Por Diego González Cadenas
Gabriel Moreno González (Valencia de Alcántara, 1991) es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Extremadura y doctor en Derecho por la Universidad de Valencia con una tesis sobre el gobierno económico de la Unión Europea.
La democracia humanista
Acaba de publicar su último libro, La democracia humanista, con la editorial Athenaica, obra en la que intenta vincular el proyecto político de la democracia contemporánea con los viejos ideales del humanismo europeo. Conversamos con él sobre humanismo, retórica o cosmopolitismo:
“La democracia humanista”… un adjetivo bastante antiguo y en cierto modo olvidado. ¿Por qué el humanismo?
Las raíces que conforman la rica tradición del humanismo se hunden en nuestro pasado grecolatino y en su recepción medieval por el cristianismo, así que sí, el adjetivo que he utilizado para definir el ideal de democracia que propongo es antiguo, tan antiguo como muchos de los conceptos que hoy seguimos blandiendo.
No he pretendido con este libro, además, ser original, todo lo contrario. No hay nada más humanista que reconocer el legado de quienes nos precedieron con mejor acierto y prudencia. A veces nos creemos, con nuestras tecnologías y nuestro acceso ilimitado a todo tipo de conocimientos, superiores a nuestros antecesores. Miramos la historia por encima del hombro, como una línea de progreso que termina y culmina en nosotros mismos: esa idea es equivocada, y el humanismo nos enseña que la concepción moderna de progreso, hasta cierto punto correcta en lo tecnológico y en lo material, es errada en lo ético y espiritual, en la perfección humana del propio ser humano.
Una cosa es la mejora cuantitativa que la historia nos ha ido dejando por acumulación, y otra bien distinta es la concepción cualitativa de las sociedades, que mira más a la calidad ética y de compromiso con el bien común, a la perfectibilidad moral de la persona entendida como un todo.
Y ahí no nos podemos creer superiores: como nos recuerda Jaspers, casi a la vez coincidieron en el tiempo, muchos siglos atrás, Confucio, Lao-Tse, Buda, Sócrates o Platón. A principios del siglo XVII salías a una taberna de la calle del León en Madrid y podías cruzarte con Quevedo, María de Zayas, Góngora, Cervantes y Lope de Vega. Y hoy tenemos a Trump y Bolsonaro como guías políticos de millones de personas… La crisis del coronavirus está suponiendo, además, un cuestionamiento total de ese orgullo desmedido, de esa “hybris” que se denuncia.
El humanismo rechaza hacer tabula rasa del pasado y venera la tradición como precipitado de la experiencia que la historia nos ha dejado en herencia. En ese sentido es conservador, pero al mismo tiempo su fe en la perfectibilidad del ser humano a través de la palabra y del ejercicio de la virtud lo hace sumamente dinámico, lo que permite que sea un conjunto de ideales muy adecuado para el horizonte transformador de la democracia.
Pero, esa fe humanista en que el ser humano puede perfeccionarse ética y moralmente, ¿no está en crisis?
Hay un problema a la hora de analizar cualquier crisis, y es que todas las épocas se han considerado a sí mismas, salvo muy raras excepciones, como épocas de crisis. El abuso de este concepto ha hecho que finalmente se desvirtúe, y no hay mejor ejemplo que la crisis financiera y económica que comenzó en 2008 y de la que todavía no tenemos el parte de defunción.
¿El humanismo está en crisis? Sí, pero lleva en estado de coma mucho tiempo, incluso algunos establecen el inicio de su decadencia en la Revolución industrial y en el triunfo de las concepciones cartesianas, cientificistas y materialistas de la contemporaneidad.
La cuestión actual, que es la que abordo porque nuestra generación es la protagonista indefectible en esta etapa de la gran crisis del humanismo, es que esta vieja concepción ya ni siquiera encuentra las condiciones estructurales básicas para poder desarrollarse. Sigo aquí a Byun Chul-Han, a Martha Nussbaum y a Nuccio Ordine para afirmar, con rotundidad, que han cambiado nuestros horizontes.
