La Guerra de Afganistán II (1980-1989): Fundamentalismo islámico, financiación de la CIA e intervención soviética

“Muyahidín, vuestra lucha prevalecerá, porque Dios está de vuestra parte”

Zbigniew Brzezinski (consejero de seguridad de EEUU en 1979)

Desde hace varias semanas, Afganistán se ha convertido en el principal foco mediático a nivel internacional. Sin embargo, este remoto país de Asia Central, calificado como “tumba de imperios” a lo largo de la historia, lleva en realidad más de cuatro décadas en guerra, una guerra civil e internacionalizada al mismo tiempo, causada por una multiplicidad de factores étnicos, ideológicos, religiosos y geopolíticos, sin el análisis de la cual es imposible digerir reflexivamente el bombardeo constante de noticias que tanto los medios de comunicación tradicionales como las redes sociales nos están lanzando.

Esta breve tetralogía sobre la historia de la guerra de Afganistán tiene por objetivo plantear una visión panorámica y didáctica en la “longue durée” que nos ayude a comprender como el impacto de esta permanente contienda, a lo largo de sus diferentes etapas, ha transformado radicalmente el país, creando dinámicas tanto de continuidad tradicionalista en el sistema tribal afgano como de cambio modernizador y desestabilizador a raíz de las intervenciones extranjeras. Una historia apasionante y a la vez despiadada, repleta de intrigas políticas, intereses geopolíticos, idealismo revolucionario, fundamentalismo islámico, señores de la guerra y crímenes contra la humanidad.

En esta segunda entrega, nos ocuparemos de la intervención soviética en Afganistán, la profundización en la ayuda estadounidense a los muyahidín (ya abierta y pública), el intento de estabilización del régimen comunista afgano y el fracaso militar estrepitoso de las tropas de la URSS, que desembocará en su definitiva retirada.

La intervención soviética y el gobierno satélite de Karmal (1980-1981)

La “Operación Tormenta-333” es el nombre en clave dado a la intervención soviética en Afganistán, que busca anticiparse al colapso de la República Democrática de Afganistán en manos de Hafizullah Amin, el cual se había convertido en líder supremo hacía tres meses tras asesinar al presidente Noor Muhammad Taraki, y cuya política radical y represiva desde entonces ha propiciado como reacción que los muyahidín se encuentren a punto de tomar el poder ante la creciente impopularidad del régimen. Tan solo unos minutos antes de que se produzca una revuelta interna en la ciudad que iba a abrir las puertas a la guerrilla islamista, las tropas “Spetsnaz” irrumpen en el palacio Tajbeg (el lugar donde se encuentra el líder díscolo), y tras un intenso tiroteo con la guardia presidencial, abaten al presidente Amin. Inmediatamente, ocupan los principales centros neurálgicos de Kabul y devuelven el poder al Consejo Revolucionario del PDPA.

Éste, tutelado por los soviéticos a partir de ahora, propone la sustitución de Amin por un dirigente menos radical, es decir, de la hasta entonces perseguida facción “Parcham”. Entonces, llega el momento para su líder Babrak Karmal, que como recordaremos había sido enviado al exilio por el régimen de Taraki y Amin antes de que este último iniciase la purga de su facción. Ahora Karmal, antiguo viceprimer ministro de Taraki, retorna desde Moscú para hacerse cargo de la situación y tratar de estabilizar el régimen. Los soviéticos le apadrinan, pero le exigen que amplíe la base social del debilitado régimen y que gradúe los tiempos de las reformas para evitar los excesivos radicalismos precedentes.

Karmal se pone manos a la obra y elabora una nueva constitución para el país a comienzos de 1980, denominada “Principios Fundamentales de la República Democrática de Afganistán”. En dicha carta magna se mantienen los elementos progresistas de la constitución provisional y decretos gubernamentales de Taraki, tales como la aconfesionalidad, la libertad de las mujeres y los derechos sindicales, pero se moderan algunas cuestiones sensibles como la relación con el clero islámico, promulgándose el apoyo y la financiación del ejecutivo a los clérigos moderados que colaboren con el régimen de izquierdas. Igualmente, se garantiza la propiedad privada en combinación con la pública y la cooperativa, fundándose la Cámara de Comercio de Afganistán con el objetivo de no perder el apoyo de la pequeña burguesía urbana y laica, uno de los pilares fundamentales del régimen, y en ningún caso se hace alusión explícita al marxismo. Igualmente, se garantizan las libertades individuales (al menos en teoría), aunque al mismo tiempo, se mantenía el régimen de partido único y el control estatal de los recursos estratégicos del país.

