Lenguaje, transformación política y cultura viva

Seguro que, de tanto en cuando, a lo largo de reuniones ociosas con familia o amigos, surge el pequeño juego de turnarse para inventar preguntas ocurrentes, y ver qué respuestas reciben las mismas. Tal vez en más de una de esas ocasiones, alguien tenga el ingenio de plantear la recurrente pregunta acerca de cuál se piensa que es el más importante invento de la humanidad, su creación capital. Usualmente, la mayoría de la gente suele mencionar adelantos tecnológicos: vacunación, motor a combustión, aeroplano, red de redes… Por mi parte, siempre tengo la misma respuesta: el lenguaje.

Si se piensa fríamente, resulta obvio: lo que nos marca como especie es la capacidad de transmitir exitosamente información compleja de un individuo a otro y, además, de preservar esa información, reproducirla y extenderla para poder acceder a ella dónde y cuándo sea necesario. Ninguna invención humana sería accesible sin el lenguaje necesario para aprender su uso, así que podríamos aventurar sin rubor que es la herramienta original que ha propiciado la creación de todas las demás, físicas o virtuales.

Podemos ir, de hecho, más allá: toda cosa en contacto tangencial con la humanidad, y todo aquello que proviene de ella, es convertido en algún momento en información. Toda la esfera del arte, desde la pintura y la escultura hasta el videojuego, toda matemática y ciencia, toda cultura, se construye en base a información accesible por medio del lenguaje, sea éste verbal o no.

Para muchos filósofos, de hecho, el ser humano es incapaz de acceder a la realidad del mundo, tan sólo al constructo informacional que crea a partir de la interacción entre sensibilidad e intelecto. Para otros, el lenguaje es tan poderoso que puede modificar la propia realidad a escalas inauditas. Sin ánimo de indagar demasiado en estos temas, creo que el punto sobre la importancia del lenguaje, de cualquier lenguaje, queda clara: es aquello que usamos para acceder, entender y transformar el mundo, a nosotros mismos, a los demás y a cualquier clase de concepto que aprehendamos.

Es normal, pues, que una herramienta de tamaño calibre tenga sus propios conservadores. Buena parte de la filosofía, así como toda la filología, se dedican a ella, y en cuanto a generadora y transmisora de cultura, las ciencias políticas y sociales le otorgan también una considerable medida de atención.

El concepto de la corrección política y sus consecuencias

El lenguaje de la política (que, recordemos, participa de todo aquello humano también, pues absolutamente todo tiene su lado y lectura políticos) es un caso muy especial, uno en que la exactitud, a la hora tanto de abordar conceptos como de representar y transmitir la intencionalidad del hablante, resulta más importante que en cualquier otra área: cualquier desliz, cualquier juego de palabras obscuro, cualquier referencia malinterpretable, cualquier discurso hueco, acabará no sólo por entorpecer la recepción del mensaje original y crear ambigüedad o confusión en los receptores, sino que dará alas al rival político para desmadejar el propio argumentario.

El concepto de la corrección política, al menos en sus formulaciones más académicas, entra en acción: se entiende, aquí, no sólo ese voto hacia la exactitud en las implicaciones de cada palabra y cada gesto, sino también a la voluntad de señalar aquellos vocablos que refuercen con su uso un determinado statu quo social, para sustituirlos por términos eufemísticos más aceptables y que permitan, si cala su uso extensivo, las transformaciones políticas pretendidas; o, en caso querer preservar dicho statu quo, conservarlos o cambiarlos por nuevos significantes con el mismo significado.

Al fin y al cabo, el de la política es un lenguaje con vocación transformativa, al igual que lo son sus actos.

Hay que tener, sin embargo, dos cosas muy claras respecto a esto. Lo primero, es que han de señalarse y acotarse pormenorizadamente las acepciones exactas, así como las posturas intencionales transmisibles mediante su uso, tanto del vocablo a abordar como de su eufemismo, si lo hay.

Lo segundo, respecto al calado y la extensión del uso social del vocabulario así conservado o generado, es que ha de darse de forma natural, orgánica, como resultado de haberse entendido las razones que motivaron dicha preservación o cambio: no se puede forzar un cambio cultural, únicamente sugerirse, invitar, y esperar que sea tomado en consideración si se dan por buenas las razones tras ello. Y es la cultura viva quien debe hacer eso, esa fuerza ciega, colectiva e impersonal que va moldeando la visión que, como sociedades, tenemos de todo.

Nótese que ambos puntos tienden al aumento paulatino de la información legada al recipiente cultural para su preservación. El primero añade nuevo vocabulario y matiza el sentido del antiguo, mientras que el segundo permite a los mecanismos bajo los que opera dicha cultura el enriquecimiento, variación y evolución de las acepciones adoptadas.

Sin embargo, hoy día se ha perdido, aparentemente, ese rumbo: hay sectores que, en base a la premisa de la corrección política, apuestan no por el subsiguiente aumento informacional desprendido de su uso, sino por lo radicalmente contrario, una disminución de vocablos y significados en aras de una manipulación cultural directa, no orgánica y teledirigida.

Esta clase de juegos agnatológicos, en que se arrebatan significantes y significados considerados malsanos para producir una ignorancia que tiene el propósito de ser benéfica al llenarse con nuevo vocabulario más positivo, no podían ser más peligrosos, ni más abyectos.

