Quienes somos lo suficientemente jóvenes para haber nacido en democracia, la damos por sentado. Sin embargo, enfrascados como estamos en la inclusión de derechos nuevos ante la creciente incorporación de la tecnología en nuestras vidas, podríamos olvidar que ésta también influye en los que creemos consolidados.
La verdad es que nos encontramos en el periodo de la humanidad en que los cambios se suceden con mayor rapidez. Los avances tecnológicos acabarán consiguiendo que releguemos la revolución industrial a una mera anécdota en la historia del progreso. Con respecto a los datos, cada año generamos más que los 5000 años anteriores de la humanidad.
El debate entre el auge del tratamiento que se hace de los datos (quién no ha oído hablar del Big Data) y nuestra privacidad ha resurgido con más fuerza debido a la COVID. Varias de las medidas tomadas para controlar la pandemia implican el acceso a nuestra geolocalización. Se han propuesto también soluciones que requerirían la confirmación de que somos personas sanas para ejercer derechos como la movilidad.
No siendo esto suficiente, nos enfrentamos a otro dilema: la libertad de expresión. Los bulos han proliferado tanto durante esta crisis sanitaria que más de una institución pública ha tenido que intervenir.
Pero ¿afecta todo esto a la democracia?
El derecho a la privacidad. El individuo
Dice Yuval Noah Harari en su libro Homo Deus que “nuestros datos personales son probablemente el recurso más valioso que la mayoría de los humanos aún pueden ofrecer, y lo estamos cediendo a los gigantes tecnológicos a cambio de servicios de correo electrónico y divertidos vídeos de gatitos”.
En cuestión de pocas décadas hemos pasado de una consciente y limitada gestión pública de nuestros datos por cuestiones de registro (censo, DNI o aquellas páginas amarillas) a sentirnos impulsados a colgar aspectos diversos de nuestras vidas en plataformas tecnológicas privadas de acceso global (ubicación en tiempo real, qué nos gusta, con quién salimos, dónde trabajamos, experiencia profesional, ideología política…).
La mercantilización de nuestra privacidad está realizando tal salto cuantitativo y, a la vez, tan silencioso, que no nos queda aún muy claro cuál es la trascendencia y el alcance del uso de nuestra información personal. Concedemos nuestros datos sin pararnos a pensar pero, ¿es peligroso cederlos?
No es que no haya nada bueno, todo hay que decirlo. Gigantes tecnológicos como Google y Facebook también invierten (parte de) su poder en colaboraciones sociales. La empresa de Zuckerberg toma medidas contra el bullying, la violencia gráfica y los discursos de odio e investiga crímenes como la explotación infantil o el terrorismo. Para ello, deben leer nuestros mensajes.
Y la privacidad es un derecho individual, creado para proteger nuestra vida personal. Abraham Lincoln en este caso diría algo así como “El derecho a la privacidad del individuo, por el individuo, para el individuo”. ¿Significa eso que está por encima de lo colectivo?
El dataísmo como teoría filosófica. Lo colectivo
El Dataísmo es una corriente filosófica cuyo proyecto es la mejora del sistema a través de la composición de bases de datos globales. Definitivamente, tendría infinitas ventajas (la mayoría sin explorar aún), especialmente si las unimos con la inteligencia artificial.
Conceder la información sobre a qué hora salimos de casa, dónde trabajamos y dónde viven nuestros amigos crearía una red común que, por ejemplo, puede facilitar una app para compartir coche. De esta manera, contribuiría al cuidado del medio ambiente y a una mejora de la economía familiar; un banco de datos global sobre enfermedades e investigaciones médicas ayudaría a un diagnóstico mucho más rápido y con menor porcentaje de error. Y la geolocalización activa de cada teléfono móvil podría salvar vidas.
La Comisión Europea publicó el informe Business to government data sharing for public interest para fomentar el uso y la compartición de datos privados para el bien social. Para Lorena Boix, directora de Estrategia Política en el departamento de contenido y tecnología de la Comisión Europea, existe una fragmentación total en los estados miembros y una falta de interoperabilidad en cuestión de datos. Opina que “una unidad y confederación de datos en temas de salud a nivel europeo hubiera permitido avanzar mucho más rápido” en la lucha contra el virus.
Mucho se ha hablado de la instalación de aplicaciones de rastreo o el famoso “pasaporte verde”, algo que dinamita nuestra privacidad individual en post de la salud colectiva. Ésta parece ser el objetivo del programa digital 2021-2027 de la Unión, que se basa en dos pilares: la regulación y la inversión.