Comunicativamente, el régimen sustituye la bandera roja de la facción radical “Khalq” por una bandera más tradicional (negra, roja y verde), aunque incorporando la estrella roja comunista y la luz de la razón, inspirándose un poco en la insignia de la República Democrática Alemana (un país hermano por entonces). El escudo trata de jugar con la ambigüedad de un libro, el cual podría simbolizar tanto el Corán, como el Manifiesto Comunista o el conocimiento en general, dependiendo de la interpretación que cada uno haga del mismo. A nivel diplomático e internacional, realiza viajes a Checoslovaquia y a otros países del Pacto de Varsovia y del Movimiento de los No Alineados para fortalecer los lazos diplomáticos e instar a otros Estados a que apoyen el régimen comunista afgano y luchen contra los fundamentalistas islámicos “muyahidín”, llegando incluso a obtener buenos acuerdos comerciales con India y Japón. Sin embargo, fracasa estrepitosamente en Occidente, puesto que su gobierno es acusado de mero “títere soviético”, lo que lleva a que no obtenga el reconocimiento internacional por parte de la mayoría de Estados del bloque capitalista (como sí había sucedido con el gobierno de Taraki tras la revolución de Saur). Se produce una condena internacional de la “invasión” de la URSS, y el discurso político es tan convincente, que incluso algunos partidos comunistas europeos se unen a la condena de la intervención (como fue el caso del PCE español). En su defensa, la URSS argumenta que únicamente está cumpliendo su parte del Tratado de amistad afgano-soviético de 1978 y que su objetivo tan solo es estabilizar el país y combatir al terrorismo islámico.

El presidente comunista afgano Karmal (a la izquierda) junto a altos cargos soviéticos en 1982
El presidente comunista afgano Karmal (a la izquierda) junto a altos cargos soviéticos en 1982

Además, a pesar de los esfuerzos de Karmal a nivel interno e internacional y del despliegue militar soviético a lo largo y ancho del país, dichas medidas no servirán de nada para apaciguar a su pueblo. El sentimiento independiente afgano, común a lo largo de toda su historia como hemos visto, surgirá instantáneamente según van desplegándose las tropas soviéticas por todas las provincias del país, provocando que grandes capas de la población afgana comiencen a apoyar a los muyahidín. No obstante, el régimen de izquierdas sigue conservando el apoyo de la burguesía laica, de los intelectuales, del ejército y de los sectores progresistas (especialmente las mujeres de las ciudades, por motivos obviamente lógicos). La guerra civil afgana está así condenada a recrudecerse.

En el terreno militar, al principio el contingente soviético es limitado, ya que su objetivo es garantizar la defensa y la seguridad de las capitales afganas, dejando así vía libre al ejército afgano para que ejecute las operaciones militares contra los muyahidín en las zonas rurales, debido a su teóricamente mejor conocimiento de las particularidades geográficas y étnicas de cada región. Sin embargo, la corrupción, ineficacia y deserción en el poco profesional ejército afgano, obligará muy pronto a los soviéticos a sustituirles en el campo de batalla, y por consiguiente, a ampliar exponencialmente el número de efectivos desplegados en su país satélite, hasta llegar a los 200.000 soldados, pertrechados con gran parte del potencial armamentístico de la superpotencia.

Fundamentalismo islámico, guerrilla muyahidín y financiación de la CIA (1981-1987)

