerantes, quienes no estén preparados para medirse con nosotros en el campo de la argumentación racional […]”

Aquí se hace evidente la conexión de Popper con Mill a través de la aplicación del principio de prudencia: no es sabio silenciar una opinión, por errónea que nos parezca, pero sí debe presentarse lucha siempre y cuando dicha opinión amenace con extinguir a otras.

Habría que hablar aquí de una razón de proporcionalidad, como se intuye en las palabras de Popper, para usar palabra contra palabra, argumento contra argumento, y únicamente invocar el ostracismo social en aquellas ocasiones en las que verdaderamente la tolerancia esté en peligro.

El derecho a la intolerancia como forma de preservar la tolerancia es, al fin y al cabo, una herramienta poderosa, que ha de usarse con exquisita mesura so pena de perder su potencia, ya que de no ser así destruye el propio principio de tolerancia que trata de defender, volviendo a la sociedad que abusa de ello una básicamente intolerante, que ha descartado del todo esta virtud socioética en favor de un pensamiento único y hegemónico que no admite competición y contraargumento.

Y, por más conveniente (e incluso verdaderamente bueno y útil en según qué situaciones de aplicación) que sea dicho pensamiento único, construir una sociedad así jamás es sabio, pues siempre se pierde capacidad de autocrítica y mejora con ello.

Como bien asevera Popper: “Debemos tener claro que necesitamos a otros para descubrir y corregir nuestros errores, tanto como ellos nos necesitan a nosotros; especialmente a aquellos que han crecido con diferentes ideas y en diferentes entornos. Esto también lleva a la tolerancia.” Ambos autores apuntan, pues, a que es el propio riesgo inmediato de pérdida de la tolerancia el que marca la situación de excepción por la cual se puede contravenir la propia norma en el trato con sus atacantes.

Tolerancia y progresismo

Ahora bien, si esto es así, ¿cómo casa la tolerancia dentro de una perspectiva progresista de la política y la historia? De entender el progresismo como la acumulación lenta pero constante de saberes y posturas que se han probado, si no indudables, sí lo suficientemente sólidos y buenos como para fundamentar una sociedad funcional, justa, libre e igual sobre ellos, bien pareciera contraproducente este debate constante y sin visos de final (pues, me temo, siempre existirá aquél que encuentre cabal la defensa de la intolerancia hacia algo) al que la tolerancia y la prudencia parecen abocarnos.

Parece, por ejemplo, de una claridad absolutamente meridiana que ningún chauvinismo racial, sexual, social, político, económico, nacional, religioso o de cualquier otra clase pueda ser la base de un pensamiento que busque honestamente la verdad, o cuente con todos los seres humanos en sus cálculos. Si esto es así, ¿por qué no simplemente dejar de tolerarlo, y relegar esta clase de líneas de pensamiento al olvido de la historia?

Al final, las palabras de Mill, Popper y otros pesan demasiado en ese sentido: nunca es prudente sobreestimar la propia sabiduría, ni elevar los propios principios, por ciertos y buenos que puedan parecer en circunstancias puntuales, a la categoría de absolutos. Las sociedades abiertas y democráticas se nutren de la diversidad de saberes y conceptos, y resulta difícil en extremo discernir cuáles de ellos, por desagradables que se nos intuyan, pueden llegar a ser vitales en determinado momento. Esa es la razón, al fin y al cabo, de la necesidad de tolerancia.

Como otros conceptos complejos, la tolerancia es medio y fin en sí misma, a la vez. La única respuesta a si hay algo absolutamente intolerable debería ser “la desaparición de la propia tolerancia”. Elementos como cualquier tipo de violencia, que contravienen por su propia naturaleza el principio tolerante, no deberían ser toleradas jamás, también. Más allá de ello, se ha de tolerar, con mayor o menor desagrado, que medren en el seno democrático incluso aquellas ideologías que tienen en su seno la simiente de su destrucción.

Por supuesto, no hay que hacer esto de forma completamente pasiva: recordando la razón de proporcionalidad de Popper, la sociedad ha de defender sus conquistas, sí, con gran energía además, pero siempre desde el discurso abierto y constructivo, limitando la acción efectiva al último recurso y teniendo siempre en cuenta la reciprocidad como medida de todo.

O planteándolo de otra forma, el progresismo debe recordarse constantemente la prudencia de ver sus conquistas como temporales, contingentes y perpetuamente sometidas a debate, y jamás dormirse en los laureles del trabajo ya realizado y la aparente unanimidad social, pues con ello muchas veces consigue el efecto contrario de alimentar a los reaccionarios y, a la larga, arriesgar o hasta perder lo conseguido.

En una época en que se habla demasiado alegremente de ilegalizar partidos políticos y fundaciones sociales de diversa índole, en que chauvinismos de todo tipo corren rampantes y en que se ha normalizado y banalizado demasiado la intolerancia como forma de preservación de valores sociales, no viene mal recordar que buena parte de nuestros principios básicos e irrenunciables de convivencia derivan de una idea así, la de soportar aquello que nos causa rechazo por razones de prudencia, de autocrítica, de perfeccionamiento y de búsqueda honesta y poliédrica de la verdad.

Como siempre, la virtud está en el término medio: como sociedad, debemos encontrarlo a toda costa para establecer un punto de equilibrio entre quienes no ponen límite a sus prejuicios ni se guardan de atacar al diferente, y quienes, buscando defender alguna aspiración legítima, acaban atacando la misma tolerancia que les permitió en primera instancia aspirar a ella.

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Ernesto Gimeno

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