La forma del agua: un mordisco transformador

AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers de la película La forma del agua.

Guillermo del Toro es un hombre extraño que hace películas extrañas. Su universo interior, muy reconocible, resulta de una mezcla de influencias bastante dispares. En él podemos encontrar retazos de terror decimonónico, horror cósmico lovecraftiano, romanticismo y malditismo a la manera de Poe, influencias orientales como el kaiju eiga… éstas y muchas mas cosas, mezcladas y reimaginadas desde esa perspectiva tan suya y original. Vampiros, insectos alienos, fantasmas, monstruos, gigantes pesadillescos y otras criaturas de fantasía pueblan sus propuestas. Es un director de culto por derecho propio, rico en imaginería y sutil en argumentos.

Sin embargo, más allá de su obvia pertenencia al fantástico, también es cierto que en muchas de sus propuestas ha incluído matices políticos patentes: títulos como El espinazo del diablo, El laberinto del fauno o incluso La cumbre escarlata tienen un claro compromiso a la hora de mostrar temas sociales. De hecho, si nos ponemos incisivos, productos tan aparentemente evasivos como Pacific rim tienen implicaciones socioeconómicas en su trama de batallas y acción que serían dignas de análisis.

Hoy, de momento, nos centraremos en su última película, La forma del agua, obra muy celebrada por crítica y público. Según su propio director, es su título más personal y el que más orgullo le ha inspirado. Si bien, en mi humilde apreciación de espectador y aficionado, esto dista de ser así, lo cierto es que es una propuesta fantástica y alucinante, con muchos méritos. Para empezar, es una historia romántica que asume el hándicap de la casi imposible empatía que pueda generar su pareja protagonista (¿amor o abuso zoofilo?), y pese a ello sale airosa gracias al uso de otros métodos de identificación fuera de los usuales del género.

Es gracias a estos mecanismos de identificación como podemos extraerle su lectura política a la película. Si bien ésta es bastante entrevelada, está presente de forma patente en la trama, y aventuro que mucha gente la verá con ojos nuevos y atentos al detalle tras leer esto. Al ser un título enormemente popular y relativamente reciente en el tiempo, no haré sinopsis de la misma y, como ya se ha avisado, desvelaré detalles muy concretos del argumento: doy por hecho que el lector la ha visto, y si no es el caso, tiene fácil (y divertido) el ponerle remedio.

Los personajes como símbolo

Resulta interesante analizar las dos esferas separadas en que se mueven los distintos personajes de la película. La primera esfera es pública, notoria, aquella en la que se puede vincular a simple vista el trabajo hecho con quien lo ejecuta. En ella encontramos a los principales antagonistas de la trama: el coronel Richard Strickland (Michael Shannon) y su superior el general Hoyt (Nick Searcy), y en mucha menor medida el chico de la tienda de tartas (Morgan Kelly).

La segunda esfera es más íntima, secreta. Aquí encontramos a auténticos outsiders, personas que viven su vida entre bambalinas, cuyo trabajo difícilmente se puede relacionar con ellos porque sucede fuera de la vista de todos. Aquí se encuadran todos los protagonistas de la película: la muda Elisa Esposito (Sally Hawkins), sus amigos Giles (Richard Jenkins) y Zelda (Octavia Spencer), el científico Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) y, de manera superlativa, la criatura (Doug Jones) como representante máximo del descastado social, al no ser ni siquiera humano.

A los primeros les une, sobre todo, la comodidad de ser prácticamente representantes prototípicos del orden social imperante en esos tempranos años 60 todavía llenos de sombras e injusticia. Los tres están a gusto con la naturaleza de su realidad y ejercen poder sobre ella, ninguneando y en última instancia censurando a todo lo que se salga de los estrictos límites que su visión impone. Su juicio, por tanto, es de carácter discriminatorio: establecen una clara línea entre el “yo/nosotros” y el “ellos”.

De los segundos podemos decir que la naturaleza de sus existencias les aboca a un modo de vida más minoritario. Todos ellos tienen algo que los rebaja socialmente: la condición femenina en Elisa y Zelda, subrayada por la discapacidad de la primera y la etnia de la segunda; la secreta preferencia sexual de Giles; la opción política y moral de Hoffstetler; y la radical incomprensión y sometimiento vejatorio a la esclavitud que experimenta la criatura en su condición de no-humano. No tienen voz ni poder en el orden de las cosas, lo que los fuerza a existencias casi clandestinas, férreamenta acotadas y sin posibilidad de salida. Al menos, aparentemente…

El mordisco: principio del fin

Al principio de la película, la criatura, trofeo del ufano Strickland, se rebela de forma violenta contra su captor y, en un arranque de ferocidad, le muerde la mano hasta seccionarle varios dedos. Este acto, inicial e iniciático, se convertirá en la mayor metáfora recurrente de la película, que sigue la evolución de la mano mutilada.

