Se te dispara cuando la prendo
SloMo (2021)
Hasta el final, yo no me detengo
Escrito por Irene Zugasti
Hace algo menos de seis meses, en enero de este año, escribía aquí sobre las Benidorm Wars, es decir, sobre la cuestionada victoria de Chanel en el festival que seleccionaba la canción española para Eurovisión.
Sin duda, estábamos ante una tormenta perfecta para la política pop: tecnocracia boomer, machismo, raptos democráticos, tetas censuradas, lenguas cooficiales, la todopoderosa industria musical, todo agitado -que no mezclado- y legitimado por unas audiencias nada desdeñables.
Y por supuesto, Twitter.
Era el 26 de enero de 2022. Por aquel entonces muchos nos reíamos ante la ocurrencia de que Rusia invadiese Ucrania, porque, por favor, qué disparate. No lo vimos venir (lo de Chanel tampoco), lo cual dice mucho de la capacidad de la Ciencia Política crítica y de la mía propia para no dar ni una, confundiendo la realidad y el deseo.
El hecho es que apenas un mes después, la invasión rusa se materializaba y como no podía ser de otro modo, nos olvidamos de Slomos, Rigobertas y televotos. Pero show must go on, y de hecho, así lo ha hecho, con un festival que reventaba el share en España, Grecia, Italia o Reino Unido, y que batía el récord de voto popular para un país, en este caso, Ucrania.
El revival del festival apolítico más político del mundo nos devuelve un espejo desde el que mirar Europa y más allá, y aunque en un mes todo será pasto del olvido, hay algunas cuestiones que bien merecen una reflexión.
¿Dónde estaban las feministas cuando ganó Chanel?
«Pues resulta que Chanel arrasa en Eurovisión luciendo cuerpazo, con chaquetilla torera y envuelta en una bandera de España. El colectivo feminazi debe estar indignado…».
Un tweet de José Manuel Soto resumía a la perfección el placer con el que cierta “manosfera” organizada recibía el éxito de Chanel. Con manosfera o androsfera nos referimos a esa reacción patriarcal al feminismo que se organiza en la red y se proyecta en la calle, o al revés, y no siempre, por fortuna, de forma proporcional. Desde ese discurso, se celebraba a Chanel no por su tremendo talento, su voz, su actitud o su impecable interpretación, sino porque sus resultados legitimaban su discurso y de paso, echaban por tierra el ajeno.
¿Veis, feministas, como estábais equivocadas? ¡Esto es lo que quiere Europa! ¡Esto es lo que representa a España! Como cantaban los Who, the public gets what the public wants.
Sin embargo, hacía ya tiempo que el feminismo, o los feminismos, en un ejercicio de consenso y sororidad, había dicho por activa y por pasiva que el problema no era Chanel. Ni Chanel, ni ninguna mujer, porque no se trata de cuestionar decisiones individuales, sino contextos colectivos. Lo que el feminismo planteó es por qué una propuesta comercial, impersonal, con una letra que trata sobre una mujer que tiene un culo hipnótico y no tiene problemas monetarys, (se entiende que en una relación causa-efecto) era impuesta a un público que quería enviar otros mensajes con voz de mujer a Europa, aunque no se hubieran comido un rosco.
Nunca sabremos si la insistencia de RTVE, productoras e industria por enviar a Chanel correspondía a un sabio criterio técnico o había algo más. La suya ha sido, sin duda, la propuesta más sexualizada del festival, puesto que Eurovisión ha evolucionado hacia nuevos estilos, lejos de las divas de ventilador del dos mil, que, dicho sea de paso, nos dieron grandes temazos.
Pero quizá Soto (cualquier de ellos) tenían razón y mezclar la música latina, el baile explosivo, el abanico y la torerilla de Palomo Spain era un combo insuperable que nunca habíamos exportado antes, con permiso de María Isabel. O quizá en esta guerra, como en la otra, se trataba de vender bien el producto con un “branding” a la altura, colocarlo en los rankings, y watch it slo mo, mo, mo, mo.
Sería de hecho muy injusto quitarle agencia a Chanel, hablar de ella como si nunca estuviera delante, como si no tuviera criterio o capacidad de elección, como a menudo hemos hecho. Me niego a pensar que nada ha cambiado desde Marisol y Britney; quiero creer que, pese a los managers, los contratos leoninos y la presión mediática, una figura como la suya puede tomar sus propias decisiones profesionales. Lo demuestra su resiliencia ante el “hate” irracional que recibió en redes y también el cariño que suscita entre sus compañeras de profesión, que han aplaudido y celebrado cada paso en su camino.
