Cuando pensamos en la persona más poderosa del mundo, a menudo nos imaginamos al Presidente de los Estados Unidos de América. Si bien no debemos subestimar la influencia del cine y la televisión mainstream (que, de hecho, no dejan de serlo gracias a la global preponderancia estadounidense), no hay ninguna duda de que el jefe de Estado y gobierno del país que ha dominado la escena internacional desde el siglo XX es una persona muy importante y poseedora de un gran poder. El seguimiento que su elección tiene alrededor del mundo es una fantástica prueba de ello.
Escrito por Rubèn Llorens.
No obstante, ciertas voces se han alzado en las últimas décadas en denuncia de una atribución excesiva de poder por parte de los líderes estadounidenses. Entre ellas, la del historiador Arthur M. Schlesinger, quien, en 1973, publicó The Imperial Presidency (“La Presidencia Imperial”). De hecho, esta expresión se empezó a popularizar en los años 60, como crítica a dicha tendencia institucional. Pero ¿podemos realmente considerar que existe una presidencia de este tipo?
Primeramente, hablaré de la naturaleza del sistema político estadounidense y del papel dominante que en él ocupa el Presidente y, más adelante, me centraré en esta hipotética tendencia acaparadora de poder y en su actualidad.
¿Presidente o Rey?
En el sistema político estadounidense coexisten en el poder dos autoridades independientes, elegidas ambas por sufragio universal: el Congreso y el Presidente.
Un ejecutivo monocéfalo y fuerte, pero que no concentra todo el poder.
La Constitución estadounidense de 1787 establece en su artículo segundo que el poder ejecutivo está “conferido a un presidente”. Este es el líder del sistema político de los Estados Unidos, siendo su figura más importante y teniendo a su disposición los medios y poderes para gobernar y dirigir su país. En efecto, los Padres fundadores de la patria americana querían, en palabras de Duhamel y Tusseau (2019), para una “verdadera federación una verdadera presidencia”.
La figura del Presidente reúne en una sola persona los roles de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, algo chocante en Europa, pero muy común al otro lado del charco. Mediante el colegio electoral (por lo que no deben necesariamente ganar en voto popular), él y su vicepresidente son elegidos por cuatro años con posibilidad de una reelección.
Posee, ciertamente, vastos poderes: siendo el Jefe del Ejército, autoridad de nombramiento para la administración y los tribunales federales y negociador de tratados, nombra a los embajadores y tiene derecho de gracia para los delitos federales y de veto sobre las leyes (este, sin embargo, puede ser superado por una mayoría de 2/3 en cada cámara del Congreso).
La Constitución prevé también que proponga, indirectamente, iniciativas de ley, así como, desde la aprobación del Budget and Accountig Act (1921), que haga lo propio con el presupuesto al Congreso. Además, el Jefe del ejecutivo tiende a imponer su decisión sobre el Gabinete, que, por otra parte, rara vez se reúne. Se dice que Abraham Lincoln resumió esta situación con la siguiente fórmula: “Siete sí, un no. ¡El no gana!”. Tiene también muchos instrumentos importantes a su disposición que acaparan un elevado número de personal: White House Office, Executive Office of the President, Council of Economic Advisers, Central Intelligence Agency (CIA)…
No obstante, el poder del Presidente y su administración está controlado y limitado, no solo por el Congreso (del que hablaremos después), sino también por el pueblo y la Justicia. Por una parte, los mandatos son de 4 años (algo breves en comparación con la larguísima campaña presidencial), además de poderse optar a la reelección una sola vez, lo que limitaría un posible “monarquismo”. Además, el hecho de, usualmente, enfrentarse a esta, aunque el triunfo esté generalmente asegurado, lo somete al control del electorado y, por lo tanto, no le permite actuar totalmente a su antojo o ignorar la opinión pública.
