“Allah ha ordenado que se combata a los infieles y yo estoy dispuesto a sacrificarlo todo para completar la agenda de nuestra santa yihad”
Mullah Muhammad Omar (líder del movimiento Talibán)
Desde hace varias semanas, Afganistán se ha convertido en el principal foco mediático a nivel internacional. Sin embargo, este remoto país de Asia Central, calificado como “tumba de imperios” a lo largo de la historia, lleva en realidad más de cuatro décadas en guerra, una guerra civil e internacionalizada al mismo tiempo, causada por una multiplicidad de factores étnicos, ideológicos, religiosos y geopolíticos, sin el análisis de la cual es imposible digerir reflexivamente el bombardeo constante de noticias que tanto los medios de comunicación tradicionales como las redes sociales nos están lanzando.
Esta breve tetralogía sobre la historia de la guerra de Afganistán tiene por objetivo plantear una visión panorámica y didáctica en la “longue durée” que nos ayude a comprender como el impacto de esta permanente contienda, a lo largo de sus diferentes etapas, ha transformado radicalmente el país, creando dinámicas tanto de continuidad tradicionalista en el sistema tribal afgano como de cambio modernizador y desestabilizador a raíz de las intervenciones extranjeras. Una historia apasionante y a la vez despiadada, repleta de intrigas políticas, intereses geopolíticos, idealismo revolucionario, fundamentalismo islámico, señores de la guerra y crímenes contra la humanidad.
En esta tercera entrega, nos ocuparemos del colapso del gobierno comunista, el triunfo de los muyahidín, la época oscura de los señores de la guerra, y finalmente, la toma del poder por parte del movimiento Talibán (un grupo muyahidín aún más fundamentalista que el resto), el cual impondrá un auténtico régimen de terror, integrismo, misoginia e iconoclastia en el país, al tiempo que brindará apoyo al terrorismo global de Al-Qaeda, lo cual precipitará a Afganistán hacia el abismo.
El asedio a Kabul y el colapso de la República Democrática de Afganistán (1989-1992)
Tras la retirada oficial de las tropas soviéticas, solamente queda una pequeña guarnición a cargo del aeropuerto internacional de Kabul (¿Os suena de algo esto verdad?), destinada a garantizar la llegada de suministros a la ciudad a través de un puente aéreo, que, no obstante, cada vez se presenta más complicado a raíz de los ataques muyahidín con misiles Stinger. Los pilotos soviéticos lanzan bombas de magnesio para despistarles, ya que los cohetes suministrados por los estadounidenses a los fundamentalistas se guían por el calor. No obstante, la presencia de esa exigua unidad soviética en el aeropuerto durará solo unas semanas, y a pesar de que la URSS tratará de mantener la ayuda a su aliado en la medida de lo posible, a finales de 1989 despegan los últimos aviones militares soviéticos. La República Democrática de Afganistán, Kabul y el presidente Muhammad Najibullah se han quedado solos para contener a los muyahidín.
La ciudad se encuentra atestada de refugiados y comienza a sentir el peso de la guerra, la destrucción causada por los ataques muyahidín, la falta de abastecimientos y el terror de la población. La URSS pretende garantizar el suministro de alimentos desde Moscú, pero al no haber ya tropas soviéticas en suelo afgano, éstas pasan a ser repartidas por los propios generales del ejército afgano, que en muchos casos son corruptos y las desvían hacia el mercado negro y los estraperlistas, generándose una inflación desmesurada en los productos más básicos. A pesar de todo, el Dr. Najib desea resisir y emprende una serie de ofensivas para tratar de romper el cerco a Kabul, al tiempo que en base a su política de reconciliación nacional, teje algunas alianzas estratégicas con líderes tribales moderados, lo que le ayuda a sostenerse en el poder. Sin embargo, esto incide aún más en la feudalización de la sociedad afgana, ya que se están creando señores de la guerra (tanto gubernamentales como opositores) que comienzan a adueñarse de sus propios feudos independientes al margen del gobierno central, incluso los que colaboran con él. Ya no son solo los muyahidín los que se mimetizan con el sistema feudal, aunque al menos el gobierno de Najibullah mantiene el orden público, la iluminación y el correcto funcionamiento de los servicios de Kabul (años después será añorado y recordado en la memoria colectiva de los afganos por haber proporcionado esa estabilidad a pesar de la guerra).
