Alteridad: el otro, yo y la democracia deliberativa

Alteridad

Siempre he encontrado que la contemplación de ciertas figuras filosóficas aplicadas al sin duda complejo y vasto campo de la política es un ejercicio cuanto menos intelectualmente provechoso. Una de estas figuras, la que sin duda ocupa más mi pensamiento al leer o escuchar casi cualquier cosa de dicho campo, es la de la alteridad.

Esta figura, que podríamos expresar como “lo enteramente Otro” o el “no-Yo”, vendría en principio a englobar a cualquier ente externo al propio individuo, pero se usa de forma concreta para denominar a todas aquellas personas que el enunciante define como distintos a él en esencia o forma: construye nuestro hipotético pensador, pues, dos bandos, un “nosotros” y un “ellos”.

Esta discriminación de base, tan común que podría confundirse con intrínseca del ser humano y a la que, para suerte o desgracia (en opinión de quien esto escribe, más bien lo segundo), apoyan ciertos mecanismos biológicos y evolutivos, vendría a ser en buena medida la responsable de la conformación, en el mundo del pensamiento y con una especial relevancia en el campo de lo político (por no mentar otros como las escuelas filosóficas, el debate sexual y de género, los sentimientos religiosos, etc), de bloques polares que engloban cosmovisiones diríase casi antagónicas entre sí.

¿Cómo encarara esta clase de proceso? Me gustaría ofrecer, desde la modestia, una visión personal construída en base a retazos de Kant, Ortega, Bessette y Habermas y que, lejos de querer conformarse como verdad, aspira simplemente a estimular un criticismo profundo desde la contemplación de la realidad por prismas poco convencionales.

¿Existe la alteridad?

Obviamente, si nos ponemos puntillosos, es evidente que existe: no soy el único ser vivo y pensante, hay otros fuera de mí, distintos todos a mí. Sin embargo, las deducciones que podemos hacer de la percepción de ese facto pueden ser bien distintas: podemos discurrir por un sendero acrítico, aceptando como realidad inmutable la evidencia; o caminar el más raro sendero de la sublimación, la transformación de lo percibido mediante el uso de la razón.

Hay que aceptar que la gente en general, y especialmente sin una educación rica en valores y criticismo moral, tomará casi con toda seguridad el primer camino. La separación física da lugar de manera natural al extrañamiento sentimental, moral e ideológico, tanto mayor cuanto más distinto se perciba al otro. En última instancia, eso provoca que la aceptación de la alteridad sea imposible, la tolerancia difícil y dolorosa, y el diálogo dificultoso, bronco y normalmente poco fructífero.

¿Adónde conduce, pues, la otra vía? Simple: a la destrucción de la alteridad. Un individuo altamente moral acaba no sólo por otorgar a los demás la misma dignidad y valor que se da a sí mismo, emulando ese constructo ideal kantiano del Reino de los Fines; puede ir aún más allá. Si es cierto que, como decía Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”, se puede establecer desde aquí una doble consideración: por un lado, dichas circunstancias que completan y ayudan a definir mi yo son, en buena parte, la alteridad que me rodea, de tal forma que pierdo mi propio sentido sin los demás; por el otro, podemos contemplar la todavía más radical idea de que el otro soy yo mismo bajo otras circunstancias, es decir, ya no hay otros, solo hay yoes, versiones gradualmente distintas de mí debido a sus propias vivencias, pero esencialmente idénticos en todo aquello que es importante.

Una nueva Trinidad: oveja, pastor y cayado

¿Qué valor puede tener, moral y políticamente, la destrucción de la alteridad? ¿Dónde nos deja esto como individuos? Podemos ejercer, a partir de aquí, un triple papel tanto en nosotros mismos como en aquellos que, recordemos, hemos aceptado como otros nosotros alternativos.

En primer lugar, somos nuestras propias ovejas. Nos guiamos por convencimientos morales, por ideales que orientan nuestro pensar y nuestro hacer, como ovejas confiadas en tomar la buena dirección. Todos tratamos de obtener razones de dicha guía, justificarla lo mejor que podamos el motor de nuestras decisiones y deseos. Ver a los demás como sus propias ovejas, y a la vez como animales esencialmente similares a aquél con el que me represento a mí mismo, da lugar a una empatía básica con la que comenzar a asimilar las circunstancias y razones que han hecho de cada uno el ser que es.