Por otra parte, el poder presidencial está también controlado jurídicamente, en particular por la Corte Suprema, que, según Duhamel y Tusseau (2019), se ha convertido en un “contrapoder jurídico-político”. Los jueces tienen un papel decisivo en este país y pueden imponer muchas decisiones más allá del control presidencial (United States v. Richard Nixon, 1974, por ejemplo). De hecho, se considera, además, que los poderes en Estados Unidos están sometidos a una doble separación: a nivel «vertical» (la descentralización, es decir, la organización federal de la nación) y a nivel «horizontal» (es decir, la separación clásica de los poderes, tan trabajada por Montesquieu y otros autores).
¡El Congreso también existe!
El Congreso es también una institución importante y, por supuesto, poderosa. Por ende, en cierto modo, controla y limita el poder ejecutivo (sobre todo cuando se trata de un parlamento mayoritariamente opuesto al Presidente; si no es así, el ejecutivo es más libre). Esta institución es titular del poder legislativo y está dividida en dos asambleas: la Cámara de Representantes (que representa al pueblo americano, es decir, a sus ciudadanos) y el Senado (que representa a cada Estado en pie de igualdad).
La Carta Magna le consagra poderes presupuestarios, fiscales y comerciales (“con las naciones extranjeras, entre los diferentes Estados y con las tribus indígenas”), los conocidos como Enumerated Powers. Cuenta, además, con el poder de declarar la guerra, algo que no es en vano cuando hablamos de una superpotencia; además de tener una gran autoridad para investigar a personas, obligándolas a comparecer bajo amenaza de condena por desacato al Congreso.
La Cámara Alta (Senado) se encarga de autorizar la ratificación de los tratados y el nombramiento de los miembros del gobierno (aunque sólo ha habido nueve rechazos a lo largo de la historia de los Estados Unidos, concentrándose cuatro de ellos en el mandato de John Tyler). También confirma el nombramiento de jueces federales y altos funcionarios y los ascensos militares. Además, tiene poderes de nombramiento y destitución (pero este proceso es bastante difícil de llevar a cabo debido a los requisitos legales y procesales que requiere).
La Cámara Baja, por su parte, puede aprobar un procedimiento de impeachment, debiendo ser ejecutado por el Senado. Es recordado el caso de Bill Clinton en 1998 y, sobre todo, el más reciente y sonado impeachment contra Donald Trump en 2019 que tuvo, en 2021, al final de su mandato, una “segunda parte”.
¿Acaso Emperador?
A pesar de todo lo que hemos visto, parece que el poder y los roles efectivos de la Presidencia estadounidense no han sido ajenos ni indiferentes al paso del tiempo. Efectivamente, todo nos incita a pensar que los llamados “líderes del mundo libre” han tendido a atribuirse cada vez más y más poderes. Pero ¿cómo se ha dado esta evolución y por qué?
Una actitud histórica, tanto doméstica como exterior
El politólogo Thomas E. Patterson explica que los primeros Presidentes de los Estados Unidos tenían una concepción bastante limitada de su poder. De esta manera, George Washington (quien gobernó entre 1789 y 1797) propuso solo 3 iniciativas de ley e impuso únicamente dos vetos, así como James Buchanan (1857-1861) dio una respuesta muy pasiva a los inicios de la Guerra Civil porque consideró que prevenirla era “el papel del Congreso”.
Sin embargo, la Presidencia moderna se ha ido caracterizando por una progresiva pérdida de la modestia. Nadie mejor que Franklin Delano Roosevelt (“el Rey del veto”, según Patterson) nos permite identificar el nacimiento de una tendencia presidencial a atribuirse más poder. El que fuera Presidente durante 12 años (de 1933 a 1945, ganando cuatro elecciones, pues falleció -estando en el cargo- antes de que la convención de no superar dos mandatos deviniese ley según la Enmienda XXII de 1947) hizo uso del derecho a veto 635 veces.
Aunque nadie ha conseguido superar este récord, los Presidentes posteriores han tenido un desempeño promedio de más de 60 vetos (algo que se aleja mucho de las cifras de los primeros líderes, aunque, en realidad, esta tendencia ya había empezado en el segundo tercio del siglo XIX).
