«This is not America». Esto no es América. Esto repetían, una y otra vez, los representantes estadounidenses tras los sucesos del 6 de enero. También incluía esta referencia la publicación, en redes, de Josep Borrell, Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Pareciera que lo que suceda en Estados Unidos defina a todo un continente, pese a que este país ocupe sólo un 20% del mismo. Todo, en referencia al mito democrático de una sociedad que ya no existe.
Escrito por Pablo Vega.
Tristemente, si fue Estados Unidos. Y quienes asaltaron el Capitolio, sede de la soberanía nacional, no fueron zombis salidos de la película Guerra Mundial Z, aunque por sus ropajes lo parecieran. Fueron ciudadanos y ciudadanas americanas. Seres humanos a quienes se han repetido mentiras, informaciones falsas y teorías conspiranoicas, como las del movimiento Q-Anon. Fake news bañadas en discurso de odio y avaladas por representantes políticos, cuando no por el propio presidente Donald Trump.
Recuerda todo esto al concepto de banalidad del mal, acuñado por Hannah Arendt en su libro de 1963. Las personas involucradas en el asalto, como Eichmann según la autora, no fueron monstruos horripilantes, ni personajes de la serie Brain Dead a quienes les hubieran comido el cerebro (al menos de forma literal), fueron personas normales que ejercieron de marionetas guiadas por hacer lo que parecía estipulado que debían hacer. Creían formar parte de algo más grande, algo histórico, parafraseando al, ya por poco tiempo, Presidente Trump, estaban defendiendo la democracia frente a quienes, supuestamente, les habían robado las elecciones. Totalmente incapaces de ver que al hacerlo, estaban agrediendo a la mismísima democracia.
El asalto al Capitolio, ¿Golpe de Estado, evento histórico, o ninguna de esas cosas?
Me resisto a calificar lo acontecido, el Día de Reyes, como ‘golpe de estado’ por no haber (según la definición del diccionario de la RAE) “Actuación violenta y rápida, generalmente por fuerzas militares o rebeldes, por la que un grupo determinado se apodera o intenta apoderarse de los resortes del gobierno de un Estado, desplazando a las autoridades existentes”. Podría ser, que siguiendo el mismo diccionario, sea más preciso el término motín, que se define como “Movimiento desordenado de una muchedumbre, por lo común contra la autoridad constituida”. En todo caso, la etiqueta sea posiblemente, en este caso, lo menos relevante.
Tampoco me atrevo aún a calificarlo de “evento histórico”, siguiendo la acepción de William H. Sewell Jr. Según este autor para que un suceso pueda calificarse de evento, sus consecuencias políticas, económicas, sociales y culturales deben ser suficientemente profundas para cambiar la vida allí conocida. Este autor, ejemplificó este concepto con el acontecimiento de la toma de la Bastilla, en julio de 1789. Este tipo de eventos llevan al siguiente nivel los actos de habla, que el filósofo del lenguaje John Langshaw Austin expuso en su publicación ‘Como hacer cosas con palabras’. Ya no se trataría de cambiar la realidad con palabras, como cuando se publica legislación en el BOE, sino de hacerlo con eventos.
Parece pronto para evaluar si estos acontecimientos fueron el final del legado de Trump, y de esa forma de hacer política que ha caracterizado al presidente durante toda la legislatura, y por la que sus seguidores se han creído imbuidos por una suerte de superioridad moral que les daba libertad para agredir. O sí, como declaró el aún presidente en su discurso del 7 de enero, recordando al famoso “Volveré” de la película Terminator, esto es sólo el principio.
Esperemos que se trate de lo primero, pero no lo hagamos con los brazos cruzados. Trabajemos cada día para defender la democracia y rechacemos a quienes hacen del insulto, de las noticias falsas y de las conspiraciones su estrategia política.
Hagamos caso a Benedetti y defendamos la alegría, y la convivencia, como una trinchera.