La maldición de todos los tiempos

“Siempre y en todos lados lo horrible tiene sus aspectos mágicos; es emocionante encontrarlos ahí, en donde nadie nunca antes se había percatado…”

Henri Toulouse-Lautrec

Al escuchar la palabra “discapacidad” ¿qué acude a nuestra mente? Alguna representación mental de este concepto debe aparecer como un pensamiento reflejo. Puede que muchos imaginen una silla de ruedas, otros, a alguien con muletas… Algunos recurrirán a un sinónimo como minusválido o incapacitado; otros tantos pensarán en palabras menos amables aún. ¿Por qué pensamos lo que pensamos? Probablemente porque nadie nos ha propuesto pensar de otra manera; ha habido pocas oportunidades para desarrollar nuevos enfoques cotidianos sobre este tema.

Normalidad y anormalidad

Tradicionalmente la discapacidad ha sido vista como algo anormal y no debemos obviar que lo anormal se construye como oposición a lo normal, lo correcto, lo estándar. Por tanto hay que admitir que en nuestro pensamiento colectivo desde tiempos inmemoriales se ha determinado el canon que debíamos cumplir. Muchos de quienes teorizan sobre esta materia, que no me creerán pero esa gente existe, ponen el foco en la Grecia clásica, cuna de los ideales de belleza y perfección donde ya Hefesto era marginado por su malformado cuerpo y Procusto torturaba a sus huéspedes para adaptarlos a los estándares que su lecho fijaba. Por desgracia no todo se quedaba en relatos mitológicos y era costumbre arrojar a quien nacía con algún defecto desde el monte Taigeto, venderlo como esclavo o abandonarlo simplemente.

Esto que bajo el pensamiento moderno es casi una aberración, era algo no sólo socialmente aceptado sino que estaba regulado por códigos y leyes. Pero es destacable la polaridad que ya se advierte en las primeras civilizaciones. Mientras pueblos persas y asirios practican infanticidios y consideran un castigo divino la malformación o la enfermedad y sus consecuencias discapacitantes, en la cultura egipcia o china la perspectiva es diferente, llegando incluso a ser la malformación un signo de divinidad en el caso egipcio. ¿Qué nos está diciendo esta interpretación tan opuesta? Pues ya desde la antigüedad aparece una realidad que a día de hoy no está del todo asumida: la discapacidad se ve relativizada por el contexto social. Una patología será siempre un hecho biológico o médico pero el desarrollo de esa persona en su contexto vital será la consecuencia del contexto sociocultural donde tenga la suerte o desgracia de caer.

Discapacidad y religión

Y claro, si hablamos de sociedad y cultura también estamos hablando de religión. Desde tiempos ancestrales esta ha jugado un papel importantísimo en la percepción de las personas con discapacidad. Tal vez la demonización de la Edad Media sea un buen ejemplo de como alguien no tenía más derecho que el de ser considerado un maldito, alguien poseído por el maligno que necesitaba ser intervenido por la Santa Inquisición. Tampoco las corrientes protestantes del cristianismo fueron más comprensivas con estas personas, con lo que lo mejor que pudo pasarles fué el paso del pensamiento teocéntrico al homocéntrico. Dejar a Dios en un lado del binomio y colocar al “hombre” en el centro hizo que el maldito empezara a ser visto como un enfermo. Esto último solía ser una condena social a la mendicidad y en el mejor de los casos, a la reclusión en una institución benéfica donde se podía subsistir gracias a la limpieza de conciencia que para las clases privilegiadas suponía la práctica de la caridad.

Dentro de este panorama tan desalentador hay contadas excepciones, figuras como la de Juan Luís Vives que a su manera, y con un razonamiento muy de la época, tiene una postura más comprensiva ante las deficiencias. Sus teorías proponen determinada rehabilitación que derive en la ocupación o empleabilidad de la persona, aunque su forma de dirigirse a ellas y el juicio o prejuicio que establece relacionando discapacidad y vagancia es cuestionable y discutible.

De otra parte es curioso el hecho de que determinadas discapacidades adquiridas resultaban más, digamos, honrosas que otras. Los mutilados de guerra que perdían una extremidad por defender al rey, la gloria de España o la verdadera religión, gozaban de cierto prestigio social, como el representativo autor del Quijote, “el Manco de Lepanto” y pese a todo, no se libraban de la condena a la precariedad económica, igual que en el caso de Cervantes. Sea como fuere, el Siglo de Oro en este país propició cierto avance en cuanto a visibilización de la discapacidad.