Como ya vimos en la anterior entrega, Estados Unidos llevaba financiando en secreto a los muyahidín desde comienzos del año 1979, tras la aprobación de la “Operación Ciclón” por parte de la administración demócrata de Jimmy Carter, en una estrategia que había ideado su consejero de seguridad Zbigniew Brzezinski y por la cual se dotaba de armamento y equipo de comunicaciones a los rebeldes muyahidín por valor de más de 15.000 millones de dólares. Dicha ayuda, permitió que la resistencia (iniciada por motivos ideológicos y religiosos de carácter interno) se extendiese a todo el país y amenazase la supervivencia del gobierno de Taraki. Asimismo, la brutal represión del régimen comunista y su idealismo revolucionario a la hora de implementar reformas radicales izquierdistas en un país mayoritariamente feudal e islámico como Afganistán, hizo que la llama de la rebelión integrista se avivara todavía más. Finalmente, la traición personal de Amin terminó de descomponer el régimen, forzando a la URSS a intervenir militarmente para salvarlo. El sagaz estratega Brzezinski lo había logrado: la URSS había mordido el anzuelo y los soviéticos tendrían por fin su propio Vietnam. En la asamblea general de la ONU, el presidente Carter realizará un solemne discurso declarando que “la invasión soviética de Afganistán, a través de la cual trata de extender su dominación colonial, es la mayor amenaza a la paz desde la II Guerra Mundial”.

Al llegar el republicano Ronald Reagan a la Casa Blanca tras su victoria en las elecciones presidenciales de 1980, su enorme popularidad, su decidida doctrina anticomunista y se deseo de terminar con la distensión para retornar al enfrentamiento con los soviéticos en la etapa final de la Guerra Fría, provocó no solo que el programa secreto de ayuda a los muyahidín se incrementara presupuestariamente en decenas de millones de dólares más, sino que éste terminase por hacerse público y que obtuviese el respaldo mayoritario del Congreso. En este sentido, fue decisiva la acción del congresista tejano Charlie Wilson en cooperación con multimillonarios anticomunistas y agentes de la CIA, los cuales lograron a través de Arabia Saudí, Pakistán, Israel e incluso de traficantes de armas, que los muyahidín recibieran todo tipo de suministros, pertrechos y armamento de última generación. Particularmente efectiva fue la introducción del misil antiaéreo portátil “Stinger”, el cual tenía un enorme potencial capaz de destruir helicópteros y demás aparatos de la fuerza aérea soviética y, al mismo tiempo, permitía ser lanzado manualmente por cualquier muyahidín.

Profundizando aún más en la ayuda prestada por gobiernos como el de Arabia Saudí, podemos encontrar las claves del auge del fundamentalismo islámico en los años 80 y de esa coincidencia ideológica anticomunista entre estadounidenses y yihadistas (eran otros tiempos). El islam político llevaba en auge algo más de una década, justamente desde la derrota de los ejércitos panarabistas en la guerra de los Seis Días contra Israel de 1967. El nasserismo y los movimientos seculares del mundo islámico, que habían logrado ser hegemónicos en la zona durante la década de 1960 (la impactante imagen de las minifaldas en Kabul se había producido años antes también en ciudades como Bagdad o El Cairo), estaban en claro retroceso tras la debacle militar y la pérdida de Jerusalén Este. Los islamistas entonces ofrecieron una explicación religiosa según la cual dicha humillante derrota era el castigo de Allah por haberse alejado del islam y haber vuelto a los tiempos de la “yahiliyya” (el gobierno infiel), por lo que la restauración del honor musulmán solo sería posible retornando al Corán y a la Sharia. La Hermandad Musulmana, así como otros movimientos islamistas (guiados por las teorías del yihadista egipcio Sayyid Qutb), encontraron un aliado perfecto en Arabia Saudí, la gran petromonarquía del Golfo Pérsico enriquecida tras la crisis del petróleo de 1973 y la formación de la OPEP, y con un sistema político y feudal basado en el wahabbismo (una corriente integrista del islam sunní). De hecho, no es de extrañar que sea el propio gobierno saudí el que alumbre tanto la Organización de la Conferencia Islámica (OCI) como la Liga Islámica Mundial (LIM), dos organizaciones internacionales destinadas a restaurar los lazos de la “umma” (la comunidad de creyentes), y como veremos a continuación, la influencia saudí llegará también a Afganistán.

