Fue hace ya algún tiempo, distante y sin embargo cercano todavía, que una idea consiguió ocupar el terreno de los diálogos cotidianos, acostumbrados a la comodidad de la bonanza. Y esta idea fue: ¿puede existir el estado democrático? Y la sombra, la alargada sombra de la duda alcanzaba hasta la conversación más superflua; acechaba, como un depredador, en los recovecos de los más banales temas comentados en una mesa cualquiera. Y sus raíces ocupaban los huecos deshabitados, devastados por aquella tormenta que fue la crisis económica y que no tardó en apellidarse «de valores».
Por aquellos años yo, como tantos otros, recorría el ecuador universitario. Y lo hacía entre las luces brillantes de la formación académica, esas mismas que guiaron a la humanidad en ese viaje que es la existencia hasta los días presentes y que, como un tesoro, se conserva y transmite de una a otra generación, entre aquellas luces – decía – y la terrible oscuridad de lo incierto, la sombra de la duda, la certeza del fracaso. No era extraño encontrarnos a mis amigos y a mí debatiendo acaloradamente sobre lo meramente circunstancial, como tampoco lo era escucharnos hablar e indagar sobre los más profundos conceptos de la que era por entonces la actualidad política. Por supuesto, no es difícil hallarme hoy en día entre las mismas disquisiciones con estas mismas personas: hay cosas que no cambian. Pero innegablemente la sombra nos alcanzó a nosotros.
¿Pudimos evitarla? ¿Es esta sombra una nube pasajera de este tiempo? Esta pregunta es un eco de la Historia que golpea las bases de nuestra sociedad. Y ante estas preguntas, cabe hacerse algunas otras ahora que estamos solos, al borde del sistema, cabeceando una y otra marea antes de un naufragio que amenaza cada vez con más certeza. No es poco lo que está en juego. Y a esta tribuna he venido a exponer no más que algunas reflexiones al respecto.
No puedo más que empezar retomando el concepto de la temporalidad. ¿Qué es lo que está ocurriendo en el mundo occidental? Quizás estamos heridos por la decadencia; o somos la caída del imperio; o nos apresuramos, sin conocimiento alguno, al precipicio. Estas han sido afirmaciones, sospechas, cuestiones que han tratado diferentes voces desde el siglo XIX. ¿No fueron aquellos los tiempos del resurgimiento, del nacimiento entre las cenizas del Antiguo Régimen? Lo fueron, y entonces: ¿alguna vez dejamos de estar en crisis? Claro, es un tratamiento generalista, ¡y qué se espera de un artículo! Pero quizás debamos recurrir en estos términos tan amplios a observar estos dos siglos, sin más.
¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!
¿Qué fue lo que acompañó la caída del Antiguo Régimen? Mucho, se afirmaría sin lugar a dudas, si atendemos a los cambios tan aceleradamente implantados en los cien años inmediatamente posteriores. Pero, ¿fue tanto en realidad? Asociamos la caída del régimen con la sustitución o transición hacia nuevos sistemas de poder, generalmente relacionados con la incipiente burguesía. Y anclada en el tiempo dejaron los pensadores de aquellos momentos una pregunta: ¿dónde está el poder? ¿Lo está en la economía, en la moral, en las relaciones humanas…? ¿Lo está en el concepto de gobierno y gestión, en la comunidad…? Grosso modo, podríamos adelantar que la mayor parte de tendencias políticas de entonces y de ahora surgen y se construyen como respuesta a estas preguntas. Y, desde una perspectiva teórica, siempre en beneficio del ser humano.
Sin embargo, la cuestión puede llegar a ser más profunda de lo que aparenta. ¿Dónde estaba el poder del Antiguo Régimen? ¿Sobre qué bases se sostenía? Si nos aproximamos a la Edad Moderna y los albores de la llamada Edad Contemporánea, nos daríamos cuenta de que todo poder era consciente de su propia existencia, así como también lo era de su fragilidad.
El poder en la modernidad
El poder moderno está estrechamente ligado a las metas de la humanidad, metas como el Bien, la Justicia, etcétera. Pero hay, sin embargo, pocos ejemplos en los que el poder moderno fuera capaz de actuar de una forma manifiestamente absoluta. Y en este momento todos podríamos recordar cómo estudiamos el absolutismo en la escuela, incluso en las facultades, y hasta se nos vendría el nombre de Luis XIV; pocos, sin embargo, atenderán a los nombres que justificaron su reinado «absoluto», como Bossuet.
En definitiva, la dificultad para hallar entre los rincones del pasado un poder que se manifieste como suficiente a sí mismo es tan alta, que cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿hubo un poder así? Parece ser que no. Más bien, el ejercicio de dicho poder necesitaba estar justificado por entidades superiores. ¿Cuáles fueron estas entidades? Naturalmente, Dios lo fue – y lo siguió siendo – durante siglos. Pero Dios no era únicamente un dios: la religión cristiana, como otras, asociada a la divinidad todo un código de valores que conlleva, según su visión, la máxima expresión del ser humano.