Decía Foucault que el siglo XIX no sólo nos había brindado la libertad pues también había sido el de la sociedad disciplinaria; ese conjunto humano que como colectivo politizado debía ser clasificado, etiquetado, incluido en alguna parte de la maquinaria humana. Sin tiempo hoy para detenernos en su célebre panóptico, asunto que queda más que emplazado para otra entrega pues sintetiza muchos aspectos del proceso de institucionalización para este colectivo, sí apuntar que las personas con discapacidad se vieron aquí como elementos institucionalizables con su propio proceso disciplinario. Si algo bueno se le quiere ver a este momento es que comenzó a separarse a los locos de los enfermos; cosas de las etiquetas.

Discapacidad, guerra y Estado del Bienestar

Para narrar la historia de la discapacidad debería recurrirse a cada instante a la teoría del caos. Los momentos de crisis han propiciado constantemente el impulso médico, terapéutico, ortopédico, incluso asociativo. Sobre todo hay que dar las gracias a las guerras… ¡que útil es una buena guerra para ponerse las pilas! Es así como las Guerras Mundiales provocan que comience la emancipación de estas personas.

No sólo evolucionan terapias médicas o psicológicas sino que comienzan las reivindicaciones por una rehabilitación social más completa, lo que implica la incorporación al mercado laboral, la popularización de la educación especial y los movimientos asociativos de personas con discapacidad o sus familiares son cada vez más frecuentes. Y si todo esto empezaba a cristalizar es porque a esta historia se le incorpora otro eje muy propio de esos tiempos, el Estado de Bienestar.

Ya no podemos vivir sólo con buena voluntad o algunas medidas auxiliares de reyes bondadosos. Se impone que el Estado debe tener una dimensión pública, y que esta garantice unas condiciones mínimas para todos sus ciudadanos, lo cual propicia el conveniente matrimonio de la democracia con la libertad económica. Sabemos que la evolución de este modelo ha sido muy diferente en función de cada país, su sociedad y sus distintos gobiernos pero hay determinados rasgos como la universalidad de los servicios sociales o la obligación de satisfacer las necesidades individuales de la ciudadanía, que si bien no siempre se han logrado, al menos se tenían en la agenda.

Pintando el panorama con estos colores cualquiera podría pensar que las personas con discapacidad estaban en el mejor momento y lugar de su historia. Pero esto no es necesariamente así pues este nuevo contexto imponía una serie de exigencias capitalistas que estas personas no lograban cumplir. El mercado laboral por ejemplo, era uno de esos muros de difícil franqueo. Tampoco el ámbito escolar o académico era la panacea y esto sin detenernos en trabas administrativas, arquitectónicas o burocráticas.

La discapacidad: ¿personas limitadas o sociedad limitante?

Ante este estado de cosas, el movimiento asociativo cobra fuerza y adquiere la base de su discurso porque ¿si esta nueva sociedad que acogía a todos deja fuera a un cuantioso número de personas no se está haciendo algo mal? Aquí comienza a producirse una dicotomía que merece ser abordada en un trabajo futuro pero que al menos en este puede esbozarse. La cuestión es la siguiente: La discapacidad ¿es una condición o es una situación? Es decir ¿la persona está discapacitada por su propia condición personal? ¿o es la sociedad que hemos construido la que está limitándola? El debate no es baladí y aún en la actualidad posmoderna en que vivimos se sigue pensando en torno a esto sin llegar a ningún lugar concreto.

En 1980 la OMS, ya saben, esos médicos que saben tanto, (Organización Mundial de la Salud) publica algo que a la ciencia médica le encanta; una clasificación de personas defectuosas, por aquello de que es más fácil manejar a la gente si esta está convenientemente etiquetada. De hecho, la mencionada clasificación se llamaba: Clasificación Internacional de Deficiencias, Discapacidades y Minusvalías, para abreviar, CIDDM. O sea, semánticamente entendemos que clasificaba quien era más deficiente, tenía menos capacidad o valía menos.

