Desde que Pablo Iglesias comentó en su Twitter su seguimiento de la serie francesa Baron Noir, esta serie ha adquirido un cierto estatus mediático en nuestro país. Muchos hemos seguido los pasos del presidente del Gobierno Pedro Sánchez, recomendando la serie francesa a amigos, colegas y compañeros. Para el que no la haya visto, sal de aquí corriendo, ponte palomitas y disfruta de las andanzas de Rickwaert. ¡Dicho esto, allez!
La sociedad del espectáculo, ¿quién apaga el show?
El politólogo italiano Giovanni Sartori – ¿llegaría a ver algún capítulo de Baron Noir, estrenada un año antes de su fallecimiento? – teorizó sobre el papel de la televisión en la construcción del pensamiento. Muy crítico con la ‘caja tonta’, Sartori creía que su visionado transformaría al homo sapiens en un homo videns, un individuo sin capacidad de desarrollar procesos cognoscitivos.
Por si fuera poco, Sartori añadía el preocupante papel de la televisión en la formación de opinión pública, convirtiendo la verdad en una simple imagen, al ser esta la portadora de la realidad. Sí, parece un caldo de cultivo idóneo para el auge de figuras autoritarias. Las ideas, los argumentos, se desvanecen ante la autoridad de las imágenes y los sentimientos que estas evocan en los ciudadanos. Un escenario idóneo para el surgimiento de líderes populistas, capaces de manejar la agenda política a través del uso de las emociones que proyectan a los individuos. De Chalon a Vidal, populistas de derecha e izquierda, pasando por Mercier, la serie francesa muestra la capacidad de estos líderes para navegar las aguas revueltas de una democracia agitada por el espectáculo. Las sesiones parlamentarias de los últimos tiempos en España también nos sirven de ejemplo.
Con una ciudadanía ‘teledirigida’ por las imágenes y una clase política compitiendo por protagonizar el show, ¿quién puede apagar el show?
No, la tecnocracia no es la solución
“Amélie en su papel no es un escudo, es un acelerador del populismo.” Naïma Meizani. La asesora de comunicación más solicitada de Francia en la serie – posteriormente pareja de Rickwaert – expresa en pocas palabras el problema de la tecnocracia como barrera del populismo. La política sin ideología, carente de alma y pasión, no tiene oportunidad de rivalizar contra el torrente de emociones que caracteriza a los populismos.
En esta línea, el geógrafo francés Christophe Gilluy desarrolla en No Society una argumentación sugerente. Los ricos se han escindido de la sociedad, con las élites políticas actuando como sus lugartenientes. Bajo este prisma, los tecnócratas – podemos llamarlos ‘los hombres de negro’, en recuerdo de la terrible troika europea – no serían más que simples y llanos gestores del descontento. Amélie Dorendeu encarna este papel en la serie, virando desde el socioliberalismo de la tercera vía – Giddens, ¿qué nos hiciste? – al centrismo tecnocrático.
Durante este tránsito podemos observar la manera en que la desafección hacia su gobierno y su figura aumentan con el avance de la serie, siendo finalmente ‘derrotada’ por el populista Mercier.
¿Qué hay de la izquierda?
Una de las cuestiones principales que desarrolla la serie es el camino por el desierto de la izquierda tras los casos de corrupción del Partido Socialista. Como paraíso soñado al final de esta travesía, encontramos la lucha por la unidad de la izquierda, la cual se convierte en el leitmotiv de nuestro querido Rickwaert. Desde que Dorendeu quiebra el Partido Socialista – como hizo Macron – vemos a una izquierda deshilachada, fragmentada y débil para posicionarse como alternativa a Dorendeu, quedando la oposición para Chalon y, en menor medida, para Vidal.
Por tanto, la serie presenta un escenario político donde la elección se plantea siempre entre la tecnocracia y el populismo, con la izquierda incapaz de encontrar su hueco en la agenda mediática. La vemos indolente en cuestiones como la educación, la Unión Europea o la reforma fiscal, atrapada en discusiones internas mientras las dos orillas – Vidal y Chalon – discuten las políticas de la presidenta Dorendeu. La izquierda se encuentra convaleciente hasta los últimos capítulos de la serie, donde Rickwaert logra, a partir de un discurso brillante – “allí de donde vengo, es decir, del pueblo, cuando uno puede, lo coge” – reconstruir el espacio de la izquierda, construyendo una alternativa a Mercier a través de una plataforma basada en la recuperación de los valores republicanos.
El peligro de la ‘monarquía presidencial’. Parlamentarismo o barbarie.
Los acontecimientos de la tercera temporada se precipitan cuando la presidenta Dorendeu decide poner fin a la ‘monarquía presidencial’, es decir, terminar con la elección por sufragio universal del presidente de la República para aumentar el papel del Parlamento. Con un alegato basado en la problemática personalización de la política y la transformación del debate político en una discusión sobre ideas y no sobre personas, la serie pone en boca de Dorendeu los argumentos clásicos a favor del parlamentarismo.
El sonoro ensayo Cómo mueren las democracias (Levitsky y Ziblatt, 2018), nos alertaba sobre la lenta pero paulatina muerte de las democracias frente al populismo autoritario, con multitud de ejemplos sobre este a lo largo de la historia y de la geografía. En el capítulo centrado en Estados Unidos, los autores avisaban sobre el peligroso poder que podía llegar a desarrollar el presidente de los Estados Unidos, citando los casos de Roosevelt y Nixon – Trump recién cumplía un año al frente de la Casa Blanca – como mayores amenazas para la democracia estadounidense. En la sensacional Vice (McKay, 2018) se nos muestra visualmente hasta donde pueden llegar las competencias del poder ejecutivo estadounidense.
Regresando a Baron Noir, la serie nos presenta el apocalíptico escenario para la República francesa que supone la nominación de Mercier, un populista que propone “devolver la democracia al pueblo”. Se nos presenta como un youtuber contrario a la democracia liberal, capaz de atraer la atención de cientos de miles de franceses de todas las ideologías gracias a su verborrea antisistema. Su figura es utilizada de manera sucesiva por Rickwaert, Vidal y Chalon, otorgándole peso e influencia en la política francesa hasta el punto de convertirse en el principal favorito para presidir la República. ¿Qué podría llegar a hacer un tipo así con el mando de la República francesa?, parece querer sugerirnos la serie en sus últimos capítulos.
Al final, la serie nos deja una imagen agridulce, con Rickwaert ganando las elecciones presidenciales, ‘recuperando’ la República francesa tras el enorme sacrificio de Dorendeu. Nos coloca al borde del abismo, pero no nos enseña qué habría en él. Nos deja con la incógnita de qué puede ocurrir cuando todos los “guardarraíles de la democracia” – empleando la terminología de Levistky y Ziblatt – dejan de funcionar, pero con la lección de que en un modelo presidencialista parece más ‘fácil’ subvertir la democracia que en un modelo parlamentarista.