Y, la verdad, el abajo firmante no puede sino preocuparse ante la aparente ola de revisionismo histórico desatada recientemente, desde anécdotas como la de Lo que el viento se llevó hasta movimientos mucho más serios como la vandalización de monumentos estadounidenses.

Ante todo, hay que señalar que esta encarnación de la corrección política es totalmente estéril en su uso. Con la eliminación de un significante ofensivo se elimina también su significado, y con él la razón tras su rechazo, lo que genera un vacío lingüístico que tarde o temprano se llena (normalmente, con el eufemismo usado como sustituto aceptable, que pasa a recobrar su antiguo valor peyorativo). Esto lleva a un ciclo sin fin, en que el eufemismo peyorativizado necesita de un nuevo sustituto, que será tarde o temprano corrompido a su vez.

Y es que, precisamente, al negar el conocimiento de la razón del rechazo de un concepto, se establece un dogmatismo ciego que, tal vez por un tiempo, pueda cambiar la forma del lenguaje, pero en ningún caso formará al hablante ni cambiará su intencionalidad comunicativa (verdadero motor de la comunicación), provocando precisamente así el ciclo peyorativo.

Como siempre, es más costoso hacer pedagogía y educar al hablante en las sutilezas del lenguaje, los significados e intencionalidades complejos e históricamente variables tras una simple idea, con tal de que sea totalmente consciente y responsable al hacer uso de ella, que simplemente relegar el concepto, junto a su significado y el por qué de su indeseabilidad, al olvido.

Sin embargo, nada bueno ha salido, jamás, de olvidar algo; más bien al contrario, el progreso siempre equivale a tener que recordar cada vez más y más cosas, ser cada vez más consciente de todas ellas, y más responsable en la libertad de su uso.

Respecto a los artefactos culturales, tanto los que nos lega el pasado como los que genera nuestro presente, sus bondades siempre van a ser evidentes, incluso cuando su contenido, o sus autores, han caído en desgracia con respecto a la moral contemporánea. No siempre han de darse buenos ejemplos en las ficciones: muchas veces, de hecho, son las terribles advertencias las que más nos han educado, las que más nos han concienciado acerca de la poca sabiduría de determinadas elecciones.

Ahí está, por ejemplo, la Saló de Pasolini (o su inspiración, la prosa envenenada del Divino Marqués), una obra que jamás dejará de suscitar escándalo, y que sin embargo no dejará tampoco de proveernos de una valiosa lección. Al igual que se puede concienciar con respecto a los totalitarismos viendo El triunfo de la voluntad, Octubre o Raza; o respecto al racismo con lecturas debidamente contextualizadas de las películas de D. W. Griffith, o las novelas de Lovecraft, o de Tolkien; o respecto al machismo y la misoginia leyendo a mi tocayo Hemingway o gozando del sublime cine de Orson Welles. O escuchando reggaeton, por poner un ejemplo fuera de mi zona de confort. No se puede… no, no se debe renunciar jamás a esto: acotarlo, sí, ofrecer un sesgo interpretativo quizás, pero nunca desvanecerlo de la historia.

Símbolos, cultura y memoria

En lo tocante a los símbolos visibles del pasado con que engalanamos las zonas públicas, desde nombres de calles hasta estatuas o incluso lugares de sepelio, quizá el tema aquí se complique un poco. Bien es cierto que, además de un indicador de quienes fuimos y las circunstancias que se dieron antes de nuestro presente, son una forma de honrar a figuras y acontecimientos que, tal vez, hayan dejado de inspirar esos sentimientos de respeto, de afecto, por parte de quienes han de convivir con ellos directa o indirectamente.

Al igual que puede darse que una figura antaño denostada se desvele de pronto como querida y pasen a dársele honores públicos, el otorgar o retirar dichas galas es potestad del pueblo. Sin embargo, y reiterando lo anterior, no puede darse en ningún caso una destrucción de su significado: aunque se lo quite de la vista pública, el símbolo debe ser conservado, junto a su referente y significado, así como las razones tras el veto a sus honores, en un sitio de fácil acceso, e igualmente debe incluírsele en cualquier registro historiográfico donde sea menester, como forma de preservar culturalmente su memoria. Es justamente esto, la memoria, lo que es siempre y en todo caso irrenunciable.

Nadie duda, a estas alturas, del poder de la comunicación a la hora no sólo de describir la realidad, sino también de impactar sobre ella y moldearla, lo que explicita la necesidad de unas reglas de uso que sirvan al proyecto social, común y legítimo, que se de en el seno de una comunidad.

Sin embargo, como especie, debemos apostar denodadamente por la preservación de la mayor cantidad de información que podamos acumular, por indeseable que pueda parecer ésta a nuestros ojos en un determinado momento.

La pérdida de significados, incluso de aquellos que puedan pasar por malos e hirientes, es una pérdida de riqueza siempre en términos absolutos, y es un juego al que no hemos de darnos, so pena de dañar quizá irremisiblemente la cosa más hermosa, más útil y más intrínsecamente humana que jamás hemos creado, nuestra joya de la corona: el lenguaje.

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Ernesto Gimeno

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