La terminología: deficiencia, discapacidad, minusvalía,

De este modo, la OMS, nombrando como responsable del proyecto al médico Philip N. H. Wood, dictamina que:

a) Una deficiencia es toda pérdida o anormalidad de una estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica.
b) Una discapacidad es toda restricción o ausencia (debida a una deficiencia) de la capacidad de realizar una actividad en la forma o dentro del margen que se considera normal para un ser humano.
c) Y por último pero no menos importante, una minusvalía es una situación desventajosa para un individuo determinado, consecuencia de una deficiencia o una discapacidad, que limita o impide el desempeño de un rol que es normal en su caso (en función de su edad, sexo o factores sociales y culturales).

Con este planteamiento se pueden advertir unas cuantas claves. La primera sería que la OMS entiende que la desigualdad radica en algo patológico. Es la enfermedad la que como accesorio colateral puede implicar una situación diferente a la de otro individuo. Sólo falta responsabilizar a la persona afectada de su situación para que el precepto sea más deprimente… Por otro lado, se pretendía elaborar una terminología positiva. Es fácilmente observable que esta pretensión no se logró pues si bien había que enfrentarse a muchos siglos de palabras más insultantes como lisiado o subnormal que no sólo poblaban el lenguaje vulgar sino que también se encontraban sin remilgos en la literatura especializada, el hecho de que sus tres términos principales aboguen por el defecto, la falta de capacidad o el tener menos valía, no es exactamente hablar en positivo.

Y por último, aunque se podrían analizar muchos aspectos más, es significativo que todos estos términos se definan en base a un referente que parece como un ente que planea sobre nuestras cabezas: Lo normal. Todo lo que se aleja de “lo normal” es defectuoso, malo, inconveniente. Y claro, de aquí no es raro que surja la pregunta de ¿qué es exactamente lo normal? Pues supongo, aún no lo he concretado del todo, que lo normal debe ser lo que el discurso médico diga que es normal. Y la nueva paradoja en este punto del pensamiento es ¿No es también la medicina la encargada de prevenir, curar, subsanar o paliar enfermedades y patologías? Es decir ¿no están siendo ellos el huevo y la gallina?
Podríamos decir que tras el exitazo cosechado por esta clasificación a la OMS se le vino encima mucha carga de trabajo. La CIDDM ocasionaba problemas en su traducción y sobre todo en su planteamiento, por lo que no pocas asociaciones y colectivos manifestaron su desacuerdo e indignación. La verdad es que no sé como a día de hoy he conocido el caso de un profesor que en determinada asignatura imparte, y es materia de examen, las definiciones aquí expuestas, pero así están las cosas…
La solución al cúmulo de despropósitos fue publicar una nueva clasificación, será por publicar… Fue en el año 2001 cuando apareció la Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud; para acortar, CIF. Ya el título es un poco menos ofensivo y manifiesta nuevas intenciones que se exponen en su objetivo principal:

“Brindar un lenguaje unificado y estandarizado, y un marco conceptual para la descripción de la salud y los estados relacionados con la salud”.

La discapacidad como desigualdad social

Pese a que se alude al “funcionamiento” y que se procuró revestir cualquier connotación patológica de un carácter social, la base seguía siendo la misma. El discurso médico plantea el estándar óptimo de salud y calcula la distancia que hay entre ese referente y el sujeto. Esa diferencia matemática es la diferencia social. El baremo calcula cuanto se aleja cada cual de lo que “sería deseable ser” y es de esta manera como una construcción con base biológica genera una desigualdad sociopolítica. La clasificación distingue entre factores personales de cada sujeto y factores contextuales del mismo; obstáculos, barreras… pero asume que los segundos están ahí, han estado y van a estar siempre. No cabe cuestionar la legitimidad de estos impedimentos sociales, no hay motivos para poner el foco de la problemática en esa cara del poliedro.
Es por esto que en contraposición al discurso médico, los paradigmas y modelos de naturaleza social abogan por argumentar que es la sociedad quien discapacita y excluye, a la vez que defienden el cambio social como la clave de las soluciones. De este modo la discapacidad se entiende sociológicamente como la situación que produce una deficiencia, convirtiéndose en un camino de doble dirección. Por un lado, es la condición social que se impone a una persona, dejando a esta en situación desventajosa al resto de la masa social. Por otra parte, puede ser el producto final de una situación social que ya provocaba exclusión en un sujeto o un colectivo determinado; por ejemplo, alguien sin acceso a condiciones de salubridad mínimas podría terminar con una deficiencia discapacitante.