Si el humanismo se centra en la dignidad inalterable de la persona, en la esperanza de su perfectibilidad a través del cultivo público de la virtud y en la universalidad de un sustrato común del que partimos y al que tendemos, hoy esas tres características no pueden darse. Si antes no lo hacían era por falta de voluntad, por falta de adecuación de la praxis a las estructuras que más o menos intentaban mantenerse firmes. Son esas estructuras estables y sólidas las que han desaparecido: ya no creemos en la sacralidad de la persona como consecuencia de su uso instrumental generalizado y de la pérdida de fe en una trascendencia que le daba sentido de existencia; no practicamos la virtud porque la idea aristotélica de comunidad, en la que los integrantes se ayudan mutuamente a través de la palabra (logos), es incapaz de sostenerse en medio del atroz individualismo atomizador que está inserto en los genes del capitalismo neoliberal; y porque, en fin, la idea misma de universalidad se ha difuminado por la quiebra de la antigua ecúmene religiosa y, también, del fracaso de los intentos laicos de sustituirla (Hume, Adam Smith, los existencialistas…).
El problema de la tesis de Alasdair MacIntyre es que, mal que nos pese a muchos, tiene razón.
En el libro recurres a Giambattista Vico, un autor hasta cierto punto desconocido en la filosofía política contemporánea…
Sí. Creo que Vico debería ser un referente indiscutible de nuestras democracias contemporáneas si quisiéramos de verdad que fueran tales.
Vico nos enseñó el valor de incluir al “otro” en el “nosotros” que constituye cada comunidad, y es algo que hay que defender en estos tiempos de aporofobia y xenofobia. También fue el último baluarte del viejo humanismo frente a la moda cartesiana, frente al cientificismo moderno de la Verdad inmaculada, al que contraponía la verosimilitud del ingenio, es decir, de la capacidad que tenemos de relacionar conceptos y realidades disímiles gracias al uso compartido de la palabra.
El filósofo y rétor napolitano, mucho más que otros pretendidos padres de la democracia actual como Rousseau o Voltaire, fue el gran protector de la universalidad de saberes en una época, la suya, en la que comenzaban a fragmentarse en diversas especialidades y “ciencias”. Por encima de todas ellas Vico siempre vio la capacidad metafórica de la palabra compartida en nuestras esferas de copertenencia, la capacidad empática de ponernos en el lugar del otro y de discutir con él sobre lo que creemos no verdadero, sino verosímil y mejor para la comunidad a la que pertenecemos.
Y Kant…
Por supuesto. A Kant lo utilizo en la obra, no sé si con su venia, para defender que el ideal universalista del humanismo debe tener su reflejo en la conformación política de nuestras sociedades y no recluirse, de este modo, en los sueños de unas pocas élites intelectuales.
Si creemos de verdad que el ser humano, da igual cómo sea, qué religión profese o en qué país viva, comparte mucho más entre sí que aquello que lo diferencia, debemos pensar en cómo articular esa realidad (o al menos ese ideal) aquí abajo, en la desnuda roca de lo político.
Por eso defiendo en el libro retomar la concepción cosmopolita de Kant, que al contrario de lo que a veces se escucha, no está en contra de la existencia de los Estados, sino a favor de que éstos se integren cada vez más a través de un nuevo Derecho, el cosmopolita, de unas nuevas reglas que instauren por encima de ellos el imperio de las leyes sobre la tiranía arbitraria de los gobiernos.
La Unión Europea hubiera podido ser, en este sentido, la materialización del ideal kantiano, pero se ha perdido a sí misma por centrarse exclusivamente en la construcción de un mercado único presidido, hoy, por criterios-guía neoliberales. Si hubiese sido una Unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa sobre ejes como los de los derechos sociales, los deberes ciudadanos o la defensa internacional de la democracia y el respeto de los derechos humanos, Kant hoy la miraría con simpatía y reconocimiento.
¿Entonces su ideal del humanismo cosmopolita sigue contemplando la pertinencia de los Estados? Muchos los dan ya por muertos.
Sí, pero no sólo de los Estados, sino también de los municipios, de las regiones, de todas aquellas esferas de copertenencia que han demostrado a lo largo de la historia su capacidad para crear lazos y estructuras estables de reconocimiento simbólico.
