Por Alvaro Monsó.
Confucio (559 a.C. – 479 a.C.; Wikipedia dixit), además de enseñarnos las virtudes de la benevolencia, el amor al prójimo, el buen gobierno del Estado e inventar la confusión, fue uno de los primeros pensadores en teorizar la meritocracia. Si bien sin nombrarla como tal, el filósofo de Lu, bajo el reinado caótico de la dinastía Zhou, abogaría por primera vez en la historia por implantar un sistema donde sólo el funcionariado más virtuoso, erudito y bondadoso tuviera acceso a las posiciones de poder. ¿Pero qué significa realmente ese palabro adulado por neo-conservadores y ultra-liberales? El diccionario de la RAE nos dirá que la meritocracia es un “sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales”, a saber, la inteligencia, las credenciales y/o la educación. La aparente justicia que le subyace ha convertido a ese sistema de gobierno en una de las ideas políticas más populares del último siglo y en uno de los mantras incuestionables del libre mercado. Como tal, la meritocracia nos es inoculada desde jóvenes para hacernos creer merecedores justos de nuestra posición y estatus social, presentando las anteriores como meros productos del esfuerzo y el talento.
Siendo muy españoles y mucho españoles, es natural que pensemos en un sistema así y se nos caiga la babilla. Habiendo vivido décadas de clientelismo político, enchufismos, tráfico de influencias, prevaricaciones y otras corrupciones varias, el ideal meritocrático resulta a muchos más políticamente atractivo que una noche de fiesta a Paquirrín. Conviene distinguir, sin embargo, dos planos diferentes: la meritocracia como sistema de acceso a cargos de poder (plano de la justicia retributiva), y la meritocracia como herramienta intelectual para la orientación de las políticas públicas (plano de la justicia distributiva). En el primero de los casos, nos vienen a la cabeza, por ejemplo, los sistemas de oposiciones, que aun resultando en muchos casos enfermizos en su materialización práctica -si no pregunten a cualquiera que haya escuchado cantar a un opositor a juez-, a día de hoy no se ha encontrado un sistema más justo para la adjudicación de puestos públicos. Es en el segundo de los planos en el que me quiero detener.
Como herramienta política para la justicia distributiva, la meritocracia se empareja con las apelaciones a la igualdad de oportunidades formando un tándem francamente terrorífico. La comunidad se convierte en un lugar de competición descarnada donde individuos supuestamente iguales combaten en un juego donde el vencedor se lleva todo el premio y el vencido no sólo queda a su suerte, sino que además es acusado de ‘merecer’ tal destino. Es en esta idea de ‘merecimiento’ donde se halla el quid de la cuestión, ya que tiene al menos dos claras matizaciones.
En primer lugar, debería ser intuitivo para quien se haya parado a pensar mínimamente sobre este tema que un partido sólo es justo cuando el terreno de juego es paritario para los dos equipos. Uno no puede tener una portería más grande que el otro. O si lo preferís, no se puede correr una carrera de 100 metros empezando en el metro 60, y luego acusar al perdedor de inepto. Más allá de las metáforas deportivas, creo que debería entenderse. El factor de aleatoriedad que determina nuestra posición social de partida (lugar de origen, clase social, género, fenotipo, etc.) no debería ser premiado desde la esfera de las políticas públicas, sino que más bien debería lucharse contra la inercia que nos lleva a penalizar socialmente la pertenencia a ciertas categorías desaventajadas.
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De este modo, por un lado, la meritocracia ha servido para perpetuar las posiciones de poder de las clases pudientes como parte de un designio divino-meritocrático (“Nos lo merecemos, estamos aquí porque hemos trabajado”; “Si se esfuerza lo suficiente, cualquiera puede llegar a lo más alto”; “Soy una persona que se ha hecho a sí misma”). Por otro, la meritocracia se ha escondido detrás de ciertas formas de nacionalismo exacerbado que se empecinan en conferir ventajas a un colectivo por su mero lugar de origen (“Los trabajadores de este país que luchan por sacar adelante a sus familias no tienen por qué soportar cómo los inmigrantes les roban oportunidades”). En este sentido, la meritocracia es a las políticas públicas lo que la guerra de Irak a George W. Bush; la coartada natural frente a cualquier amenaza.
En segundo lugar, la idea de merecimiento que informa la meritocracia tiene una confrontación evidente con la solidaridad que debería cimentar las sociedades pacíficas y democráticas. Incluso entre pares, la idea de que una competitividad descarnada dirima quién es merecedor de aceptación y recompensas desde la esfera pública ( winner takes all ) va en perjuicio de la creación de espacios de solidaridad. Las comunidades pacíficas y democráticas deberían ser capaces de garantizar, en la medida de lo humanamente posible, que nadie se quede atrás por errores personales (el estigma del ex convicto) o malas decisiones en momentos puntuales de la vida (“aunque podía seguir, a los 15 decidí dejar de estudiar y hasta los 25 no encontré mi camino”). Una persona cultural o socialmente inadaptada no debería quedar relegada automáticamente por esa mera constatación.