Se puede, y se debe, saber criticar estructuras y proyectos sin machacar a las personas, y siendo capaces de reconocer sus méritos, en el caso de Chanel, los que la preceden -lleva años de experiencia a sus espaldas- como la que le esperan, incluso aunque pasen por protagonizar un musical sobre Hernán Cortés dirigido por Nacho Cano.
No obstante, creo que erramos si hacemos caso a quienes ven a Chanel como un icono de palabras tan huecas ya como el empoderamiento, la libertad o la diversidad. La letra de Slomo es fruto del trabajo de cinco cerebros y mucho dinero, al menos cuatro de ellos productores y compositores hombres, blanquitos y afincados entre L.A. y Europa.
La hipersexualización que performa su coreografía y su letra está más cerca de los primeros años de JLO que de la cultura bouncé, twerk o el perreo, que, desde los márgenes, ha celebrado la libertad sexual femenina y los cuerpos diversos. El estereotipo de latina explosiva comercial es un arquetipo muy años 2000, y ya entonces tuvo poco de emancipador para otras realidades, cuerpos, identidades o edades; las que no sirven para el show business ni el “capital erótico”, las que trabajan limpiando la casa de José Manuel Soto.
Y cuidado con volver al 2000 (o como se dice ahora, el Y2K) porque de su mano volvemos a encorsetarnos en imposibles, como la cadera baja, el tanga asomando, la latina explosiva, los ombligos planos, Crónicas Marcianas, los trastonos de la alimentación, la Constitución Europea, el 11-S, Putin pidiendo adherirse a la OTAN. Y creo que todo eso está superado.
Mariupol, Azovstal, y Stephania
Que Ucrania ganaría Eurovisión era una obviedad. Ya lo hizo en 2016 con una estrategia similar, de la mano de “1944” de Jamala, una canción que hablaba sobre la expulsión de los tártaros de Crimea durante era soviética.
La canción era una propuesta política que sorteaba las normas del festival deliberadamente y que produjo muchas simpatías entre los países de la órbita ex soviética donde el (re)sentimiento antirruso es latente, sobre todo en su población más joven. En 2016, la guerra en el este ucraniano ya llevaba dos años librándose, y “1944”, como el posterior festival de 2017 alojado en Kiev,(en el que se prohibió la presencia de la candidata rusa) servían para legitimar la identidad y narrativa nacionalista ucraniana de la mano del “soft power” cultural.
Eso también era guerra, pero en aquel entonces, al explicar las razones para la victoria de Jamala en el salón de casa, viendo Eurovisión con las amigas, rodeada de tortillas y sangría, todo aquello sonaba demasiado lejano, demasiado complejo, demasiado freak.
La propuesta ganadora en 2022, de Kalush Orchestra, retomaba esa ofensiva cultural, esta vez en forma de rap y mezclando la estética y el folclore (etno)nacional ucraniano con un mensaje de auxilio y solidaridad a su pueblo que el público y muchos estados respaldaron sin dudarlo.
Sin embargo, las palabras elegidas por el cantante Olenh Psink, para cerrar la actuación no fueron casuales: “Save Mariupol, Save Azovstal now!”. Kalush Orchestra no pedía paz, solidaridad, o abstracciones, tampoco una condena a los crímenes de guerra rusos, sino que situaba de forma muy concreta sus reivindicaciones: lo hacía específicamente en la acería en la que se encontraba sitiado el ejército ucraniano, (y en concreto, el ultranacionalista Batallón Azov), en una de las ciudades clave de esta guerra. Y si algo nos ha enseñado esta, es que hay poco espacio para las casualidades.
Sin embargo, Azovstal cayó. Y es que, parafraseando a los realistas de la polemología y la geopolítica, ni las relaciones internacionales se guían por la moral, ni Eurovisión por el virtuosismo. El sentimiento de injusticia e indignación que inundó las redes españolas a cuenta de la injusta derrota de Chanel -injusta como su victoria en Benidorm, dicho sea de paso- era comprensible, aunque ridículo y a veces, hasta esperpéntico.
