Cabalgando el caos: del pánico moral al terrorismo estocástico

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Donde unos ven desorden, otros ven oportunidad. Que los tiempos turbulentos son los más propicios para cambios radicales en lo político y lo social es un hecho casi autoevidente. También lo es, claro, que muchos de los actores que se pueden beneficiar más fuertemente de esa clase de escenarios acaban, a la larga, tratando de crearlos de una forma o de otra con tal de implementar sus políticas.

Sin embargo, pese a que a día de hoy vivamos prácticamente en una crisis constante, cuyas razones van mutando pero cuyos efectos se mantienen en el tiempo, se da la paradoja de que es cada vez más difícil identificar de forma clara y, sobre todo, hacer responsables a esta clase de actores sociopolíticos que medran en medio de la desgracia, se nutren de ella y a la vez la alimentan.

Hay ya una buena cantidad de literatura sobre cómo la violencia subyacente a cualquier situación de gran incertidumbre es campo abonado para quienes puedan manejarla y sacar rédito de ella: viene a la mente, por ejemplo, la brillante La doctrina del shock, de Naomi Klein.

Es interesante, empero, preguntarse de dónde viene dicha violencia y cómo se origina, ya que en el espacio de unas pocas décadas ambas cosas han cambiado muy radicalmente. Desde las revoluciones armadas de inicios del siglo pasado a las más recientes (y aún existentes, por desgracia) organizaciones terroristas tradicionales, la forma de usar la fuerza como herramienta política ha ido transformándose y, en nuestro presente hipertecnológico e interconectado, ha alcanzado unas cotas de sutileza tales que la hacen más insidiosa que nunca.

La historia reciente de EEUU ejemplifica perfectamente cuáles han sido los pasos de esta deleznable evolución. Hagamos, pues, un pequeño viaje en el tiempo con tal de explorar las etapas que nos han llevado a la situación presente.

Miedo y manipulación

El sociólogo y criminólogo Stanley Cohen acuña en 1972 el término “pánico moral” en su libro Folk devils and moral panics, en el que analiza el miedo que se extendió por la sociedad inglesa de la época hacia las bandas juveniles de mods y rockers.

Algo nos ha llegado de todo aquello a través de la cultura popular, como evidencian obras como La naranja mecánica. El autor analiza cómo, a partir de un pequeño núcleo de verdad como fueron las escaramuzas que se dieron entre ambos grupos, se fabricó desde los medios de comunicación toda una mitología que exacerbaba la alteridad que pudiera sentir cualquier ciudadano medio frente a una juventud retratada como salvaje e irrespetuosa.

Esto, por supuesto, no era algo especialmente novedoso. Podemos encontrar ejemplos parecidos a finales del siglo XIX, cuando el magnate de la prensa William Randolph Hearst exaltó el miedo y odio del pueblo estadounidense hacia los españoles y acabó precipitando la guerra de Cuba.

En general se trataba de movimientos propios de la prensa amarilla y su lógica mercantilista, necesitada siempre de rellenar espacio con cualquier cosa vistosa con tal de seguir ganando dinero: historias creíbles gracias al sesgo de confirmación, capaces de atraer mucha atención por su morbo intrínseco durante prolongados periodos de tiempo hasta que el pánico moría, y cimentadoras del statu quo social al señalar siempre a colectivos desempoderados (inmigrantes, etnias o religiones minoritarias, mujeres, jóvenes, etc).

Del “pánico moral” al “pánico satánico”

Es, empero, poco después de que Cohen lo bautizase que el fenómeno comienza a mutar de manera interesante. En la década de los 80 se desata en EEUU el llamado “pánico satánico”, a raíz del suicidio de un adolescente aquejado de depresión y otros trastornos que, incidentalmente, era también jugador de Dragones y mazmorras, un título ya bajo el punto de mira de muchas AMPAs y círculos cristianos. Esto lleva a una cruzada por parte de la prensa religiosa y conservadora del país que acaba desembocando en la creación de una gran farsa conspiranoica acerca de cultos enteros de personas que, enajenadas por un juego que ha borrado su capacidad de discernir realidad de fantasía, se entregan al servicio de Satán y le ofrecen con asiduidad la sangre de los inocentes.

