El tres de Dante, el tres de Montesquieu

Por Fernan Camacho

Jeremy Counting descubrió en mil ochocientos cuarenta que el tres era mucho más que un número para Dante y, de forma equivalente o concatenada, para Montesquieu. En su libro “Aquiescencia”, oculto durante décadas en las alcantarillas de la Biblioteca Nacional de Gran Bretaña, descubre al tres como al número de la perfección, alejándose de la pulcritud del diez maradoniano.
La razón para Dante estaba clara, todo deviene del tres en tanto que todo deviene de Dios, dividido sin dividirse (por ser uno y trino) en Padre, Hijo y Espíritu Santo. De ahí nace su infierno, paraíso y purgatorio, en una búsqueda perpetua de la perfección concebida como un sistema de equilibrios.
Precisamente ante este sistema de equilibrios respondió Montesquieu cuando se partía la cabeza intentando resolver el viejo dilema de la tiranía en la ley, en el gobierno o en lo judicial. Jacobe Dupont dejó escrito que Montesquieu pensó en su triada equilibradora una vez se hubo desconchado la cabeza contra un manzano tal y como hizo el equívoco Newton. No se supo nunca la relación entre ambas cosas.
En cualquier caso, Montesquieu hereda la trinidad de Dante y la convierte en una forma de estacionarse en un poder dividido en tres a modo de Padre, Hijo y Espíritu Santo; Poder judicial, legislativo y ejecutivo.
Cabría ahora pensar qué hubiera sido del mundo en caso de que Europa hubiera sido India, un sitio en el que el politeísmo está consolidado desde hace más tiempo que memoria tiene un libro, por lo que cambiar de Dios constituiría más que un ejercicio de fe un ejercicio contra la pereza. En la cultura que deviene de lo judeo-cristiano el poder es siempre uno y este uno es trino; en una cultura politeísta el poder es más de uno por lo que cabría un Estado con un Poder de muchas caras. No estaríamos hablando, pues, de que el Poder (como uno) tiene una rama judicial, otra ejecutiva y otra legislativa; sería que cada poder, en su propia efervescencia, tendría sus ramificaciones, creándose no un árbol, como podríamos metaforar del poder que tenemos en España, sino un completo bosque de poderes al que el ser humano, como siempre, estaría sometido.