Para profundizar en la des-sovietización del régimen tras la caída del Muro de Berlín y todos los países satélites de la URSS, Najibullah organiza un congreso extraordinario del PDPA para cambiar el nombre del partido a “Partido Watan” (partido de la patria). Todas estas medidas tienen un momentáneo efecto positivo en la moral de los combatientes, lo cual se reflejará en el campo de batalla, cuando ante el intento combinado muyahidín y pakistaní de tomar Jalalabad, las tropas gubernamentales afganas rompan el sitio, ganen la batalla y logren salvar la ciudad. Es una victoria inesperada y contra todo pronóstico para el Dr. Najib, pero necesita algo más que eso para salvar su régimen de los muyahidín, y sobre todo, requiere de apoyos internacionales y cohesión interna dentro del propio partido.
En cuanto a la base social del régimen, a pesar de las sucesivas concesiones al clero islámico, de la represión comunista y del hartazgo de la guerra, a la castigada burguesía urbana y a los intelectuales que aún no han escapado de Kabul no les queda más opción que seguir apoyando al régimen de izquierdas (si es que aún se le puede llamar así). El Dr. Najib es su única garantía de seguridad, modernidad y de cierta libertad, ante la alternativa de un gobierno islamista que pretende devolver a Afganistán a la Edad Media. Por ello, Najibullah se aferra a dicho sector urbano, al ejército y a su “momentum” militar tras el triunfo en Jalalabad para tratar de sobrevivir y salvar lo poco que queda de la Revolución de Saur.
Gracias a la tenue ayuda que todavía llega desde la URSS, a las alianzas con señores de la guerra laicos y al apoyo de esa castigada burguesía e intelectualidad urbana, unido a algunos éxitos militares puntuales, el régimen de Najibullah logrará resistir aún algunos años más en el poder. Sin embargo, la caída del Muro de Berlín primero en 1989 y el sucesivo colapso de la URSS en 1991, significarán también el aislamiento total para su debilitado régimen, ya que el nuevo gobierno pro-occidental de Boris Yeltsin cancelará todas las ayudas a Afganistán, cerrando definitivamente el dossier afgano del Kremlin.
No obstante, el asalto definitivo a su régimen será interno, como suele ocurrir en los hundimientos políticos, cuando algunos centuriones deciden abandonar el barco antes de que se hunda y apostar por el bando que está a punto de vencer, aunque éste sea el enemigo contra el que han luchado. Así, en 1990 se produce un intento de golpe de Estado por parte del general y ministro de defensa Sahnavaz Tanai que Najibullah detiene in-extremis (bombardeo incluido), por lo que Tanai huye a Pakistán y se pasa a los muyahidín. Finalmente, a comienzos de 1992, el general y señor de la guerra uzbeko Abdul Rashid Dostum, durante toda la guerra leal al gobierno comunista, de repente se subleva en su bastión de Mazar-i-Sharif, y aunque laico, se une también a los muyahidín por puro interés personal, completando así el cerco a la capital. El cambio de bando de Dostum, el único “warlord” poderoso que le quedaba ya a Najibullah, es la puntilla definitiva para un régimen en descomposición, asediado por el enemigo y sin ningún tipo de ayuda internacional, por lo que en abril de 1992, después de 14 años de insurgencia, los muyahidín finalmente rompen las lineas enemigas y entran triunfantes en Kabul. La República Democrática de Afganistán llega a su fin.
No obstante, justo unos días antes de la entrada de los islamistas, Najibullah había logrado poner a salvo 22.000 piezas de arte del Museo Nacional de Kabul escondiéndolas en bóvedas selladas del Banco Nacional, las cuales solamente podían abrirse reuniendo siete llaves, llaves que fueron repartidas a siete personas diferentes y sin conexión entre ellas, para que así jamás pudieran caer en manos de los fundamentalistas. Gracias a ello, gran parte del patrimonio cultural afgano pudo ser salvado del integrismo religioso, una suerte que no correrían otras obras de arte como los colosales Budas de Bamiyán (de cuyo terrible caso hablaremos a continuación).