Esta lectura política de la discapacidad se compone con los vértices de segregación, exclusión y opresión generados por la sociedad capitalista; aunque para otro grupo teórico, se cae en el error de obviar en su análisis los aspectos de cuerpo y experiencia. Quizás el problema está en la falta de capacidad que la ciencia tiene para asumir un todo y prefiere segmentar los análisis. Quienes se postulan en el modelo social lo hacen como contraposición a las concepciones medicalistas que tradicionalmente han interpretado la discapacidad. Existe el “miedo” de que los árboles no dejen ver el bosque, que el análisis biológico eclipse al político y viceversa.

En la actualidad: diversidad funcional y autonomía personal

¿Y cuál es el aquí y ahora de la discapacidad? No hay una respuesta rotunda para esta pregunta. Tal vez, la actualidad pase por los movimientos de vida independiente que apuestan por la consecución de la autonomía personal y abogan por la terminología positiva como la “diversidad funcional”. Pero hablamos de una tendencia militante que a día de hoy no cuenta con un marco legal o científico muy desarrollado y que además, como cualquier movimiento en construcción, ya cuenta con algunas críticas de base. Materia extensa que merece… sí, ser tratada en un artículo posterior.
La realidad es que mirar al presente es engañarse. La discapacidad no puede entenderse sin el pasado que la revistió de una serie de lastres de los que aún no se ha desprendido. Nos parecen cuestiones lejanas y arcaicas, pero están muy vigentes en la cotidianidad. La beneficencia pulida con nuevos barnices, sigue siendo el sustento de muchas personas con discapacidad. Los avances legislativos no van parejos con los avances sociales. Los índices de empleo, resultados académicos, participación cultural, poder adquisitivo y demás dimensiones sociopolíticas siguen arrojando datos por debajo de la media. Cualquier persona ante el nacimiento de un niño con discapacidad o ante una discapacidad sobrevenida piensa: “¿Por qué yo? ¿por qué a mí? ¿qué hemos hecho?”

Es la reminiscencia religiosa o espiritual que aún a día de hoy nos sitúa como seres vulnerables objeto de maldiciones divinas. Era una maldición entonces cuando se llamaba padecimiento y es una maldición ahora que se llama opresión; es la maldición de todos los tiempos.

“Por fiel que uno quiera ser, nunca deja de traicionar la singularidad del otro a quien se dirige.”

Jacques Derrida

Después de todo lo dicho, con algo de suerte, algunas mentes inquietas tendrán muchas cosas danzando en su pensamiento… Para finalizar estaría bien reflexionar un poco sobre el concepto con el que arrancaba el texto: Al oír o leer discapacidad ¿qué pensamos? La imagen, el icono, el concepto o la palabra son cuestiones que se entrecruzan en situaciones como estas. Hay muchas formas de “pensar la discapacidad” y por supuesto el lenguaje es un generador de pensamientos a la vez que refleja los pensamientos colectivos.

Desde los términos más insultantes hasta la más rabiosa actualidad de lo políticamente correcto como es la diversidad funcional, tenemos un gran mar terminológico que expresa perspectivas muy diferentes ¿qué será lo más correcto? Sintiéndolo mucho no soy el Oráculo de Delfos. Si tengo alguna misión aquí no es la de separar el bien del mal, me conformo con aportar algunas versiones de la historia común. Como propuesta, siempre abogaré por el “personas con”, pues cualquier adjetivo que pasa a ser sustantivo cosifica y despoja a la persona de eso mismo, la dignidad básica de la consideración personal. Pero para quien quiera un enfoque distinto y novedoso a nivel semántico, también tengo una propuesta. Un vídeo que daba lugar a un blog que desde hace años procura que la gente piense un poco en esas personas diferentes que sabemos que vagan por el mundo… Y aprovechando que estamos en el ágora de la política, se redondea la historia teniendo algo de la perspectiva de quien en aquellos tiempos ni pensaba que podría ser Eurodiputado… las vueltas que dan las ruedas.

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Mercedes Serrato

Investigadora en CC. Sociales. Máster en Genero e IGUALDAD. Mediadora. Integradora y Trabajadora Social. Feminista porque no quedaba otro remedio. Lo personal dejará de ser político cuando no suponga discriminación.

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