Pero según Boix, la ciudadanía no se fía y hay una evidente falta de claridad. “La Comisión ha tenido que salir de forma urgente sacando unas líneas directrices para ver cómo estas apps se hacían respetando estos derechos”. Francisco Fonseca, director de la representación de la Comisión Europea en España afirma que “los europeos debemos entender que esto no es un gran hermano”.
Y es que en países como Corea, China o Singapur, el control digital ha sido clave para reducir el impacto de la covid. ¿Comulgamos con el dataísmo entonces por un conocimiento colectivo que salvaría vidas gracias a la renuncia a nuestra privacidad? ¿Cuál es el precio?
El derecho a la libertad de información
La libertad de información es el derecho que tod@s tenemos a consultar estos datos: transparencia, libre acceso, ¿mayor democratización?
No podemos ignorar que quienes accederían serían empresas u organizaciones privadas y/o instituciones públicas (que hasta el momento han resultado ser poco eficientes en la regulación). La realidad es que cuanta más información se dispone sobre alguien, más vulnerable resulta.
En 1972 en la Conquista del Planeta de los Simios, Caesar sabría poco sobre este tema, pero ya dijo eso de “no seremos libres hasta que no tengamos el poder”. Y, ¿el poder (y, por tanto, la libertad) lo ostentan los individuos o la información sobre los individuos?
El derecho a la información no es tanto para que lo ejerzamos, sino más bien para que sea ejercido sobre nosotros; para conocer qué “necesitamos”, qué nos gustaría comprar, a quién votaríamos y poder influirnos. Lincoln diría, después de recuperarse de la estupefacción, algo así como: “el derecho de la información, por la gente, para la información”.
El poder de los datos pone en riesgo la democracia
La definición de internet para Harari es la siguiente: “zona libre y sin ley que erosiona la soberanía del estado, ignora las fronteras, deroga la privacidad y plantea el que quizá sea el más formidable riesgo laboral de seguridad”. Parece ser algo importante para lo que no hemos sido consultados en un proceso democrático, ¿cierto? ¿Cómo afecta todo esto a la capacidad democrática de la opinión pública?
Facebook ha vendido información de sus usuarios (tú y yo) a empresas, además de permitir que se influya sobre votantes indecisos en elecciones. Preguntado recientemente sobre a quién corresponde la propiedad de los datos de los usuarios, Zuckerberg ha dejado caer que habría que definir qué son datos privados. Google ha proporcionado publicidad de partidos políticos durante campañas electorales hasta este año. Además de esto, más conocido es que realiza un seguimiento de nuestro comportamiento en páginas webs y búsquedas, datos usados para atraer y colocar anuncios “personalizados” que incitan al consumismo. Todo esto es posible gracias al servicio de promoción que ofrecen con un público objetivo a elegir por edad, localización, gustos, etc.
¿Hubiéramos votado a ese candidato de no haber visto aquellos vídeos que nunca serán verificados? ¿Hubiéramos comprado esa falda que consultamos de no haber sido anunciada durante 3 días? ¿Somos conscientes de que nos inducen a entrar en enlaces posicionados promocionados? La opinión pública se encuentra diariamente expuesta a bombardeos de información que influyen en sus decisiones, y una de ellas es la capacidad democrática.
Quizá, sin percatarnos, hemos pasado de una democracia a una datocracia.
Demasiados datos = desinformación
Tal cantidad de información nos impide discernir qué es importante. “En el pasado, la censura funcionó al bloquear el flujo de la información. En el siglo XXI, la censura funciona avasallando a la gente con información irrelevante”, dice Harari. Las carreras por sacar la primicia online, los anuncios promocionados o la proliferación de las fake news son sólo algunas de las consecuencias del uso deficiente de internet y los datos.
La actividad de los verificadores online es encomiable, pero no lo suficientemente rápida como para confirmar los datos antes de que hayan sido compartidos masivamente. En 2018, la Comisión Europea proponía resaltar mediante algoritmos aquellas noticias que pudieran ser confirmadas. Afirmaron que eliminar las fake news sería un proceso inabarcable ya que podrían no incumplir ninguna ley o, en caso de que lo hicieran, la justicia llegaría tarde. Más recientemente, ante tanta confusión con respecto al virus, han lanzado una sección en su web para combatir la desinformación, mientras que Naciones Unidas ha abogado por la creación de Verified.