La ciudad que los muyahidín encuentran a su entrada acaba de agotar su capacidad de resistencia. Aunque, gracias a las políticas del Dr. Najib que antes mencionábamos, las infraestructuras y servicios públicos siguen funcionando decentemente, la ciudad se encuentra atestada de refugiados, heridos y mutilados, y constituye una población urbana que, tras 14 años de guerra, ya no es la misma que había apoyado con cierto entusiasmo la Revolución de Saur. El presidente Najibullah logrará momentáneamente escapar a la venganza islamista refugiándose en la sede de las Naciones Unidas en Kabul, puesto que los muyahidín de momento no se atreven a tocar las delegaciones diplomáticas para no quebrantar su alianza con Estados Unidos y otros países.
La rebelión islamista ha encumbrado a los grandes líderes de la resistencia como Burhanuddin Rabbani, Ahmed Shah Massoud, Ismail Khan, Gulbuddin Hekmatyar y el advenedizo ex-comunista Abdul Rashid Dostum, todos ellos criminales de guerra en mayor o menor medida. El gobierno quedará en manos de la facción “Jamiat-e-Islami” de Rabbani, Massoud y Khan, los cuales destruyen todas las instituciones de la RDA y crean en su lugar el Estado Islámico de Afganistán, en donde la sharía vuelve al centro de la vida política y social (si bien en una versión no tan radical como la que veremos unos años después).
La era de los señores de la guerra y el surgimiento del movimiento Talibán (1992-1996)
Caído el régimen comunista y exiliados, encarcelados o ejecutados sus principales gobernantes, Afganistán había quedado en manos de los triunfantes líderes muyahidín. Estos héroes míticos de la guerra ya habían formado un gobierno provisional en Peshawar (Pakistán), un gobierno basado en la sharía y reconocido por Estados Unidos, Arabia Saudí, Bahrein, Sudán y el propio Pakistán. Ahora, al fin podían llevar su gobierno provisional al conjunto de Afganistán. Sin embargo, los deseos uniformadores duraron poco, ya que en seguida estalló una guerra entre los diferentes señores de la guerra (facciones muyahidín) que convirtió a Afganistán en un Estado fallido y en un país prácticamente en ruinas. Proliferaron el cultivo del opio (ya anteriormente una de las fuentes de financiación de los muyahidín), el tráfico de órganos y la prostitución. A pesar de que el nuevo gobierno islamista había desarmado a las milicias comunistas al entrar en la ciudad, utilizó dichas armas para armar a sus propias bandas de muyahidín (en muchos casos, meros delincuentes), por lo que el caos y el crimen se apoderaron tanto de Kabul como del país en general.
Este gobierno islamista de Rabbani y Massoud (apadrinado por Estados Unidos y Gran Bretaña), que supuestamente debía representar a todas las facciones muyahidín, no fue reconocido por la facción yihadista “Hezb-i-Islami” de Hekmatyar (respaldada por Pakistán), así como tampoco por la facción laica uzbeka “Junbish” de Dostum (respaldada por Uzbekistáan). A su vez, Arabia Saudí e Irán trasladaban la rivalidad entre sunnismo y chiísmo al suelo afgano, al apoyar respectivamente a las facciones “Ittihad” (sunnita-wahabbita) y “Wahdat” (chiíta), al tiempo que Irán a su vez apoyaba también al líder occidental de “Jamiat-e-Islami” Ismail Khan, del bando de Rabbani y Massoud. Una vez más, las potencias mundiales y regionales trataban de repartirse los pedazos de un país en ruinas, apoyando a diferentes señores de la guerra por intereses de índole étnica, religiosa o sencillamente geopolítica. Hekmatyar, uno de los señores de la guerra más sanguinarios y fundamentalistas, bombardeo la ciudad con la poderosa artillería que poseía, infligiéndola un gran daño. Independientemente del color de cada facción, las milicias de todos estos grupos islamistas luchaban calle por calle en las principales ciudades de Afganistán ante el terror de la hambrienta y desesperada población. Rabbani y Hekmatyar trataron de llegar a un acuerdo, pero fracasaron debido a la oposición de este último al nombramiento de Massoud, el “León del Panjshir”, como ministro de defensa.