Asimismo, Pakistán era un Estado surgido de la partición de la India tras la independencia, cuyo única razón de ser era precisamente su identidad islámica (Pakistán significa el “país de la pureza”). Poco a poco, el régimen de los sucesores de Jinnah (padre de la independencia) fue volviéndose cada vez más integrista y dictatorial a medida que se incrementaba su conflicto con la India, siguiendo las doctrinas radicales sunníes que llegaban desde Arabia Saudí, al tiempo que se convertía en un gran aliado de Estados Unidos (obteniendo tecnología para poder desarrollar su propio armamento atómico). Cuando triunfó la revolución de Saur en su vecino Afganistán, el régimen pakistaní del general Zia-ul-Haq y su servicio de inteligencia (ISI) fueron los primeros a nivel regional en contactar, ayudar y otorgar un espacio de seguridad a los muyahidín tras su frontera para tratar de destruir al gobierno izquierdista de su molesto vecino. En su lugar deseaban establecer un régimen islamista radical y amigo, por lo que decidieron acoger en su propio territorio a la capital provisional de los muyahidín (Peshawar). De hecho, al controlar tanto la frontera con Afganistán como el centro neurálgico a donde llegaba el cuantioso suministro de armamento a los insurgentes, los pakistaníes pudieron desviar muchas de dichas armas hacia el grupo más radical de todos los muyahidín, la organización terrorista “Hezb-i-Islami” de Hekmatyar, su apuesta personal hasta el surgimiento de los talibanes.

No obstante, fue en el campo chií donde triunfó la primera revolución islámica propiamente dicha, con la victoria del ayatollah Jomeini tras acabar con el régimen pro-occidental y modernizador del Sha de Persia e instaurar en su lugar un sistema islamista dirigido por el “Wilayat Al-Faquí” (el gobierno de los doctores de la ley). El caso de Irán además es muy particular, porque es el único en el que el régimen laico depuesto era aliado de Estados Unidos y el régimen islamista implantado se declaraba fervientemente antiestadounidense, una variable que será importante a tener en cuenta décadas después, cuando los antiguos aliados del Pentágono se tornen en nuevos enemigos tras las consecuencias de la I Guerra del Golfo y el colapso de la URSS. No obstante, estadounidenses y ayatollahs sí que coincidían en una cosa: el odio hacia el comunismo y el deseo de destruir el régimen izquierdista de Afganistán, por lo que se celebraron multitudinarias manifestaciones en Teherán y otras ciudades iraníes para condenar la presencia soviética en su país hermano.

Geopolíticamente, un Afganistán comunista controlado por la Unión Soviética inquietaba no solo a Estados Unidos, sino también a Pakistán debido a sus rivalidades territoriales, así como a la República Popular China por su lucha contra la URSS desde 1959 (a pesar de ser ambas potencias comunistas) e incluso a Gran Bretaña por sus históricos intereses en el país derivados de su pasado colonial. Así pues, fruto de la combinación de todos estos condicionantes ideológicos y geopolíticos, la insurgencia muyahidín consiguió que esta híbrida amalgama de poderosas potencias (occidentales, islamistas y hasta maoístas) se implicaran en mayor o menor medida en la contienda afgana financiando y armando a la insurgencia, bien directamente desde sus gobiernos o bien a través de intermediarios, al tiempo que el territorio paquistaní se convertía así en una gigantesca base militar para entrenar a más de 100.000 voluntarios de la yihad, no solo afganos, sino también llegados de todos los países musulmanes del mundo (a modo de “brigadas internacionales”), para posteriormente ser lanzados hacia Afganistán.

Cartel propagandístico del bando muyahidín (1985)
Cartel propagandístico del bando muyahidín (1985)

No obstante, los muyahidín en ningún caso constituían un grupo homogéneo, sino que estaban compuestos por diversas facciones, divididas según criterios tribales y étnicos (pashtunes, tayikos, hazaras, baluchis, etc) y según sus interpretaciones más o menos radicales del islam. En muchas ocasiones lograban realizar ingeniosas emboscadas (aprovechándose del conocimiento del terreno) y capturaban un valioso arsenal y equipamiento soviético, pero después eran tan desorganizados que a las pocas horas dicho material quedaba inutilizado, ya que lo terminaban usando para el saqueo y el pillaje. Además, cuando no combatían con los soviéticos, en muchos casos comenzaban a luchar entre ellos mismos. Esto desesperaba profundamente a los estadounidenses, y además, marcaría una peligrosa tendencia que en los años 90 quedaría plasmada en toda su crudeza cuando los señores de la guerra se hicieran con el control del país.

