La movilización popular no desencadena las crisis en la democracia

“En una tarde de hace cincuenta años , gran parte de nuestra historia turbulenta – la mancha de la esclavitud y la angustia de la guerra civil; el yugo de la segregación y la tiranía de Jim Crow ; la muerte de cuatro niñas en Birmingham , y el sueño de un predicador bautista – se reunió en este puente.
 
No fue un choque de ejércitos, sino un choque de voluntades ; un concurso para determinar el significado de América”.
Con estas palabras rememoraba Obama, en Marzo, la importancia de la protesta pacífica en la determinación del destino del país, ejemplificado en las marchas de Selma, que acontecieron en EE.UU, como parte del movimiento por los derechos civiles y del voto de los afroamericanos, allá por 1965.
Centenares de manifestantes volvieron a reunirse el pasado sábado en Baltimore, Maryland, para protestar contra el racismo, la discriminación y la violencia policial dirigida contra la comunidad afroamericana y afrodescendiente. Esta manifestación es una más de la ola de protestas desatadas por la muerte de freddie Gray, un joven fallecido mientras se encontraba en custodia policial.
Esta semana en Cámara Cívica hablaremos de la importancia (y de la importancia relativa) de las protestas pacíficas.
La democratización nunca ocurre, así, de la nada. Alguien tiene que llevar la iniciativa para instalar o proteger instituciones democráticas. En el sentido inmediato, son las élites políticas quienes se encargan de este cometido. Sin embargo,  hay otro actor poderoso  que no podemos desdeñar: El populacho, el ‘demos’, que a veces aparece en escena, abogando por las reformas o resistiéndose a ellas.
Aquellos que saben, aquellos que estudian, coinciden en que, efectivamente, las demostraciones populares fomentan la democratización. Pero, ¿Por qué llega a resultar crítico que sean demostraciones pacíficas? Kurt Schock, en ‘Insurrecciones Desarmadas’, apuntaba que la principal explicación podría recaer en aquello que Smithey y Kurtz llamaban ‘la paradoja de la represión’. Esta paradoja explicaba que, sencillamente, un desafío desarmado  podía sostenerse e incluso fomentarse en un contexto en el que el estado dirigiera hacia él la fuerza bruta. Hay varias razones por las que esta dinámica puede tener lugar. Principalmente, la protesta no violenta no requiere ni equipación ni tecnologías especiales o costosas, y tampoco depende del estado físico de los protestantes. Ésto parece algo obvio. Y va a dar a la protesta pacífica el ‘potencial para permitir el grado máximo de participación activa en la movilización de la proporción más grande de población posible’. Además, la represión o brutalidad policial dirgida a una protesta pacífica por parte del estado  puede tener incluso un efecto movilizador, propagando un sentimiento de victimización o de martirización de personas inocentes. Puede avanzar o incluso generar divisiones en las élites políticas, – algunos pueden comenzar a preguntarse acerca de la legitimidad del régimen -, y se corre el riesgo de que lleve a motines e incluso deserciones en el ejército o en las fuerzas de seguridad, cuando se les ordena torturar, disparar a personas inocentes.  Finalmente, y no menos importante, la protesta no violenta aumenta la probabilidad de que terceras partes, como movimientos sociales transnacionales, organizaciones internacionales o gobiernos extranjeros tomen parte o expongan al mundo el conflicto.
Finalmente, el éxito de la protesta pacífica dependerá de si llega a afectar o no a alguna de las relaciones de dependencia que hacen del Estado una maquinaria en funcionamiento. Si la protesta es sectorial, como por ejemplo, el caso del funcionariado (médicos, profesores, administradores..) las élites no tendrán más remedio que, al menos, aceptar una posición de negociación. Ésto también va a depender de lo mejor o peor que estén coordinados estos sectores.
En el caso de los países desarrollados, como España, muchas de éstas variables no podemos siquiera ponderarlas. En mal caso estaríamos si computara el incentivo de ver a nuestros militares disparando civiles para llamar a la acción a ONGs transnacionales.
En nuestro caso, ante una escisión abismal entre los deseos del conjunto de los ciudadanos o de un determinado sector, y los de las élites políticas, puede salir más a cuenta no protestar pacíficamente por una reforma en concreto, por un cambio poco popular, por medidas poco queridas en circunstancias excepcionales.
Quizá habría que protestar porque nuestras élites políticas nos tiendan una mano amiga e institucionalicen vías para canalizar nuestras frustraciones. En términos de poder relativo, y a largo plazo, sale más barato soportar negociaciones puntuales a través de la presión de la protesta pacífica ‘dos por tres’ que iniciar un proceso para formalizar la escucha de la opinión popular.
Ésto es algo que los estadounidenses entendieron desde el momento de la constitución de la república, independientemente de la imagen que puedan suscitarnos los últimos acontecimientos (las protestas en Baltimore, Washington, NY en contra de los nada inertes vestigios de la segregación racial). Madison, Jay y Hamilton abrieron una tercera vía en su plasmación ideal de la constitución federal basada en los balances y contrapesos del poder, y era la “vertebración de un activo sistema de grupos de representación de intereses para que una mayoría (incluso electoral) no pueda tiranizar a las minorías”. Una representación que se articula en el nivel legislativo a través de los lobbies, y de algo tan sencillo como las audiencias públicas, de manera que los grupos puedan exponer sus posicionamientos.
Quizá pueda parecernos ingenuo el que, por el simple hecho de normativizar estos mecanismos, nuestros políticos van a tener incentivos suficientes para tratar de manera conjunta con la sociedad cada política o decisión trascendente o polémica. Pero en este contexto, y nos atrevemos a auguraros, como en todos, pasa a ser co-responsabilidad del ciudadano insistir civilizada y cívicamente por plasmar en la ley estos mecanismos, insistir para su puesta en práctica y seguir, seguir insistiendo para que penetre en nuestra ajada cultura política. Hacer que se convierta en narrativa política. Que este derecho, capitalice.
Siglos después de este diseño sabemos que no todos los intereses son representados por los partidos que juegan en el sistema y que no todos los colectivos tienen recursos para organizarse. Por eso no habría que rechazar el componente democrático de la protesta, que enriquece la legislación y las políticas públicas. Y que, de una forma u otra, lleva al cambio.

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