El resultado inevitable de sociedades que así actúan es el resentimiento. La generación de enormes segmentos poblacionales que terminan volviéndose en contra del sistema, ya que éste les dejó a su suerte y posteriormente les acusó de incompetentes. La respuesta vergonzosa ante la crisis de refugiados, el Brexit, la victoria de Trump o el preocupante ascenso del fascismo de Le Pen tienen más que ver con los productos de sociedades enfermizamente meritocráticas de lo que intuitivamente se podría pensar. En todos y cada uno de esos eventos políticos que tan poderosamente ha llamado la atención a quienes vivimos atentos a la res publica, hay un elemento psicosocial que, desde los postulados meritocráticos, ha llevado al rechazo del ‘otro’ en el imaginario colectivo ya no como un desconocido, sino como un ladrón de lo que legítimamente nos corresponde.
Y bien, ¿cómo luchar contra estas inercias tan enraizadas socialmente? Necesitamos encontrar, ante lo que se atisba como un inminente colapso civilizatorio, un nuevo punto de partida educacional, uno desde el que volver a levantar una convivencia pacífica y sostenible (política, social y medioambientalmente).
Ese punto común de partida no puede ser otro que el pensamiento crítico. Cuestionarlo todo. Y cuando digo todo, es todo, empezando por uno mismo. Me gustaría hacer énfasis en este punto. Humildad y autocrítica. En una era en la que las telecomunicaciones y la globalización del conocimiento nos han vuelto todólogos de la noche a la mañana, el pensamiento crítico se ha asimilado demasiado a menudo al haterismo de cuñado de post de Forocoches. No es que haya que desechar la sana costumbre de encontrar la trampa en casa ajena, pero sí se debería dedicar el mismo ímpetu a la introspección y a evitar la hipocresía. Ese sendero nos remite irrevocablemente a una noción: el privilegio.
Todxs y cada unx de nostrxs somos partícipes de estructuras y grupos sociales que nos confieren privilegios arbitrarios permitiéndonos partir desde lugares más aventajados que otros seres, por razones puramente aleatorias. En mi caso, ¿qué me define? Soy un ser humano, hombre, blanco, heterosexual, occidental, de clase media, de familia estructurada, con una buena condición física y neuronal, que se encuentra además en edad de plena empleabilidad. Cada uno de esos elementos me remite irrevocablemente a un privilegio sistémico. Un privilegio, insisto, arbitrario, en la medida en que no he podido influir sobre mi pertenencia a la categoría. ¿Debo fustigarme por ser partícipe de esas vicisitudes? Es evidente que no. No obstante, el simple hecho de ser consciente de lo anterior es la lección más importante que he aprendido como sujeto político, y lo es porque me ha enseñado la humildad y la autocrítica. En otras palabras, es la lección que me ha mostrado los cimientos de la empatía política.
Para muchos esto sonará manido o evidente, pero podría contar con los dedos de una mano las personas que en su praxis diaria actúan en consonancia con ese empoderamiento de la conciencia. Son las personas que no participan en movimientos reivindicativos sólo para proteger sus derechos, sino que lo hacen para preservarlos y al mismo tiempo hacerlos extensibles a aquéllos y aquéllas que se hallan sujetos a opresiones y dominaciones peores que las que padece uno mismo. No trato de soltar un sermón moralista de mojigato ultracatólico. No podemos, en nombre de ese empoderamiento, dejar de respetarnos a nosotros mismos y a lo que nos es humanamente factible de asumir. Pero sí hemos de cuestionarnos y desaprendernos. Constantemente. Sólo cuando dudamos de nuestra propia existencia y nos preguntamos por el verdadero origen de nuestra condición personal podremos apuntar hacia una justicia social mínima, y hacia una ética cuya apelación a la igualdad no sea un simple ejercicio de charlatanería.
Ojalá pudiéramos ser testigos de un futuro en el que las escuelas enseñaran qué son los ejercicios de privilegio. Y no hablo sólo de formas evidentes como pueden ser una puerta giratoria o un delito de cohecho. Hablo de percibir la banalidad del privilegio, de ser capaces de rechazar las apelaciones al merecimiento moral que ignoran la dimensión arbitraria de nuestras aptitudes. La cotidianeidad, desde encender un radiador hasta coger un coche, pasando por comer un filete o vestirse cada mañana, es política. Logrando enseñar que todo, absolutamente todo, es político, lograremos comprender desde edades tempranas una verdad que, como todas las verdades, puede ser ignorada pero no esquivada. En última instancia, ese empoderamiento individual nos aproximaría a una sociedad verdaderamente preocupada por el destino de cada uno de sus miembros. Una que no dejase atrás, en nombre de la competitividad descarnada, a nadie, sino que aprendiese a valorar la importancia del desarrollo pleno de las facultades de todo individuo en un entorno de verdadera justicia social.
Creo que la lección política número uno, la más básica y la que todos deberíamos aprender desde parvulitos es la de la deconstrucción. La conciencia para encontrar en lo ajeno y (sobre todo) en lo propio los elementos que nos otorgan poder de pura casualidad, y así luchar contra las inercias que nos impulsan a creernos justos merecedores de nuestra posición. Es muy difícil que en un mundo donde esa aspiración sea real encontremos racistas, negacionistas del cambio climático, machistas, especistas (ups, tabú) y otros elementos de semejante estirpe. Por el contrario, en este mundo demente donde se sigue educando en la inconsciencia política, seguirán siendo ellos quienes lleven la batuta de mando. Y el precipicio, no lo olvidemos, está cada vez más cerca…