El principal reto de una organización es la aceptación de sus decisiones por el conjunto de sus integrantes. Ante una negación de las normas, la ruptura es irreconciliable.
Si problemático para el PSOE ha sido el cambio vertiginoso de discurso que ha hecho poner a trabajar como nunca los argumentarios de Ferraz para hacernos creer que el cambio del “no es no” a la “abstención técnica” era un proceso de convicción real, el problema profundo del principal partido de gobierno en España es una falta de reconocimiento al viraje del Comité Federal.
No es casual que Javier Fernández repitiera en numerosas ocasiones la palabra “PSC” durante su rueda de prensa el pasado domingo. Tampoco es casual que muchos periodistas pusieran el dedo en la llaga de la anunciada indisciplina de voto de la federación catalana.
Cuando Noam Chomsky y otros autores fijaron la idea de “Estado fallido” –manoseada posteriormente en beneficio de un alarmante intervencionismo occidental– lo hicieron a partir de dos criterios fundamentales:
- Pérdida de control físico del territorio, o lo que es lo mismo, la anulación del Estado weberiano (ejecutor del monopolio de la violencia física legítima).
- Erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones.
En definitiva, un Estado falla cuando pierde sus cualidades vinculantes y coactivas, su influencia y autoridad sobre los agentes que lo integran. Un Estado no es más que una élite organizativa social y un partido no es más que una élite organizativa de una facción social.
No parece, de hecho, muy diferente este proceso al que estamos viviendo en el seno del PSOE. La indisciplina de voto, asociada a un acto “personalísimo” del diputado, anuncia una ruptura fatal entre el Comité Federal y los cargos electos –los verdaderamente soberanos– del partido que se une a la ruptura definitiva entre el partido y sus bases (pueblo).
Es muy difícil que un régimen se mantenga vivo si el pueblo, en una amplísima mayoría, no le reconoce, pero más difícil es de sostener ese régimen si los cuadros llamados a su defensa y mantenimiento le deslegitiman. Cuando los cuadros son incapaces de someterse a las decisiones, a pesar de haber participado en su articulación, lo que implica una carencia de validez del proceso ahora, lo hacen por una violación alarmante de su esfera de moralidad individualidad y también pública. El llamamiento a la desobediencia civil en el PSOE surge por una decisión que ataca con una brutalidad y virulencia jamás pensada la dignidad del diputado socialista.
Ante esta situación solo caben varios escenarios:
la desaparición del área rebelde (huida de los díscolos a otras organizaciones), la desaparición del partido o un nuevo proceso constituyente (la vía Pedro Sánchez). Sin embargo, la negación de la Gestora y sus decisiones supone una negación del PSOE en sí mismo. Esos rebeldes, cargados de razones, no pueden pretender sustituir a las actuales élites y pedirles, después, el acto de sometimiento que ellos no fueron capaces de hacer. ¿Qué hará Pedro Sánchez: abstenerse y mantener su legitimidad orgánica al mismo tiempo que elimina su principal argumento de cara a unas primarias o votar que no y negar su propia condición de miembro del partido?
Las reglas pueden ser desafiadas. Es más, deben ser desafiadas si las mismas atacan al derecho de reivindicar la moralidad de un mandato público, pero cuando desafiamos las reglas fundamentales, aceptamos que desarticulamos todo el discurso de acumulación de legitimidad de la organización a la que pertenecemos.
No pasa nada. De las revoluciones éticas nacen tiempos más justos. Ahora bien, no podemos volver al espacio de cosas anterior a la insumisión. En primer lugar, porque el discurso de ruptura se generalizará continuamente y contra cualquier nueva élite dirigente. Y, en segundo lugar, porque negando a la dirección actual, negamos nuestra propia condición de militante, que solo se puede desarrollar en la aceptación del marco estatutario. Este marco, a día de hoy, no puede frenar la revolución imparable –e ilusionante– de la indisciplina de voto.
El PSOE se encuentra ante una crisis irreparable si se consuma la ruptura dentro de su Grupo Parlamentario, máxime si todo se extiende a una especie de división territorial entre “díscolos” y “sumisos”. Un partido incapaz de reconocerse a sí mismo no tiene capacidad de pedir reconocimiento –y apoyo– electoral. Solo cabe reinventar, desde fuera del área fallida.