Y es que Strickland, en su orgullo, niega toda consecuencia de dicho acto, diríase que en un esfuerzo de negar con ello la voluntad de la criatura, para seguir cosificándola. Esta negligencia en el cuidado de su mano le generará dolor y, en última instancia, gangrena, mientras este avance se corresponde con un aumento del estrés del personaje en su vida familiar y profesional, tensionando hasta el límite la acomodaticia existencia que venía llevando hasta entonces. Al final, será un elemento capital en la propia muerte del personaje, que en su agonía vislumbra no sólo su propio fin, sino el de todo aquello que creía saber y entendía como seguro. Quiso, en definitiva, vivir de espaldas al cambio que se estaba produciendo en su entorno, y el cambio mismo lo arrolló.

En su función de representante del orden social aceptado, el ataque a la integridad física de Strickland es el símbolo del primer acto de rebeldía ante dicho sistema. Este acto generará ecos, en forma de las peripecias de Elisa y sus allegados por salvar a la criatura, que son los responsables de la caída en desgracia a todos los niveles del personaje. El salvaje bocado es, pues, el inicio de la resistencia, de la solidaridad entre marginados, de la sed de justicia, equidad y reparación. La génesis, vamos, de un proceso de transformación que comienza de forma destructiva.

Qué será, será…

Esta destrucción inicial, que continua en la degeneración de la mano y la salud de Strickland, se sublima sin embargo en las ramificaciones que genera para el grupo de protagonistas. Les une, les da un objetivo común, en cierta manera les llena de ilusión vital, y por sobre todo les marca un objetivo positivo que alcanzar. Su odisea por restaurar la libertad de la criatura es, de alguna manera, una forma de vindicación de sus propias existencias, de reconocimiento de respeto y prestigio hacia las mismas.

Esto no quita que sean personajes falibles, con sus debilidades y miserias. Del Toro los dibuja de una manera exquisitamente tridimensional, nobles en sus objetivos pero pese a ello capaces de mezquindades y egoísmo. Valientes, pero capaces de error (si bien también de rectificación), y siempre llenos de dudas acerca del mejor camino a seguir, pues no por nada son pioneros en un terreno inexplorado. Humildes, hasta temerosos, respecto a la enormidad de sus pretensiones. De hecho, con gran habilidad, el director nos presenta a pequeños enemigos en el propio seno de las vidas de estos personajes positivos: el vago y machista marido de Zelda, el insensible representante de Giles, y los desalmados y muy villanescos jefes espía de Hoffstetler. En contraste al gran villano que es Strickland, que no tiene en su haber ni una sola característica redentoria, pueden no parecer gran cosa, pero en conjunto son bastante temibles.

Echando mano del refranero, del Toro reparte una de cal y una de arena y nos viene a decir que en todos lados cuecen habas: que son las ideas, opiniones y actos de las personas las que las legitiman más allá de accidentes de nacimiento u origen, y que todo colectivo tiene enemigos internos además de externos. Diríase, de hecho, que estos primeros son a veces más dañinos y resilentes que los segundos. Y es que, mientras que unos son los monstruos obvios, como lo son Strickland y Hoy en la película por su profunda inhumanidad, los otros, más pequeños pero insidiosos, contaminan y tergiversan la savia misma de la voluntad de cambio hasta agostarla, desviarla del curso deseado o, en el peor de los casos, convertirla en un gatopardismo cruelmente irónico. Los enemigos obvios, los grandes, acaban cayendo por su propio peso víctimas de la historia cuando la gente a la que tiranizan se cansa de sostenerles, pero son los pequeños y ladinos, los que se camuflan bajo insignias y banderas que en realidad no sienten o malinterpretan, quienes tienen el terrible poder de retrasar dicha historia, o de reescribirla de formas dantescas.

Fuera de este inicio de revolución en pañales, la película no aventura los resultados de la misma. Nada sabemos más allá de la muerte de Strickland y por tanto del cambio social habido, salvo el destino de Elisa y la criatura. Y aunque ambos alcanzan cierta felicidad, este happy end típico del romanticismo hollywoodiense se ve empañado por la muerte de Hoffstetler y la incertidumbre del porvenir de Giles y Zelda. A penas podemos aventurar los resultados exactas de sus actos subversivos, ni las consecuencias finales de los mismos en el gran esquema de las cosas. El autor guarda aquí un cabal silencio, sabedor de que, como diría Gandalf, “ni el más sabio conoce el final de todos los caminos”. Se espera, desde luego, un mundo mejor al que simbolizaba Strickland, pero jamás llegamos a saber su naturaleza exacta.

Hay mucha habilidad en estos juegos sutiles de implicación e incógnita a los que se da la película, que funciona realmente bien como metáfora de los procesos de transformación social. De una forma velada, la cinta estimula al juicio crítico respecto a la verdadera naturaleza de nuestra convivencia, a la vez que advierte por sus silencios y omisiones acerca de la prudencia necesaria la hora de convertir dicho juicio crítico en acto transformador. Mensaje hermosos y necesario en estos tiempos interesantes que vivimos, esta defensa del valor de la rebeldía atemperado por la incertidumbre del porvenir es en sí misma valiosa: si, por la voluntad deliberada de la reflexión, no se templan en la razón los hierros candentes del deseo de cambio y la sed de justicia, podemos acabar siendo nosotros los heridos. Y nadie quiere correr el riesgo de arrancarse sus propios dedos de un mordisco.