La guerra continuó, cada facción se apoderó de un trozo del país a imagen y semejanza de los señores feudales del medievo. La única ciudad en cierta forma que se benefició de esta guerra civil fue Mazar-i-Sharif, de mayoría uzbeca y en la frontera con Uzbekistán. Al quedar en manos del general Dostum (el único señor de la guerra ex-comunista, y por lo tanto laico), éste instauró un feudo independiente protegido por Uzbekistán que se mantuvo lejos del caos feudal y del islamismo radical durante algunos años, permitiendo que las mujeres no llevasen velos, que acudiesen a la universidad y que se volviera a vivir una vida segura y secular, constituyendo un último coletazo de lo que había sido Afganistán durante la etapa comunista y pre-comunista. No obstante, su feudo también tenía su lado oscuro, ya que Dostum era igualmente un señor de la guerra sanguinario que torturaba y asesinaba a sus enemigos de terroríficas maneras.
En resumen, salvando el caso del feudo uzbeko y laico de Dostum en Mazar-i-Sharif, Afganistán había retornado, en tan solo unos meses de victoria muyahidín, a la Edad Media, al caos feudal, a la lucha fratricida entre clanes, al bandidaje y a la delincuencia. Muy lejos quedaban ya las imágenes de progreso y estabilidad de la monarquía de Zahir Shah, de la república de Daud o del gobierno revolucionario de Taraki. Afganistán era un país destrozado, completamente en ruinas, lleno de campos minados, repleto de mutilados, mendigos, delincuentes y bandas de criminales armados y en donde ya no funcionaban las infraestructuras y servicios básicos que el Dr. Najib había logrado mantener laboriosamente hasta la caída de Kabul. Era el auténtico descenso a la oscuridad (y lo peor de todo era, valga la redundancia, que aún no había llegado lo peor).
Por todo ello, no es de extrañar que, en medio de este caos bélico y de lucha fratricida entre líderes muyahidín por el reparto del botín de guerra que finalmente le habían conquistado a los comunistas, gran parte de la apaleada sociedad afgana que no había podido huir del país, se echara en brazos por pura desesperación de cualquier fuerza política, fuese la que fuese, con tal de que le prometiera una única cosa: seguridad.
Y fue en ese contexto de guerra entre facciones y anhelo de seguridad a cualquier precio, en donde en las zonas de mayoría pashtún, en las madrasas de la frontera afgano-pakistaní, surgió el movimiento “Talibán”, fundado por el mullah Muhammad Omar (un muyahidín que había combatido contra los soviéticos y el gobierno comunista afgano durante los años 80). La palabra talibán constituye el plural de “talib”, un vocablo árabe que significa estudiante, y en su traducción al pashtún, estudiante religioso. Financiado y promocionado por Pakistán y, en menor medida, por Arabia Saudí, el movimiento talibán ideológicamente es de corte wahabbita, aunque con algunas características propias y diferencias importantes con respecto a la doctrina saudí, como es la incorporación a la sharía del código “Pashtunwalli”, un código ancestral de conducta de las tribus pashtunes, transmitido de forma oral a lo largo de los siglos.
