Camus y su hombre rebelde, en realidad, no valen de nada

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Pienso en Camus tantas veces como escucho un pasodoble de Los Príncipes, una comparsa de Juan Carlos Aragón. En ella el poeta observaba que quien gobierna el mundo es el tiempo. Cuando escucho eso, pienso en Camus y cuando escucho la presentación de aquella comparsa lo reflexiono.

La verdadera rebelión del ser humano –observa el francés- es contra su condición y la creación entera, una existencia que no se ha elegido y que, por lo tanto, debe quedar invalidada. Una rebelión contra la concepción de castigo sería el suicidio. En tanto que nadie tiene poder sobre la vida de uno, dispongo de ella de la única forma posible, renunciando a ella.

Curiosa la vida, cuyo dominio absoluto, en realidad, sólo puede demostrarse mediante su negación.

Contra la rebelión, contra la existencia

Pero la rebelión contra la creación, a mí por lo menos, me da la impresión de que parte de la base de que la vida tiene que tener un sentido. Eso lo niego tajantemente. La vida no tiene por qué tener sentido porque eso sería darle importancia. Y eso, a su vez, es una afirmación propia de la soberbia humana, que no es capaz de admitir la carencia de su interés en el total del universo.

El ser humano es así: no es capaz de reconocer su nimiedad, ni su ignorancia, por eso crea dioses. Los dioses, que tarde o temprano se convierten en mitología, explican lo que la ciencia aún no ha explicado. A ello se suman sus consecuencias divinas (las almas perdidas, las luces inexplicables, etcétera).

Los dioses no existen y, por ende, no pueden ejercer ninguna capacidad sobre nadie, ni crear nada. Dicho esto, demostrar que uno dispone de su vida mediante el suicidio me parece una soberana idiotez. Una pose funesta que nada tiene como resultado salvo la portada en un diario y un merchandising que, posteriormente, servirá para los intereses contra los que más que probablemente el rebelde habría ido en vida.

Al menos, el rebelde que sea tan imbécil de suicidarse por ir contra la creación nos dejará algo tan eminentemente revolucionario como es la comedia de haberse muerto por absolutamente nada.

La vida no tiene sentido –ni porqué tenerlo- y la existencia no tiene metafísica, sino salud mental. Dado este objetivo de mantenerse mentalmente saludable, conviene vivir bien, abandonar el pesimismo estructural y darse el capricho de apuntarse a un sindicato (por si las moscas).

¿Contra qué hemos de rebelarnos?

Dice Juan Carlos Aragón que en el mundo manda el tiempo. Cronos es el dios del tiempo y devora a los seres humanos de forma inexorable. El tiempo nos devorará… y más nos vale.

Esto podría verse como una rebelión contra la misma existencia: ni siquiera el tiempo puede gobernarnos, así que seré yo el que me vaya de esta empresa antes de que me despidan.

Otra idiotez. Cumplir años está bien y ser mortal está mejor. Una vida eterna resultaría del todo indeseable pues los límites del dolor y el placer se agrandan tanto que acabaría por sentirme como Prometeo, que todas las noches tenía un hígado nuevo para que al día siguiente un águila se lo comiera.

Antínoo, el amante de Adriano que se suicidó

Antínoo se convierte en un mito el día en que se muere teniendo alrededor de diecinueve años. Adriano empieza a encargar obras en su honor para repartir por todo el Imperio. Lo normal es que fuera un accidente, no obstante, en una lectura romántica, Antínoo se sacrifica porque entiende que de esa manera alargará la vida del emperador.

Digamos que Adriano no deseaba el ideal griego y, efectivamente, estaba enamorado de Antínoo: ¿merecería la pena la vida posterior, el trauma? Dicho de otra forma: ¿merecería la pena haber vencido esta ínfima batalla contra Cronos?

Me imagino a Adriano navegando en el Nilo viendo a la vida pasar a la velocidad de las tortugas. Se pregunta, en una pose romántica, para qué vivir tanto, si el dolor es tan grande. Y entonces se creará la paradoja terrible de una vida no ya sin sentido (que también), sino inmensamente triste. Así que Cronos contratacará de una manera cruel. Adriano no solamente acabó por morirse ocho años más tarde, sino que es probable que lo hiciera más triste de lo que debiera.