Fue durante esta guerra de los muyahidín contra los soviéticos cuando escuchamos por primera vez vez hablar de un joven millonario saudí llamado Osama Bin Laden, por aquel entonces un “valeroso luchador por la libertad del pueblo afgano” según la propagada estadounidense (como dice el popular refrán, “cría cuervos y después te sacarán los ojos”). En 1988 crearía la organización yihadista “Al Qaeda” (la base), la cual posteriormente protagonizaría acontecimientos que cambiarían el paradigma de seguridad en el mundo e incluso sacudirían el orden mundial unipolar estadounidense. Pero de momento, era uno de tantos magnates islamistas saudíes que acudían a Afganistán para hacer la yihad, expulsar a los comunistas del poder e instaurar un régimen islámico.

La doctrina Gorbachov, el gobierno del Dr. Najib y la retirada soviética (1987-1989)

En 1987, la situación en Afganistán se había deteriorado gravemente y la intervención soviética estaba resultando un desastre absoluto. Cada año, el contingente de tropas había tenido que ir aumentando debido a las cada vez más exitosas ofensivas de los muyahidín, en las que toda la financiación estadounidense e internacional que recibían comenzaba a dar sus frutos. Los soviéticos se vieron obligados a entrar en una guerra de guerrillas en las zonas rurales que se saldó con miles de muertos, lo que fue haciendo que la ocupación militar se volviese tremendamente impopular en la URSS, del mismo modo que había ocurrido en Estados Unidos con la guerra de Vietnam unos años antes.

Además, las tropas soviéticas, incapaces de derrotar militarmente a los muyahidín (los cuales se beneficiaban del conocimiento del territorio, del apoyo popular rural y de la accidentada geografía del Hindu Kush), comenzaron a bombardear indiscriminadamente aldeas y poblaciones, matando a miles de civiles afganos y ejecutando posteriormente a cualquier sospechoso de encubrir o simpatizar con los guerrilleros. Los muyahidín tampoco se quedaban atrás en esta crueldad, y su fanatismo religioso y nacionalista les llevaba a degollar y asesinar a cualquier soldado soviético o civil afgano simpatizante de los comunistas que capturasen (evidentemente, las mujeres sin velo y secularizadas eran también sus potenciales víctimas). En resumen, la guerra civil afgana se convirtió en un conflicto atroz en el que ambos bandos cometieron crímenes contra la humanidad.

Además, cambios significativos se habían producido en el presidium soviético. El histórico líder Brezhnev había muerto en 1982, y tras varios años de interregno gestionados por presidentes ancianos y débiles (la gerontocracia), de repente había llegado al poder en el Kremlin un joven y enérgico líder, Mihail Gorbachov, que puso en marcha un ambicioso programa de “Perestroika” (apertura) y “Glasnost” (transparencia) con el objetivo de democratizar y humanizar el régimen comunista. Ello provocó una cierta distensión con el gobierno estadounidense de Reagan, pero también, que la población soviética obtuviera por fin información imparcial sobre lo que ocurría en Afganistán y que madres y padres (destrozados ante la llegada de los féretros de sus hijos) comenzaran a preguntarse cuál era el objetivo de esa guerra absurda en un remoto país.

Gorbachov trató de buscar la mediación internacional a través de diversas iniciativas de paz (la ONU envió al subsecretario Diego Cordovez tanto a Kabul como a Peshawar para ocuparse de dicha delicada acción diplomática), sugiriendo que la URSS se retiraría siempre y cuando se interrumpiera de inmediato la ayuda estadounidense y pakistaní a los muyahidín. La iniciativa fracasó, ya que ni el gobierno comunista afgano de Karmal quería realizar ninguna concesión más, ni tampoco los muyahidines estaban dispuestos a pactar con los comunistas en ningún caso, ya que su guerra era santa y estaban convencidos de la victoria total sobre los infieles. A su vez, Estados Unidos tampoco tenía intención de detener su ayuda financiera y militar a los muyahidín, ya que el objetivo último de Reagan era provocar que la URSS agotase todos sus recursos en dicha contienda y tener así una oportunidad de terminar con la Guerra Fría, ya que paralelamente se iban observando grietas evidentes en el bloque soviético (Polonia, República Democrática Alemana e incluso la propia URSS). Para tratar de reconducir la situación y buscar una salida de las tropas soviéticas que permitiera salvaguardar de algún modo al régimen comunista amigo en Afganistán, la URSS, cansada de la inoperancia de Karmal y de su rotundo fracaso en la tarea de estabilizar el régimen al cabo de más de 5 años, apoyó a sus adversarios internos en el PDPA para promover la sustitución de éste por otro miembro del gobierno afgano, Muhammad Najibullah. Este médico, que había estado a cargo de la temible policía secreta del KHAD y, por ende, de parte de la represión, tenía sin embargo una visión más pragmática y realista de su país y estaba dispuesto a des-sovietizar el régimen con el objetivo de lograr apoyos entre los islamistas.