Con el apoyo militar de Pakistán, que evidentemente trataba de pescar en río revuelto, este movimiento religioso-militar comenzó a controlar algunas zonas rurales pashtunes del sur de Afganistán, y en 1994 capturó la ciudad de Kandahar, donde asentó su capital. Inmediatamente, los talibán procedieron a ejecutar a todos los señores de la guerra que encontraban y a imponer una interpretación rigorista, extrema y radical del islam como jamás se había viso en el mundo islámico hasta entonces (ni siquiera en Arabia Saudí y menos aún en Irán). Imponían castigos corporales, obligaban a las mujeres a llevar el “burka” (velo integral islámico aún más grueso y cerrado que el niqab saudí), amputaban manos a los ladrones, lapidaban a los adúlteros, encarcelaban a los hombres que no llevaban turbante ni se dejaran crecer suficientemente la barba y destruían el patrimonio artístico afgano pre-islámico (desde el persa hasta el budista). Particularmente terrorífico era el trato dado a las mujeres, a las que se les negaron todos los derechos civiles, quedando supeditadas a los hombres en cualquier aspecto de la vida, prohibiéndolas ir a estudiar o a trabajar y obligándolas a quedarse encerradas en casa (solamente podían salir a la calle acompañadas por un hombre y cubiertas por el burka). Por si no fuera poco todo esto, prohibieron la música, la televisión y la radio, cortaron las antenas parabólicas, clausuraron los cines, y en general, cualquier tipo de ocio o entretenimiento, al cual se juzgaba como pecaminoso (incluyendo el vuelo de cometas, un festival tradicional afgano). Solamente eran permisibles los cantos y ceremonias religiosas. Era el intento de crear una distopía arcaizante y teocrática, basada en el ideal del monje-guerrero medieval cuya vida solamente debe estar destinada a hacer la yihad, tanto la personal como la militar.
Sin embargo, su extremo rigorismo les hizo gozar de una cierta popularidad en las zonas pashtunes, al menos en un comienzo, ya que la rectitud moral que imponían se la exigían en primer lugar a sus propios militantes, a los que también castigaban ejemplarmente cuando la quebrantaban. Igualmente, desarmaron a todas las facciones muyahidín, por lo que el crimen descendió considerablemente. En una sociedad destrozada por la guerra y condenada a la anarquía, en donde cualquier mercenario a sueldo de un señor de la guerra podía entrar en tu casa a robarte, matarte y violar a tu esposa y a tus hijas, el rigorismo y la castidad extrema de los talibán creaban un cierto orden y seguridad dentro del caos feudal, ya que (al menos en teoría) si te comportabas según los dictados de la sharia y el pashtunwalli, en principio no tenías nada que temer, y tu integridad, tus posesiones y las de los tuyos estaban aseguradas, aunque tuvieras que vivir encerrado en esa jaula.
El Emirato de Afganistán, Al Qaeda y la destrucción de los Budas (1996-2001)
Tras capturar Kandahar, el movimiento Talibán cada vez era más fuerte y poderoso, gracias en gran parte a la financiación exterior, a los efectivos pakistaníes y al siempre lucrativo negocio del cultivo del opio. Durante los dos años siguientes conquistaron la mayor parte de Afganistán, incluyendo la ciudad de Herat, en la zona persa del país. Particularmente terrible fue su represión en dicha ciudad, en donde obligaron a las mujeres tayikas y hazaras a ponerse el burka, una prenda pashtún que jamás habían usado. Igualmente, decapitaron bellas esculturas zoomórficas y antropomórficas típicas del arte persa de inspiración zoroastrista y musulmán chií, pero considerado idolatría según la interpretación radical sunní y wahabbita de los talibán.
En 1996 llegaron finalmente a las puertas de Kabul, donde se enfrentaron a Ahmed Shah Massoud, el nuevo hombre fuerte del régimen muyahidín que había sustituido a Rabbani (dentro de la amalgama de señores de la guerra enfrentados). El León del Panjshir les infligió una inesperada derrota y trató posteriormente de negociar con ellos, pero los talibán se negaron en rotundo, y tras ir en busca de refuerzos, volvieron a asediar la capital, la cual finalmente lograron tomar. Massoud pudo escapar in-extremis y reagrupar a las fuerzas muyahidín opuestas a los talibán en el valle del Panjshir, el cual ya había sido su bastión inexpugnable durante la resistencia frente a los soviéticos.