Dicho de otra forma, la existencia de este tipo de divinidades muestra un ideal de ser humano, una meta final. Y el punto de convergencia entre ese ideal divino y el poder es la realización o materialización de la hipotética voluntad divina: se justifica y, sobre todo, se legitima de esta forma la creación y ejecución de leyes. Esto implica que existe un poder capaz de regular el comportamiento del ser humano siempre y cuando dicha regulación conlleve o se dirija hacia el «Bien». Y como parece evidente, la legislación solía coincidir con este concepto, que era y fue moldeado a lo largo de los años, y que era rechazada si resultaba explícitamente contraria a ello (y no hay tampoco pocos ejemplos de levantamientos, revoluciones, etcétera).
¿Dónde está el poder?
Como ya se ha avisado, este artículo pretende una aproximación muy general a algunos conceptos que permitan comprender la situación actual, por lo que se quedan por el camino muchos detalles, relevantes o no, que ayudarían a completar la información. Pero entrar en ellos podría alargar innecesariamente estas letras, y quizás es más interesante dejarlo al interés del lector. Pues bien, ¿dónde está el poder? Aquella magnífica novela de Gabo bien podría haberse referido al siglo XIX: fueron cien años de soledad. ¿Dónde estaba la guía, aquella entidad que justificara la acción humana?
Sencillamente, no estaba. Había muerto. ¿Pero qué había muerto? Esta es la pregunta, desde mi perspectiva, fundamental: ¿murió Dios, o murió el dios del Antiguo Régimen? Lo cierto es que la formación y el desarrollo de los gobiernos liberales no parecieron estar huérfanos, y no parecen tampoco estarlo ahora. No había un rey que todo lo dispusiera, pero no por ello había desaparecido el trono: donde antes justificaba Dios la acción del poder, ahora lo justifica la ideología. Ya sea la Libertad o la Igualdad, el liberalismo o el socialismo, ambos parecen no haber abandonado aquel escalón que no fue destruido, sino sustituido. Y no era difícil. No era difícil asemejar la idea del Bien a otras como la Libertad, la Igualdad, la Justicia, o la propia naturaleza humana.
Es entonces el momento de volver sobre aquellas primeras preguntas que abrieron este texto: ¿es posible la existencia de un estado democrático? ¿Es todo esto una sombra larga avezada por los tiempos de crisis? Propongámonos dar una respuesta. Al igual que la existencia de una divinidad proponía la imagen de un ser humano ideal, la idea lo hace. El ser humano tiene, por naturaleza intrínseca, que ser igual o que ser libre. Y ello conlleva una máximo expresión de esta idea como realidad humana.
¿Pero son estas ideas reales? ¿Puede el ser humano corresponderse plenamente con cualquiera de las dos ideas y encarnarlas, ser su máxima expresión? Quizás la respuesta más sensata sea que no. Y en este caso estas ideas no serían más que una ficción utópica que encadena a la humanidad, en lugar de liberarla. Porque, ¿de qué debe liberar la idea al ser humano? Parece que de sí mismo. Parece que de la orfandad, de la soledad de aquel estruendo que supuso la caída del Antiguo Régimen y que dejó sin padres morales al ser humano.
«La ética es contextual»
Si esto es positivo o negativo, no corresponde evaluarlo en este artículo. Pero lo que sí corresponde es plantear entonces si, en estos términos, es posible la existencia del estado democrático. Mientras que la política bascule entre una y otra idea matriz, y esas ideas sean las rectoras de la humanidad, el ser humano no será, paradójicamente, libre. Libre de sí mismo y de sus propias cadenas éticas. Y es que, si la democracia descansa sobre algún pilar, es precisamente sobre este: la ética es contextual. No se ajusta a ningún absoluto, sino a la circunstancia; no se mide por parecerse más a una idea, sino por actuar frente a la realidad que se le plantea, independientemente de la ideología que pueda proponer la mejor solución.
Por ello, no sería descabellado afirmar que la política actual da la espalda no al pueblo, sino al ser humano. Porque no aspira a identificarse con la humanidad, ni con la realidad, sino con el ideal de todo ello. En este sistema no es relevante la acción, sino la ideología con la que se lleva a cabo la acción. Porque es la ideología la que le infunda la legitimidad, y no el voto del pueblo.
La emancipación del pueblo
A modo de conclusión, es momento de dar respuestas. Si la sociedad no se hace consciente de sí misma y del valor democrático, la sombra de esas dudas iniciales no sólo no serán pasajeras, sino que conducirán al evidente rechazo del sistema. Y no, no es posible un estado democrático mientras que sean las ideas de cada partido, y no la contextualidad ética, las que ejecuten el poder.