El líder soviético Gorbachov hablando en la Asamblea General de la ONU (1988)
El líder soviético Gorbachov hablando en la Asamblea General de la ONU (1988)

Una vez en el poder, el “Dr. Najib” (como se le conocía coloquialmente) inició una política posibilista conocida como la “Reconciliación Nacional”. Hizo aprobar una nueva constitución en 1987, la cual eliminaba gran parte de la simbología comunista y declaraba nuevamente el islam como la religión oficial, aunque al mismo tiempo, la carta magna mantenía la libertad de cultos, la primacía de la ley civil y los derechos de las mujeres conseguidos en la revolución de Saur. Este intento de moderar el régimen y eliminar su carácter revolucionario permitió al gobierno comunista de Najibullah resistir y estabilizar la RDA, dando tiempo a que la URSS pudiese realizar una retirada no humillante ni en desbandada como les había ocurrido a los estadounidenses en Vietnam.

Sin embargo, los muyahidín (gracias a la ayuda exterior, a su propia tenacidad y al siempre lucrativo negocio del opio que les reportaba ingentes cantidades de dinero negro) cada vez estaban más fortalecidos en el campo de batalla, y no solo habían logrado hostigar y resistir al poderoso ejército rojo durante casi una década, sino que ahora incluso estaban logrando victorias y avances importantes que comenzaban a poner en serio riesgo a las principales ciudades afganas (Kabul, Herat, Mazar-i-Sharif), los bastiones comunistas. La heroica defensa del valle del Panjshir por el comandante tayiko muyahidín Ahmed Shah Massoud, en cuyo intento de reconquista los soviéticos habían puesto todo su potencial armamentístico, se convirtió en todo un ejemplo a seguir por el conjunto de los muyahidín. De hecho, Massoud pasaría a ser un héroe nacional a partir de entonces, y el valle del Panjshir, un lugar casi mítico, símbolo de la resistencia, independencia y carácter indomable afgano. Tras sus continuos éxitos, y eufóricos ante el anuncio de la retirada soviética, los muyahidín se disponían ya a preparar el asedio de la mismísima capital Kabul, a la cual cortaban sistemáticamente las rutas de aprovisionamiento y comunicación desde los últimos años.

Ante este acoso y derribo sistemático que el gobierno afgano y las tropas soviéticas sufrían y la imposibilidad de lograr un alto el fuego que crease un “statu-quo” que pudiese garantizar de algún modo la supervivencia del régimen afín a Moscú, Gorbachov finalmente tuvo que anunciar la retirada de las tropas soviéticas a partir de 1988, tras la firma de los acuerdos de Ginebra en abril de ese mismo año (los cuales en ningún caso traerían la paz, ya que tanto la URSS como EEUU y Pakistán siguieron armando a sus respectivos aliados afganos). De este modo, los últimos contingentes soviéticos abandonarían el país con una sensación amarga en febrero de 1989, cruzando el “Puente de la Amistad”, una construcción que habían levantado ellos mismos para cruzar la frontera 10 años antes. Un país destrozado, con cientos de miles de afganos muertos, mutilados o desplazados, eran el terrible saldo que dejaba la desastrosa intervención militar en ayuda del asediado gobierno comunista. Para los soviéticos, los daños fueron igualmente considerables: desprestigio internacional, protestas internas, inversión desmesurada de recursos y aproximadamente 15.000 soldados muertos, así como decenas de miles de heridos. Un coste demasiado elevado, y lo peor de todo, completamente inútil y contraproducente, ya que solamente había servido para recrudecer aún más la guerra civil afgana y para disparar el fundamentalismo islámico por reacción, el cuál ahora amenazaría directamente las fronteras del sur de la URSS.