Supongo que debe parecerse mucho al cabreo que se siente con otras injusticias tomadas en foros internacionales -como lo del Sáhara, lo de Palestina, o la dinamitación lenta pero inevitable del Green New Deal Europeo, por ejemplo-. Pero por fortuna o por desgracia tenemos memoria corta, también para leer esos exabruptos que, en nombre de esta derrota se han deseado al pueblo ucraniano y a todos los países que no votaron la candidatura española. Exaltados en Twitter pedían hacer listas de países para boicoetar importaciones, vacaciones y hasta relaciones diplomáticas. Qué locura. Ni que fueran rusos.
En cuanto a la canción, “Stephania”, aparentemente comenzó siendo un rap dedicado a una madre para resignificarse en torno a la guerra. El videoclip, lanzado los días posteriores a Eurovisión y sumando millones de visualizaciones, exalta a las militares ucranianas que aparecen en escenarios bélicos, representadas como madres y salvadoras.
Quienes hemos estudiado la transición política postsoviética sabemos bien que la “Berenhya”, la “diosa del hogar” eslavo, fue el ideal identitario al que se empujó a millones de mujeres tras la caída del muro. La crisis económica, el desempleo ramplante y el desmantelamiento de los servicios públicos necesitaban también una transición de género: de la madre-obrera soviética a la diosa doméstica etnonacional. Militarizarla y fetichizarla era cuestión de tiempo; con Stephania, se concentra esas narrativas de género en los que las mujeres se glorifican como combatientes y heroínas sin dejar de ser lo que se espera de ellas: madres, ciudadoras, hermosas salvadoras del ideal conservador y familiar.
Pero esto, no nos equivoquemos, no es sólo patrimonio de Ucrania. Las mujeres en la guerra solo han sido víctimas o verdugas, y siempre, siempre, narradas por otros. Como Stephania.
El disputado voto de la generación Z
Que me perdonen los Eurofans, pero Eurovisión ya no es solo patrimonio suyo. El recibimiento de Chanel en Madrid, casi con honores de Estado, rodeada de autoridades y con una Plaza Mayor a rebosar, inauguraba una nueva época para el festival y su farándula -40 Principales, RTVE, PRISA, BMG y un largo etcétera-.
Vitoreada por familias con niños y niñas, jóvenes con banderas rojigualdas, y alguna que otra arcoíris, y también ucranianas, cualquier observador pasivo repararía en que era complicado descodificar lo que estaba pasando allí, casi más cercano a una final de Champions que a un triunfo eurovisivo, aunque fuera solamente un triunfo moral. Quizá en tiempos de guerra y postpandemia necesitemos héroes y divas, -o heroínas y divos, que tampoco estaría mal-.
Leyendo a Claudio Giunta, profesor de Literatura Italiana en la Universidad de Trento, – considerado el heredero de Umberto Eco, ahí es nada- este afirmaba que “El Festival de Eurovisión se ha convertido en algo serio, prestigioso, una bella pasarela, un hermoso trampolín que habla al público más codiciado: los adolescentes europeos de medio mal gusto». Su maestro, Eco, hablaba los mitos modernos y la comunicación de masas y como provocaban“ apocalípticos e integrados”, y probablemente Giunta sea de los primeros.
El caso es que sea buen o mal gusto, las narrativas políticas más cercanas a la generación Z se construyen así, a través de Chanel, de Kalush Orchestra, del televoto y de la injusticia, de la solidaridad y de la frustración colectiva. Pero me temo que seguimos sin comprenderles, mientras construímos para ellos y ellas un mundo que no les pertenece, que es propiedad de los “boomer”, pero que está narrado por nosotros, “X” y “millennials” en permanente naufragio, y lo que les queda por heredar es, sobre todo, una enorme incertidumbre.
Visto lo visto, no parece buena idea hacer predicciones, ni sobre la guerra, ni sobre Chanel, ni sobre otras batallas, las domésticas y cotidianas, que libramos dentro de nuestras fronteras, como fuera Benidorm. Quizá el ejercicio de honestidad más necesario de todos sea reconocer que no tenemos ni puñetera idea del mundo que nos devolverá Eurovisión en 2023.
Y quienes sí la tienen, o tienen el poder y la información para imaginarlo, no nos lo están contando. El mundo avanza muy deprisa, y no tenemos botón de slow motion, de SloMo.