Rebelión contra el poder

Debemos rebelarnos contra el poder mundano sabiendo que vamos a perder. Contra el tiempo también vamos a perder, pero perder contra el tiempo resulta, como ya he dicho, deseable.

En cambio el poder, en casi todas sus formas, resulta nocivo. Para rebelarnos contra el poder es necesario saber que vamos a perder para que podamos rebelarnos bien, a muy largo plazo, de forma que los cambios los puedan hacer nuestros nietos. Hacer una rebelión y querer cambios mañana no servirá de nada.

La revolución francesa

La revolución francesa gana la partida de 1789. Se encargan cuadros, leyes, poses, estatuas, modificaciones de plazas, tomas de castillos, abolición de la monarquía, decapitaciones, declaraciones, otras declaraciones, más declaraciones, constituciones, más decapitaciones, el terror, Robespierre, decapitación de Robespierre y, al final, el reinado de Napoleón. Precisamente lo que quisieron abolir.

El poder es bastante más listo

El poder es mucho más listo que uno y mucho más listo que toda la sociedad junta. Es probable que, de vez en cuando, la sociedad unida, en un acto de brillantez sea capaz de arrebatarle al poder algo de su esencia, pero no tardará en regenerarse de tal forma que aquellos que se rebelaron pasarán a formar parte del poder mismo, haciendo de tapón.

Funciona como el antivirus de un ordenador: De vez en cuando hay un virus que hace estragos, pero al tiempo se actualiza el antivirus y el virus deja de tener efecto. Así que hay que tener ganas pero, sobre todo, hay que tener paciencia.

El poder cuenta, además, con todos los recursos posibles. En primer lugar, cuenta con la posibilidad de que el ser humano sea avaricioso por naturaleza. Dudo que “por naturaleza” sea algo cierto, al contrario, estoy seguro de que nos crían así, de forma que, de momento, todo un sistema educativo está en nuestra contra.

A raíz de eso está el poder económico, alguien se puede hacer millonario partiendo desde la base y queriendo hacer una verdadera rebelión, pero nos crían en la competición, por lo que tratará de ahorrarse cuanto pueda. También está el poder religioso, de forma que nadie puede moverse porque no lo dice tal o cual señor.

A favor del pragmatismo en la política

Por todo lo anterior, lo único que puede hacer uno para hacer una auténtica rebelión es dar mordisquitos al dedo meñique del pie de un gigante cuyas dimensiones no alcanzamos a discernir, de forma que quien venga luego tenga algo más fácil. La diferencia entre quimera y utopía puede ser despiadada, pero se basa en que una cosa es posible y la otra no. Conseguir un mundo basado en la justicia social, la igualdad y toda la retahíla de ideales que la izquierda se promete a sí misma es algo que no puede conseguirse así como así.

Pretender cambiar el mundo a corto plazo es una quimera, un monstruo terrible con cabeza de tal cosa y cola de tal otra. Hay que hacerlo sin prisa pero sin pausa, seduciendo, tratando de engañar al poder (al menos hasta que se dé cuenta pero ya no pueda volver a su casilla de salida).

Creer que así se puede cambiar es utópico, algo que también es muy complicado, pero no es monstruoso.

Creo, pues, en el pragmatismo de la política. En que más vale pájaro en mano que ciento volando. Estoy seguro de que habrá quien diga que esto es conformista y me parece bien, pero yo diría, más bien, que es prudente. Al político apresurado, Cronos siempre le viene antes de tiempo y ese ya no puede volver, su proyecto se acaba perdiendo y entonces vuelven a ganar los mismos de siempre. Cuando ya no sea nada, cuando su existencia se vuelva aún más insignificante, ¿de qué habrá valido, entonces, su trabajo al frente de una organización política? ¿Cuántas leyes habrá aprobado para cambiar la vida de la ciudadanía? ¿Esas leyes son verdaderamente importantes? Son preguntas que, por regla general, a más de uno se le atragantan.

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por Fernando Camacho.

Estudiante de Estudios Ingleses e Historia del Arte. Leo más que escribo y reflexiono mucho sobre ética y estética. "Con Montmartre y con la Macarena comulgo" (M. Machado), me gusta la contemplación y el Betis. ¡Sobre todo el Betis!