Hace unos días escribía Antonio Maestre una crónica de una semana extraña. Cuando uno no está muy puesto en esto de juicios, abogados, fiscales y jueces, de pronto, el nombre de “Audiencia nacional” le impone a uno, no es extraño pensar que algo grave has tenido que hacer para tener que pisar el edificio.
Es llamativo observar como este juzgado es fruto de discrepancias, sí, en España tenemos un juzgado que se encuentra en entredicho desde su origen. Sus inicios tienen en 1977 cuando se suprime el antiguo y franquista Tribunal de Orden Público y se crea por Decreto Ley la Audiencia. Unos autores la ven como sucesora de aquel y otros en cambio rechazan la idea, pero queda lo llamativo de poner en entredicho una de las instancias que se encargan de asuntos de enorme importancia en nuestro país.
La semana pasado la Audiencia vivió siete procesos, cualquiera nos podríamos imaginar que pasarían por enfrente de los jueces narcos, yihadistas, terroristas de ETA o algún macrocaso de corrupción pero realmente la semana no se desenvuelve así.
Cuenta Maestre que de los siete casos, solo uno era por adoctrinar y entrenar a una célula terrorista. El resto sería por más o menos desafortunados casos de opinión en redes sociales.
La Audiencia Nacional se está encargando de juzgar palabras, frases, expresiones que vertidas en las redes sociales han resultado con los pies de los emisores en el juzgado. Estamos hablando de siete personas que por decir ciertas cosas, en un medio digital, la mismísima Audiencia nacional les ha creído dignos de pisar su suelo.
No debemos perder de vista que estamos viviendo la situación de que un terrorista y un tuitero pueden ser juzgados de continuo, en el mismo espacio, igualando delitos como el proferir cualquier tipo de proclama (pudiendo ser todo lo deleznable que pueda ser) y el adoctrinar a una célula terrorista.
Estamos entrando en una peligrosa deriva en la que estamos igualando delitos de palabra con acciones directas, algo que nos puede llevar a un camino que nadie querría tomar. Deberíamos replantearnos si queremos una sociedad en la que las personas tengan miedo de escribir en sus perfiles de redes sociales pero en cambio en la barra del bar se pueda proferir lo que sea, que lo que se dice en el bar se queda en el bar.
Se queda anticuada el viejo de dicho de que “con el anonimato cualquiera se atreve a decir lo que sea”, vivimos un tiempo que ni anonimato ni decir lo que uno quiera, empezaría a salir más rentable decir las cosas en persona, quizás el resultado sea menor, a más complicado ir.
Titiriteros, sketches, chistes, bromas de mal gusto, bromas populares… Han pasado a encontrarse en ese cerco en el que todo puede ser juzgado por una Audiencia Nacional que primero puede juzgar a un terrorista cazado in situ y un rato después el tuitero que pasó su mensaje tumbado en la cama antes de irse a dormir. Extraño para los que lo vemos desde fuera, no sabría cómo definirlo si tuviera que ser yo el juez.
Por Eduardo Rodriguez.