La represión que desencadenaron en Kabul fue aún más terrible que la de Herat. Kabul, una ciudad destrozada por casi 20 años de guerra y de asedios, ahora sufría la llegada de un grupo fundamentalista de un extremismo tal que a su lado, los muyahidín casi parecían liberales. Una de las personas que no pudo salir de Kabul como Massoud fue el Dr. Najib, el último presidente comunista de Afganistán. Los talibanes asaltaron la sede de la ONU donde se encontraba refugiado desde 1992 y se lo entregaron provisionalmente al ISI (el servicio de inteligencia de Pakistán, principal patrocinador de los talibán). Los oficiales pakistaníes le presionaron para que firmara un documento por el que reconocía los territorios fronterizos en disputa como pakistaníes, ofreciéndole a cambio salvar la vida, pero Najibullah se negó argumentando que no podía traicionar al pueblo afgano. Entonces, el ISI le devolvió su custodia a los talibán, los cuales le torturaron, castraron, ejecutaron y colgaron en medio de la plaza pública, haciéndose después macabras y vejatorias fotos con su cadáver, imágenes que dieron la vuelta al mundo y que comenzaron a escandalizar a la opinión pública mundial sobre las acciones de este nuevo grupo islamista radical.
El ejemplo de la tortura y ejecución del Dr. Najib sirve muy bien para ilustrar el régimen de terror integrista que impusieron los talibán en Afganistán, a pesar de la aparente sensación de seguridad que su rigorismo podía brindar a una población tan castigada por la guerra civil. El país quedó completamente aislado y bloqueado del resto del mundo, encapsulado en esa especie de distopía medieval mientras el resto del mundo se globalizaba y caminaba hacia el cambio de milenio. Solamente Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y por supuesto Pakistán reconocieron al gobierno de los talibán, los cuales crearon el Emirato Islámico de Afganistán, liderado por el mullah Omar, emir de los creyentes a partir de entonces. Estados Unidos y el resto de la comunidad internacional siguió reconociendo al gobierno de los muyahidín del Estado Islámico de Afganistán, ahora agrupados en la Alianza del Norte liderada por Massoud, la cual se había hecho fuerte en el valle del Panjshir y en la zona Norte de Afganistán, en donde recibió apoyo estadounidense, tayiko e indio para continuar la resistencia antitalibán. A su vez, el general laico Dostum aún resistía por su cuenta en su feudo de Mazar-i-Sharif, apoyado por Uzbekistán, en una sociedad sitiada pero que disfrutaba de una vida moderna radicalmente opuesta a la distopía talibán. No obstante, el feudo del uzbeko, aunque cosechó algunos éxitos militares iniciales frente a los talibán, terminó por caer en manos de los fundamentalistas en 1998, los cuales perpetraron una nueva matanza en la capital del general, una represión acentuada por el desprecio de la mayoría pashtún hacia la minoría uzbeka. Aún así, el siempre oportunista señor de la guerra huyó hacia su padrino Uzbekistán y salvó la vida.
Mientras los talibán eliminaban a sus enemigos e imponían su férrea dictadura islamista y misógina, paralelamente establecieron una estrecha amistad con el millonario saudí Osama Bin Laden, un antiguo muyahidín aliado de la CIA que había creado su organización “Al Qaeda” en los años 80, durante la lucha contra los soviéticos y comunistas afganos (dentro del conjunto de bases que los países islámicos y occidentales proporcionaron a los voluntarios muyahidín para entrenarlos y enviarlos luego a combatir en Afganistán).
No obstante, cuando la URSS se retiró de Afganistán y el régimen de Najibullah finalmente cayó, Bin Laden no disolvió Al Qaeda. Una decisión sin duda con miras de futuro, ya que durante los años 90 asistimos al crecimiento exponencial del terrorismo islámico, un nuevo fenómeno de alcance global que en términos ideológicos se había consolidado precisamente gracias a la yihad contra los soviéticos y a la posterior I Guerra del Golfo, un conflicto en el que parte del mundo musulmán se sintió humillado y traicionado por Occidente, y que provocó que organizaciones yihadistas como Al Qaeda pasasen de ser aliadas de Estados Unidos a considerarles el nuevo demonio a combatir tras la derrota del comunismo ateo, debido al modo occidental de vida “libertino”, al apoyo del “sionismo” y al imperialismo “antimusulmán” en Oriente Medio.