Si hasta ahora me he centrado cuasi exclusivamente en la acción del Presidente dentro de su país, sería un craso error obviar el papel internacional de los Estados Unidos. Aaron Wildavsky hablaba, por este motivo, de una dualidad existente en las presidencias de dicho país. De este modo, habría una Presidencia en el reino de los asuntos “domésticos” y otra en el de los asuntos exteriores.
Como ya hemos podido ver, el hecho de que el Presidente sea la única gran figura – con perdón de los vicepresidentes – elegida por todo el país le confiere un importante papel de liderazgo. Además, como el poder ejecutivo se centra con mucha exclusividad en esta persona, tiene una mayor agilidad que el Congreso en la toma de decisiones, aunque la prosperidad de estas iniciativas está sometida a su control.
Pero Schlesinger aportó más razones para explicar la expansión del poder del Presidente, tales como la pérdida de importancia de los partidos, en favor de la de los candidatos/dirigentes, o incluso el triunfo de las ideas keynesianas, que permitió una importante intervención del Estado (y por lo tanto de su Jefe) en la economía. Un ejemplo de este caso sería, el New Deal, promovido por el ya mencionado F. D. Roosevelt, quien, en 1939, creó la Oficina Ejecutiva del Presidente (formada por una multitud de especialistas, con el objetivo de ayudar al Jefe de Gobierno y del Estado en su nuevo papel más activo, es decir, en el desempeño de la presidencia “moderna”). Según Duhamel y Tusseau (2019), esta “presidencia imperial” no se podría dar plenamente, sino fuese en el marco de una más importante intervención estatal y con la ayuda del Estado del bienestar.
Por otra parte, el miedo al comunismo sirvió también como argumento para justificar intervenciones como la guerra de Vietnam. Y es que, como veremos a continuación, el contexto exterior es clave para entender la presidencia imperial.
De hecho, cuando el historiador Arthur M. Schlesinger hablaba – con un tono crítico – de “presidencia imperial”, se centraba, sobre todo, en los poderes que un Presidente se apropiaba para llevar a cabo políticas exteriores (en particular, la guerra). En efecto, el diccionario Larousse define la palabra “imperialismo” como “dominación cultural, económica, militar, etc., de un Estado o de un grupo de Estados sobre otro Estado o grupo de Estados”.
Es cierto que la Constitución otorga al Presidente la autoridad en esta esfera, en su calidad de jefe diplomático y comandante en jefe. Sin embargo, el Congreso también tiene una amplia gama de responsabilidades en materia de asuntos exteriores y de guerra. No obstante, el ejecutivo tiene una ventaja considerable sobre el legislativo, puesto que, como ya hemos visto, se trata de una sola autoridad unitaria que cuenta, además, con una muy buena asistencia especializada y acceso a más información de gran relevancia. Y dado que no siempre necesita la aprobación del Congreso, el Presidente tiene más oportunidades de imponerse cuando se trata de decisiones de política exterior.
Desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se ha involucrado en conflictos bélicos unas 150 veces, sin ninguna declaración formal de guerra hecha por el Congreso. No obstante, debemos recordar que, desde la aprobación del War Powers Act (1973), el Presidente debe justificar ante el poder ejecutivo las acciones militares que pretenda emprender 48 horas antes de iniciarlas y que estas sólo pueden durar 60 días, salvo si la legislación autorizase una ampliación.
Aunque Schlesinger detectase rasgos de presidencia imperial en Johnson, Roosevelt o Kennedy, este historiador se centró sobre todo en Nixon. Dijo que el imperialismo o “monarquismo” de Nixon era tan profundo que quería incluso ceremonias muy pomposas y “ridículas”. Tanto fue así que llegó a verse envuelto en un gran escándalo de corrupción. Sin embargo, el hecho de que el escándalo del Watergate fuese desmantelado, provocando incluso la dimisión del Presidente, habría propiciado, a su vez, una cierta pérdida de sentido o de peso del concepto de “presidencia imperial”.