Al mismo tiempo, somos el pastor de dicho yo-oveja. Nos regulamos a nosotros mismos, y tratamos de hacer de dichas normas algo universal, ya que si nos exigimos algo entendemos que debería ser exigible a cualquier otro sometido al mismo trance. Sin embargo, como seres falibles, a veces nos defraudamos a nosotros mismos, o peor, establecemos juicios sobre bases poco sólidas, cuando no erradas. Ver a los demás como sus propios pastores nos permite sopesar sus aciertos y errores como si fueran propios, estableciendo un proceso dialectal de crítica constructiva que impele y mejora a todas las partes implicadas.

Para completar esta suerte de misterio trinitario, somos, o más bien nos debemos, al cayado. Al intentar explicarnos a nosotros mismos en nuestra infinita complejidad y dar razones de nuestros actos, vemos evidente hacer un uso lo más perfecto y puntilloso de la única herramienta que poseemos para ello: el lenguaje. Establecer, por tanto, unos usos y formas correctos en el empleo del mismo es vital en el proceso de entendimiento de la propia realidad y, obviamente, de las realidades alternativas de esos yoes que son los otros.

Ética discursiva, democracia deliberativa

Bajo este peculiar prisma, el propio concepto de demos cambia. Los mecanismos de diferenciación, de creación de castas y clases, comienzan a fallar: descarrila, por tanto, la dialéctica del materialismo histórico que ha venido marcando nuestro devenir como especie. Ya no hay razón suficientemente poderosa para establecer una separación racional (aunque la haya de facto) entre individuos: sexo, etnia, confesión, ideología… todo se derrumba y perece ante la interiorización de la noción de que, esencialmente, toda persona busca el equilibrio natural entre su bien y el de su entorno, por ser el último facilitador del primero, y tiende por tanto a legislarse de forma sostenible con lo que sea que entienda que es un pacto justo entre pares.

Si entendemos que un par es, de hecho, cualquiera (o casi, como veremos más adelante), por tanto podemos entablar con cualquier interlocutor un proceso de negociación y diálogo en que por medio de la vara, el pastor encarrile a su oveja por un terreno satisfactorio: los interlocutores, como seres virtualmente idénticos, expresan sus convencimientos de la forma más exacta y perfecta posible en un discurso puntillista, buscando mínimos irrechazables y máximos deseables.

En el campo de la política, esto nos llevaría a una democracia deliberativa, una donde todos los actores políticos, en representación de las distintas corrientes que se diesen en su seno, dirimiesen abiertamente y sin tabús las cuestiones de toda índole, con la buena fe de alcanzar acuerdos y la confianza en el otro como, al menos, tan capaz de acierto y fallo como uno mismo.

El sueño de la razón engendra…

Esto, claro, es muy bonito sobre el papel. Sin embargo, otro de los factos con los que hemos de convivir es que, en más ocasiones de las que sería prudente, el diálogo parece, o hasta es, imposible. Ahondar en los posibles porqués de esta verdad de perogrullo es más interesante de lo que a priori parece.

Si los demás son esencialmente yo, la razón me indica que no debería tener enemigos, pues un enemigo de sí mismo es alguien desnaturalizado de su propio yo. Sin embargo, existen enemigos. Pero, ¿cómo distinguir(me) de ellos? Lo dicho anteriormente debería dar una pista definitoria para cribar a un enemigo de quien simplemente es un interlocutor válido con ideas diferentes: si nadie es enemigo de sí mismo, son aquellos que, por posicionarse por encima o separados por una brecha de cualquier otro, sin saberlo quizá van también en contra de sí mismos, y desde luego no pueden entablar un discurso garantista y de buena fe con aquellos que, en su cosmovisión, les son completamente alienos.

¿Qué se puede hacer con estos “monstruos” metafóricos? Es un tema difícil… a título personal, y corriendo el riesgo de que se me tilde de idealista e inocente bienintencionado, diré que el gran reto de la política siempre ha sido recuperar y reinsertar en el discurso a esas voces estridentes, útiles de nuevo social y políticamente al ver la necesidad de diálogo y supeditarse al imperativo moral del reconocimiento de la alteridad. Me reservo el detallar esto para un texto futuro, de momento creo que hay aquí más que suficiente para discutir.

Escrito por Ernesto Gimeno, profesor de Filosofía.