Este cambio de alianzas llevó al saudí, tras ser expulsado primero de su país natal y posteriormente también de Sudán, a promocionar el crecimiento del movimiento Talibán, aprovechando el colapso estatal en la guerra civil afgana entre facciones muyahidín. El objetivo estratégico era buscar una nueva base territorial de operaciones donde entrenar a sus voluntarios de la muerte, para que posteriormente cometiesen atentados suicidas e iniciasen una yihad global contra los infieles de todo el mundo. El mullah Omar, con el que coincidían ideológicamente en su doctrina radical wahabbita, les otorgó esa base territorial, y el saudí a cambio ayudó financieramente a Afganistán y le proporcionó al mullah una unidad de su ejército de terroristas (la brigada 055). Se acababa de forjar una siniestra alianza cuyos efectos el mundo entero vislumbraría en los años siguientes.
Pero por si el régimen talibán no era ya lo bastante fundamentalista y terrorífico por si mismo, la influencia y presencia de Bin Laden y de sus yihadistas de Al Qaeda en el país influyó en una todavía mayor radicalización del movimiento del mullah Omar. Dicho fanatismo exacerbado provocó que, en marzo de 2001, ambos líderes decidieran preparar la destrucción de las colosales estatuas de los Budas de Bamiyán, unas esculturas milenarias talladas en la roca y máximos exponentes del arte greco-budista de Afganistán, ese arte sincrético que había sido posible gracias al contacto de Alejandro Magno con la India, y posteriormente, de sus sucesores con el budismo del Emperador Ashoka. Esa multiculturalidad, seña de identidad de la fecunda historia afgana y plasmada en la riqueza de su patrimonio cultural, era justamente lo que aborrecían los integristas talibán y lo que querían destruir, para así borrar todo el legado no islámico de Afganistán. A pesar de las enérgicas protestas internacionales (especialmente de la UNESCO) para que no se llevase a cabo tal brutal atentado al patrimonio de la humanidad, los Budas fueron finalmente destruidos por la locura y huida hacia adelante del fanático régimen talibán, un régimen aislado internacionalmente, hostigado por la guerrilla de la Alianza del Norte de Massoud (a la cual no había podido derrotar aún, ni siquiera con la ayuda de las tropas pakistaníes y los terroristas árabes de Al-Qaeda) y cada vez más condenado por la opinión pública mundial debido a sus crímenes contra la humanidad. Mientras, la población afgana, invadida por los soviéticos, desgarrada en guerras civiles fratricidas y ahora condenada a una terrorífica teocracia integrista, ya no podía dar más de sí, y su particular odisea era la de sobrevivir un día más al infierno en la Tierra.
Ajeno a todo ese sufrimiento, el poderoso mullah Omar tenía a su lado a Bin Laden, a las bases de Al Qaeda diseminadas por el territorio afgano y a miles de yihadistas fanáticos llegados del resto del mundo, además del apoyo exterior del gobierno de Pakistán. Ya no necesitaba a su pueblo como al principio de su ascenso al poder y su enrocado régimen cada vez caminaba más y más hacia el abismo, dispuesto a llevar a cabo una yihad contra todo y contra todos en una distopía cada vez más fanática, orwelliana y apocalíptica. ¿Cuál será su acto de locura final? En la cuarta y última entrega lo descubriremos.
Bibliografía consultada:
- BARFIELD, T. (2010): Afghanistan: a cultural and political history. New Jersey. Princeton University Press.
- CANALES, C. y DEL REY, M. (2013): Exilio en Kabul: la guerra en Afganistán (1813-2013). Barcelona. EDAF.
- DORRONSORO, G. (2000): La révolution afghane: des comunistes aux taleban. Karthala. Recherches Internationales.
- ELORZA, A. (2020): El círculo de la yihad global: de los orígenes al Estado Islámico. Madrid. Alianza Editorial.
- GOMÁ, D. (2011): Historia de Afganistán: de los orígenes del Estado afgano a la caída del régimen talibán. Barcelona. Publicacions i Editions de la Universitat de Barcelona.
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