Al contrario de lo que propugna un frío cosmopolitismo que tiene mucho de elitista, o cuanto menos de intelectualista, la pertenencia a los diversos grupos en los que se integra el ser humano no es solo positiva, sino necesaria. La idea de una persona-átomo que viaja constantemente por encima de las fronteras nacionales sin vínculos ni raíces crea unas expectativas irreales y hasta cierto punto contraproducentes, pues como apunta Fukuyama en su último y recomendable libro, el ser humano está siempre carente de autorreconocimiento colectivo, de pertenencia a un todo que intente preservar unos mínimos contornos estables.
Ello no obsta a que el humanismo critique todo nacionalismo por particularista, y que, frente a esa hipertrofia de lo tribal, defienda una concepción de continuo enriquecimiento mutuo, de esa “unión cada vez más estrecha” entre las diferentes comunidades políticas que desborde progresivamente las altas murallas en las que algunos nos intentan confinar.
Creo que es compatible la preservación de nuestras estructuras sociales estables con un grado bastante elevado de cosmopolitismo, de preocupación por el “otro” que vive y actúa fuera de nuestras fronteras. Aquí debería ser esencial, como hace Viroli, recuperar la tradición del verdadero republicanismo, el de Cicerón, que en el fondo no es otra cosa que un humanismo politizado y comprometido con el bien común de todos, no de unos pocos.
No sólo el nacionalismo, el individualismo o la instantaneidad de las nuevas tecnologías amenazan, como analizas en la obra, el proyecto humanista, sino también nuevos horizontes, como el de las tendencias trans y posthumanistas…
En efecto. Aquí he seguido a autores como Francis Wolff o Llano Alonso (a quien agradezco el prólogo de mi obra), porque me parece que han interpretado de manera muy acertada las posturas posthumanistas y el riesgo que comportan.
Para quien no esté familiarizado con estas nuevas realidades, el posthumanismo defiende que el progreso tecnológico y material llegue a tal nivel que sea capaz de mejorar biológicamente la propia especie humana, creando un nuevo “ser” perfeccionado gracias a las nuevas técnicas biogenéticas o una mayor simbiosis con las máquinas.
El posthumanismo confía en la superioridad de la inteligencia artificial (singularidad) y no establece límites éticos a la exploración de nuevas técnicas de “mejora” humana. En este sentido intenta trasladar el perfeccionamiento espiritual o ético del humanismo clásico al campo de lo biotecnológico, pero sin imponerle límites morales ni contener mínimamente esa hybris ciega, esa fe desmedida que roza la soberbia (fácilmente identificable en Sloterdijk) y que tantas críticas siempre ha recibido por los autores verdaderamente humanistas, como Vico, Kant, Weil u Ortega.
En su libro sí intenta imponerle nuevos límites al posthumanismo, límites que piensa desde y por la democracia. Ahí incorpora la visión de la memoria en Benjamin y en la tradición judía, que cree funcional para el ideario democrático. ¿En qué sentido lo sería?
Siempre he sido un fiel admirador de la tradición judía y del valor que continuamente le ha dado a la conservación de la palabra como testimonio de un pasado que no se ve como una superposición de realidades estáticas, sino como el Angelus Novus de Benjamin, ese ángel de la historia que mira a todos lados, que es dinámico, que no piensa lo histórico como algo lineal.
Por eso el Aleph de Borges es tan judío, y por eso Hannah Arendt es una historiadora tan singular. Creo que es esa concepción de la historia como memoria la que nos puede ayudar a seguir perfilando los horizontes de la acción humana: el pasado nos puede servir como lección para evitar cometer los mismos errores, y la imaginación sobre el futuro (los límites imaginados, los llamo) puede ayudar a construir nuevas fronteras infranqueables, nuevos frenos la ambición desmedida de lo humano y de su materialismo, que están acabando hasta con nuestra propia casa común, nuestro planeta.
Al mismo tiempo, la riqueza de ese legado y de la proyección de esa memoria nos ayudaría para completar el conjunto de posibilidades que nos brinda la democracia. Es un concepto tan manido que nos hemos olvidado de que su proyecto verdadero, originario, era transformador: de emancipación, de lucha contra todo lo que aliena al ser humano, desde lo económico a lo sexual. Y en ese horizonte, que debemos seguir alimentando, nos enseñan más quienes nos precedieron que los presuntuosos profetas de una actualidad soberbia, demasiado soberbia y que para sobrevivir quizá debería volver la vista atrás.