Pero si se establecen medidas de control sobre las noticias, los medios a través de los que se comparten o quienes las crean para asegurar su veracidad, ¿dónde queda la libertad de expresión? Las manos a la cabeza no únicamente se llevaron al oír hablar de las aplicaciones de rastreo, también cuando la abrumadora cantidad de bulos que han proliferado durante el confinamiento llevaron al Ministro de Justicia a apelar al derecho a la información veraz. Declaraba Juan Carlos Campo que se revisaría la legalidad “para impedir, o al menos que no se vayan de rositas, aquéllos que contaminan la opinión pública”. La consecuencia fue polémica debido, al parecer, a tal violación de la libertad de expresión y tan evidente censura.
El derecho a la libertad de expresión
“Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho incluye […] el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
Mucho ha llovido dese aquel 24 de enero de 2013 en que el reputado diario El Pais publicaba en portada una imagen de Hugo Chávez en el hospital que resultó ser falsa. Aquello fue un escándalo que le costó dinero y pérdida de credibilidad y le obligó a disculparse. Hoy día, ¿cuántas noticias falsas existen? ¿Y cuántas son descubiertas, penalizadas y sacadas de la circulación digital?
Hemos hablado ya de las actividades cuestionables que plataformas digitales hacen de nuestros datos, pero también resultan ideales para la compartición de bulos sobre, por ejemplo, partidos políticos o inmigración. ¿Quién contrasta la información antes de retwitear? ¿Cómo sabemos que detrás de un perfil hay una persona real? ¿Cómo verificar audios enviados por whatsapp? Sólo hace unas semanas que se viralizaban mensajes alertando sobre lo perjudicial que resultaba el paracetamol en casos de infectados por coronavirus, diciendo que la imagen de Rajoy saliendo a correr en pleno confinamiento era de 2019 o se compartían fotos en Instagram donde cientos de personas parecían no respetar la tan famosa distancia de seguridad cuando en realidad era una cuestión de perspectiva.
Dice Marc Amorós en La verdad sobre las noticias falsas que “después de la victoria del Brexit y de Trump, los países democráticos temen estas fake news cuando celebran elecciones”. Este tipo de información puede influir en la opinión pública de tal manera que puede decidir nuestro voto, cambiar nuestra visión de la sociedad o, incluso, perjudicar nuestra salud en situaciones tan graves como una pandemia.
El 60% de la población española considera que es capaz de identificar fake news, aunque el 90% ha compartido alguna vez una, según un estudio sobre el tema. De hecho, el informe Gartner de 2018 afirma que en 2022 la mayoría de los individuos en países desarrollados consumirá más información falsa que verdadera.
Quienes están detrás de los bulos persiguen fines muy concretos: económicos o ideológicos. Debemos tener especial cuidado con los objetivos ideológicos porque sólo solemos recelar de lo que no nos creemos. Aquello que confirma lo que ya pensábamos nos hace olvidar la verificación, pero puede ser igualmente falso. “Nos las creemos porque nos gustan”, dice Jordi Évole. Así podrían estar reforzándose prejuicios u odios injustificados.
Según Freedom House, hasta 30 países podrían estar envueltos en la difusión o creación de noticias falsas con fines políticos. Dos de las estrategias de manipulación establecidas por el francés Sylvain Timsit se pueden encontrar en cualquier noticia que persigue una compartición masiva: utilizar más la emoción que la reflexión (el sensacionalismo, el miedo, el odio, imágenes gráficas) y conocer a los individuos mejor de lo que ellos se conocen (a través de los datos).
Volviendo a Abraham Lincoln: “se puede engañar a parte del pueblo parte del tiempo, pero no se puede engañar a todo el pueblo todo el tiempo”. Pero tampoco nos vamos a obsesionar con qué dirían los políticos, porque Rajoy afirmaría que “lo que nosotros hemos hecho, cosa que no hizo usted, es engañar a la gente”.
Pero
esa historia no es falsa. Y ya la sabéis.
Bibliografía
HARARI, Yuval N. Homo Deus: Breve historia del mañana, Barcelona, Editorial Debate, 2016
AMORÓS, Marc. Fake News, la verdad de las noticias falsas. Barcelona, Plataforma Editorial, 2018
BAÑOS, Pedro. Así se domina el mundo. Barcelona, Editorial Planeta, 2017
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CERRE Think Tank. Mark Zuckerberg & Thierry Breton: Towards a post COVID-19 Digital Deal between tech and governments? [Archivo de vídeo] Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=uZfi6WkIfgU&feature=youtu.be&app=desktop
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Freedom on the net (report 2017). Manipulating social media to undermine democracy
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