Con todo, también hubo algún elemento positivo. La intervención soviética sirvió para que el régimen comunista afgano pudiese sobrevivir y desarrollarse en aquellos años (aunque fuese de modo accidentado y en situación permanente de guerra), y gracias a ello, decenas de miles de afganos pudieron estudiar, acudir a la universidad y trabajar en las nuevas industrias y estructuras económicas creadas por los ocupantes. En cuanto a las mujeres, el porcentaje de alfabetización, estudios superiores y población activa se incrementó sustancialmente, demostrando en este punto uno de los principales logros de la Revolución de Saur. Además, el gobierno prosoviético de Najibullah fundó en estos convulsos años las universidad de Badj y de Herat, siguiendo la estela de la universidad de Kabul.

Un ejemplo muy bonito, curioso e ilustrativo de dicha ambiciosa política educativa y universitaria del régimen de izquierdas afgano y de la ocupación soviética (especialmente para los hispanohablantes) lo constituye el hecho de que durante esta etapa de la RDA, el siempre activo internacionalmente gobierno de Fidel Castro financió la creación de un departamento de español en la Universidad de Kabul, enviando para ello a un grupo de profesores cubanos que durante más de una década estuvieron enseñando la lengua de Cervantes en diferentes niveles a decenas de universitarios afganos. Pues bien, hoy son esos mismos afganos instruidos antaño por profesores cubanos los que dirigen dicho departamento de español, formando así a toda una nueva generación de estudiantes interesados en aprender nuestro idioma. De hecho, muchos de ellos (tanto profesores como alumnos) han trabajado como traductores de los militares españoles desplegados en Afganistán durante las últimas dos décadas.

No obstante, el hito internacional más importante de la revolución de Saur a nivel exterior, fue el conseguir hacer historia al enviar a un nacional al espacio en 1988. El cosmonauta pashtún Abdul Ahad Mohmand se convertía así en el primer afgano (y único hasta la fecha) en sumarse a la lista de seres humanos que han salido al exterior del planeta Tierra, y de hecho, posteriormente fue condecorado por ello y se convirtió en ministro de la aviación civil en el todavía gobierno comunista de Najibullah. Desde la estación espacial soviética MIR, el cosmonauta aprovechó para enviar un mensaje a su pueblo “Desde el espacio todo se ve muy diferente. Tomad a vuestro vecino de la mano, deponed las armas, resolvamos nuestros problemas pacíficamente”.

Por desgracia, los contendientes afganos (tanto muyahidínes como comunistas) no hicieron mucho caso de las palabras del cosmonauta. Además, Estados Unidos estaba decidido a acabar con cualquier huella del marxismo en Afganistán, por mucho que los soviéticos se hubiesen retirado. ¿Qué ocurrirá ahora que el gobierno del Dr. Najib se ha quedado solo? ¿Podrá resistir la previsible ofensiva final de los muyahidín sin las tropas de su gigante aliado? En la tercera entrega lo desvelaremos.

Bibliografía consultada:

– BARFIELD, T. (2010): Afghanistan: a cultural and political history. New Jersey. Princeton University Press.

– CANALES, C. y DEL REY, M. (2013): Exilio en Kabul: la guerra en Afganistán (1813-2013). Barcelona. EDAF.

– DORRONSORO, G. (2000): La révolution afghane: des comunistes aux taleban. Karthala. Recherches Internationales.

– GOMÁ, D. (2011): Historia de Afganistán: de los orígenes del Estado afgano a la caída del régimen talibán. Barcelona. Publicacions i Editions de la Universitat de Barcelona.

– LEFFLER, M (2007): La guerra después de la guerra: Estados Unidos, la Unión Soviética y la Guerra Fría. Barcelona. Crítica.

– GRAU, L. y GRESS M. (2002): The Soviet-Afghan War: how a superpower fought and lost. Kansas. University Press of Kansas.

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Miguel Candelas

Politólogo, experto en geopolítica y propaganda. Profesor en la Universidad de Alcalá (UAH) y en el Centro de Estudios de Geopolítica y Seguridad (CEDEGYS). Analista político e internacional en diferentes medios de comunicación y revistas especializadas. Autor de varios ensayos políticos, manuales de texto universitarios y juegos de mesa diplomáticos.

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