Además, ciertas medidas impulsaron una mayor limitación del poder presidencial: The War Powers Act (1973), The Budget Reform Act (1974) y The Campaign Finance Reform Act (1974). Así pues, podríamos limitarnos a entender que la hipótesis de la presidencia imperial se deshinchó a principios de la década de los años 70, o, siendo optimistas, considerar que esta existió durante los 40 años centrales del siglo pasado, sin más recorrido ulterior; pero es más conveniente ir un poco más allá y analizar qué actualidad conserva hoy en día el concepto que nos atañe.
Un imperialismo que sigue vigente
La posibilidad de que la “presidencia imperial” quedase enterrada en el pasado podría haber parecido, durante algo más de dos décadas, bastante realista. Sin embargo, desde principios del siglo XXI, con el mandato de George W. Bush (2001-2009), este concepto está de vuelta. Su regreso se sitúa en el marco de la respuesta del Presidente a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Después de estos acontecimientos, se decidió invadir Afganistán. Unos días más tarde, llegaría el USA PATRIOT Act, promovido por el Departamento de Justicia con el fin de proteger mejor al país frente al terrorismo, pero usado en la práctica para violar los derechos civiles de las personas sospechosas, así como los derechos de los prisioneros.
En la misma tendencia, el Presidente Bush describió, en 2002, la existencia de un “eje del mal”. Al año siguiente, se libraría una gran “guerra presidencial” que permitiría a los Estados Unidos reafirmarse como una superpotencia imperial o imperialista: la invasión de un país (Iraq) acusado de poseer armas de destrucción masiva y de apoyar a Al-Qaida.
La Ley Patriótica, calificada de «liberticida» por varias asociaciones, parecía efectivamente ser una excusa del ejecutivo para, en un contexto de guerra, reprimir los derechos de los ciudadanos de su propio país. Sin embargo, si bien las causas alegadas por George W. Bush no parecen haberse verificado, los ciudadanos estadounidenses consienten este imperialismo y tienden a reelegir a sus Presidentes (de hecho, los asuntos exteriores tienen muy poca influencia en la decisión de los votantes, primando, generalmente, una percepción positiva del funcionamiento del país y de su economía). Incluso Trump, que fracasó en su aspiración de ser reelegido, consiguió ganar muchos votantes en 2020.
Después de George. W. Bush, la presidencia imperial tampoco desapareció. Barack Obama, por su parte, no tuvo ningún impedimento para librar unilateralmente una guerra contra el terrorismo del Estado Islámico en Siria. Asimismo, su sucesor, Donald Trump, fue acusado en un artículo de Kruse y Zelizer para el NYT (2019) de ejercer también una especie de dominación «imperial» y de no conceder importancia o respeto a las instituciones, siendo apoyado por una prensa fiel. Los acontecimientos de enero de 2021 disiparon cualquier duda sobre la veracidad de estas afirmaciones.
También insistieron, en el mismo artículo, en la necesidad de tener verdaderos checks and balances y denunciaron la permisividad de los partidos con la monopolización del poder. Por otra parte, todo hay que decirlo, el uso del veto ha ido a menos desde 2001.
¿Y, a partir de ahora, qué?
A modo de conclusión, podemos afirmar, sin duda alguna, que, aunque tenga ciertos límites y controles (por supuesto, necesarios), el poder del Presidente de los Estados Unidos es muy amplio, en parte, gracias a que, efectivamente, ha seguido una evolución positiva desde el siglo XX. Sin embargo, si se tratara de una dominación local o doméstica, quizás estaríamos hablando de un cierto desequilibrio de poderes.
No obstante, en un país propenso a las intervenciones militares y cuyas políticas exteriores se basan principalmente en la paz y la guerra, la definición de poder «imperial» se ajusta bien al ejercido por quien es, en la práctica, el responsable único de tomar estas decisiones. Asimismo, el término «imperialismo» describe bien la lógica exterior de Estados Unidos desde hace tiempo.
¿Cuál es el futuro de la presidencia imperial en EE. UU? ¿Tomará Biden el relevo del legado imperialista? Mejor respondemos en unos años…