Por Galo Abrain
El ya afamado directo Standley Kubrick, acapara multitud de obras maestras, que abarcan desde Espartaco (1961), La chaqueta metálica (1988) 2001: Odisea en el espacio (1968), hasta Lolita (1991) o El resplandor (1980), pero en este caso hablare de la que tal vez sea la más afamada: La naranja mecánica.
Lejos de adentrarme en el aspecto más estético de la película, quisiera apuntar una constante en la obra de Kubrick y que en este caso es el argumento principal: la violencia. La sociedad siempre ha condenado los actos violentos, sobre todo si se encuentran dentro de la propia comunidad (si es en un sitio del que no sabemos ni siquiera pronunciar su nombre poco nos importa que estén cortando cabezas a machetazos mientras la sangre no nos salpique), pero la sigue tolerando y en cierto modo nos sigue incitando a practicarla. Nuestros modos de vida atareados, llenos de estrés y obligaciones, además del constante bombardeo de información que recibimos, no hacen más que acentuar esa pequeña voz de nuestro interior que nos pide a gritos que le lancemos el cenicero al conductor de delante que habla por el móvil y obstaculiza el tráfico, o que le gritemos que se calle a la bienintencionada, aunque desacertada anciana que no controla su diarrea verbal en la sala de espera de la seguridad social.
¿Somos seres violentos, o nos vemos empujados a la violencia? ¿O tal vez ambas se junten en un mejunje machacado, de ganas de arrancarnos los dientes de manera instintiva y una cierta presión que nos dan las constantes imágenes de violencia que se clavan en nuestros ojos diariamente?
George Simmel define el conflicto como una necesidad social, como la consecuencia de una relación interhumana que, a través de este desentendimiento, podrá fabricar a posteriori situaciones de armonía social con grupos pares en su conflicto, o desarrollar una motivación que le incite a la competencia y por tanto a auto-superarse y mejorar (una especie de selección natural). El conflicto como parte inherente del ser humano que gira en círculos entre la armonía y la lucha. Sin embargo, Simmel no habla en ningún momento de actos violentos, es más, los condena como la antítesis de la relación social: la violencia como hecho gratuito emanado de la pura rabia, de la ira, sería la condena definitiva del orden social e incluso de nuestra raza. Aunque por supuesto Simmel se podría dar de hostias contra Sartre o Foucault, según los cuales la violencia es precisamente lo que sustenta el orden social, y sin ella directamente no existiríamos, o al menos no como nos conocemos hoy día.
La violencia sigue persistiendo en nuestro día a día, y no solo nos vemos condenados a ella sino que además observamos que se practica sin cuartel por todo el mundo.
¿Acabaremos sobreviviendo porque nos matamos entre nosotros, o de tanto matarnos acabaremos con nosotros mismos?
Alex DeLarge (Malcolm McDowell), es el joven de semblante brillante y mirada perversa que protagoniza la película. Entre sus múltiples y variadas pasiones se encuentran las de dar palizas a los vagabundos, destrozar los cráneos de una banda rival, fornicar, violar mujeres y escuchar a Beethoven constantemente (sin duda la más maquiavélica de todas). Y su vida se desarrolla plácidamente en el seno de una familia trabajadora, que habita los suburbios y que presta menos atención a Alex que al gato del vecino. ¿Es Alex el único culpable de su condición de demente violento y degenerado, o es una sociedad que le deja de lado, lo aparca y abandona y contra la cual se rebela?
Disculparán queridos lectores mi tono interrogativo, pero es que se me presentan más preguntas que respuestas frente a este tema. Sin embargo, puedo observar esa violencia en nuestras sociedades, en nuestros estados, asolados por guerras en lugares que no conocemos y actos de violencia extrema frente a los que no encontramos explicación. Pero por más que sepamos de su existencia, no buscamos enfrentarnos a ella. Prueba de ello fue, por ejemplo, la tremenda censura que recibió la película por supuestamente fomentar la violencia, cuando en mi humilde opinión Kubrick no hace otra cosa que condenarla arrancándonos la tirita de los ojos y llevándose de paso media ceja con la misma violencia con la que convivimos plácidamente. Tal vez, nuestro irreverente director, solo quisiera darnos a entender a lo que nos vemos sometidos, de forma directa, y no indirecta como la percibimos diariamente.
Alex, quien voluntariamente se somete a un tratamiento invasivo llamado Ludovico (en el que se le relaciona un intenso dolor físico y mental con imágenes de violencia y la música de Beethoven), ve sus problemas desaparecer y su naturaleza destructiva aparcada en un recóndito cajón de su memoria. Pero la vida, enmarcada en nuestra sociedad, le da una intensa patada en el escroto a nuestro pacífico Alex, cuando todos los males que había realizado antes del tratamiento se vuelven en su contra y le destrozan. Es entonces cuando el monstruo, que se creía muerto, renace en la mente de Alex (esto puede observarse en la última escena, que no desvelaré).
La sociedad, a la que supuestamente Alex había maltratado sin cuartel, entre otros, por causa de un medio de vida cochambroso que empuja a la violencia o al suicidio, le devuelve los golpes más fuerte que nunca y, dado que es incapaz de asimilar la violencia, su sufrimiento se ve multiplicado. Es entonces cuando entendemos una visión terrible del mundo, y es que la violencia no es solo ya una constante inequívoca, sino que además es la única arma para defenderse de la propia violencia que la sociedad ejerce sobre nosotros.
Tal vez Kubrick fuese un pesimista, un desesperanzado, un agorero o un tipo tremendamente cruel, pero solo hace falta encender el televisor para ver que Kubrick, lejos de querernos desesperanzar, busca que seamos conscientes de la realidad que vivimos y de cómo la violencia es una constante de nuestras vidas.