Si esta sociedad decide ser democrática debe emanciparse, ¿de quién? De sí misma. Debe aceptar que no es huérfana, sino que la orfandad fue y siempre ha sido una ficción legitimadora de un poder inseguro, frágil, insuficiente. El ser humano tiene la capacidad de gobernar y gestionar desde el consenso, así como también tiene el deber de hacerlo si pretende subsistir con mayor o menor gloria, pero subsistir después de todo. Y la imposición de una meta ideológica de lo que debería ser es negarse a sí mismo para buscar un ideal externo, lejano de la realidad, inhumano.
Únicamente la aceptación de nuestra propia condición puede conducirnos al estado democrático, uno en el que se enfrente la circunstancia de la forma más beneficiosa para el común independientemente de la idea.
¿Y dónde quedan las ideologías? Las ideologías deben brindarnos la oportunidad de elegir, pero no la obligatoriedad de la opresión. Que una medida pueda implicar un sacrificio de libertades o de igualdades es cuestión de ideología; pero la elección es y debe ser popular en un estado democrático, y no entendida como válida por el hecho de haber obtenido la victoria en los comicios. En otras palabras: el pueblo debe votar el programa, y no al partido o a la ideología del partido, puesto que lo segundo conlleva habitualmente la propia negación del pueblo en beneficio de un camino que tiende al cómo debería ser el pueblo, y no a cómo es en realidad.
Crisis de valores y crisis de identidad
Era una pregunta necesaria la que surgió por aquel entonces. Pero, ¿fue una crisis de valores? Puede que sí. O puede que el ser humano se haya visto atrapado consigo mismo, y se haya dado cuenta de que la ideología ha fracasado. En la actualidad, la visión mediática es la de un pueblo que actúa de forma desmedida, y no seré yo quien niegue la ausencia de rumbo.
Sin embargo, ¿tenemos la opción de marcar nuestro propio rumbo o, por el contrario, estamos contra la pared? ¿Es la aceptación de una ideología preestablecida la única forma de gobierno democrático, o estamos en condiciones de determinar la ética del estado y emanciparnos y eliminar, al fin, ese hueco que dejó la caída del Antiguo Régimen?
Después de todo, sí que puede que estemos ante una crisis: una crisis de identidad. Una en la que conceptos como el «yo», «nosotros» o «nación» se han diluido, y no necesariamente como responsabilidad, sino como consecuencia de una globalización mal encarada; esos conceptos se han diluido, más bien, frente a esas grandes ideas de las que hablábamos y para las cuáles el sistema global sirve como vehículo, pero quizás no como ejecutor. Ello quiere decir, en definitiva, que quizás habría que guardar cierta prudencia a la hora de acusar a la globalización como culpable de ciertos procesos sociales, más aún cuando una parte notable de estas críticas abogan, de hecho, por la creación de puentes y diálogos interculturales, para lo cual este sistema puede brindar no pocas oportunidades.
Por otro lado, y retomando la problemática de la identidad, parece evidente que la estrategia de común unión de occidente pasa no tanto por la construcción de lo propio, sino por la contraposición de lo ajeno. De esta forma, la definición de lo nuestro se ejecuta a través de la figura de lo obsceno del contrario, de una otredad negativa, y no desde la comprensión de lo propio. En otras palabras: somos lo que no somos. Pero esta falta de ser conlleva que, frente a un espejo, nuestra identidad no tenga forma alguna. Y, por lo tanto, cualquier variable es posible siempre y cuando no se corresponda con lo obsceno o censurable del contrario.
Sin embargo, ¿todo puede ser válido? Claro, la respuesta es sí; sin embargo, ¿todo debe ser válido? Y aquí, en tanto que la vida humana se desarrolla en comunidad – y en este momento, en comunidad globalizada – la respuesta parece evidente: no todo debe ser válido, aunque pudiera, si el objetivo es la convivencia ciudadana.
Es esta la cuestión que finalmente debe tratarse: ¿cómo dirimir entre aquello que debe y no debe ser? Dios, las ideologías o la naturaleza humana han sido respuestas con tendencias totalizadoras que han resultado finalmente frustrantes, decepcionantes al fin y al cabo. Pero ello no las hace – no a todas, claro: la religión no debe interceder en la res pública – inválidas ni inútiles: siguen siendo perspectivas que deben mediar en la acción política, que deben filtrar necesariamente el curso democrático y aportar una perspectiva propia. L
o que parece obvio es que necesitamos, en primer lugar, volver a ser conscientes de nuestra propia identidad, comenzar un proceso de re – construcción de lo propio, en lugar de ser una informidad identitaria que juzga lo que no quiere sin saber exactamente lo que quiere; y, en segundo lugar, una vez recuperado el ser, construir de nuevo una sociedad democrática que está preparada para asumir la responsabilidad que este sistema político conlleva, ser responsables de nuestras decisiones: en definitiva, emanciparnos, de una vez por todas, de nosotros mismos para comenzar a ser nosotros mismos.
Escrito por Jesús Baena Criado.