De nuevo, hay testimonios de esto en la cultura popular, desde la película de 1982 Mazes and monsters hasta la más reciente Stranger things, ambientada en la época y retratando activamente parte de este fenómeno.

Lo que hace especial a este pánico moral concreto fue el uso político que se hizo de él. Muchos republicanos estadounidenses, interesados en promover valores conservadores y ligar a familias enteras a movimientos tradicionalistas, vieron en esto un caladero fácil de votos. Presentándose como paladines en enconada lucha contra Lucifer y sus hordas de servidores mundanos, cabalgando una ola de miedo y ansiedad que solía auparlos hacia puestos de poder, desde los que generaron políticas que atacaban activamente los juegos de rol (hasta el punto de que estuvieron en peligro de desaparecer como concepto del imaginario popular) y promovían de manera agresiva la participación de la juventud en actividades consideradas morales, casi siempre de cariz religioso.

El fenómeno, por tanto, pasó de ser un mero recurso de la prensa más chabacana a convertirse en una herramienta política con la que consolidar poder, modificar el tejido social y, conforme su uso se fue haciendo común, tratar de destruir también a grupos ideológicamente opuestos o considerados indeseables. Obviamente, el conservadurismo ya había cabalgado olas de pánico moral antes, especialmente aquellas que explotaron el miedo al extranjero o a la “persona de color”, pero este caso se tiene como el primero en que se sistematiza su explotación y pasa de ser algo a aprovechar cuando surge a algo que puede ser diseñado y teledirigido con un objetivo concreto.

Poder hablar es poder hacer callar

Podría pensarse que algo así se dé con facilidad en una sociedad como la estadounidense, tan llena de claroscuros y desigualdades, pero aquí en España no hemos sido ajenos a esta clase de procesos tampoco. La ya mentada Mazes and monsters tuvo en el 2000 su plagio patrio más o menos descarado titulado El corazón del guerrero, película que ejemplifica la tormenta perfecta que la década de los 90 y el inicio del siglo actual supuso para la subcultura friki de nuestro país: juegos de rol, videojuegos, comics, manganime… el consumidor de cualquiera de esas cosas fue alterizado sin piedad por medios de comunicación que actuaron de altavoces de asociaciones religiosas y tradicionalistas.

En este caso, por fortuna, el provecho político fue menor y, aunque se intentaron aprobar leyes en contra de estos modos de ocio (especialmente a nivel autonómico y local, siendo Madrid la comunidad más afectada), ninguna prosperó.

Y es que, para ese entonces, la explotación de los pánicos morales era conocida, y quienes sufrieron su acoso no se dejaron avasallar. Ricard Ibáñez, historiador y creador de Akelarre, el primer juego de rol escrito en España, necesitó una única aparición televisiva para contestar todos los mitos sobre el tema y callar a quienes hacían de parasitar el morbo su modo de vida, a la vez que otros afectados se juntaron en asociaciones desde las cuales defender su derecho a un tiempo libre planteado según sus propias condiciones.

Quien esto escribe, sin ir más lejos, colaboró en su juventud con la madrileña ADAM (Asociación en Defensa del Anime y el Manga) en su labor de plantear contranarrativas frente al discurso oficializado. Obviamente, nada de lo que se hizo en aquellos años fue perfecto ni definitivo: cada cierto tiempo resurgen, de alguna forma u otra, informaciones de este tipo, como las que vinculan a los videojuegos con la violencia (a pesar de la ya respetable cantidad de literatura científica al respecto que desmonta ese postulado), pero son una sombra de lo que fueron, acalladas de manera cada vez más rápida y efectiva por quienes hablan desde el conocimiento de causa.

El ejemplo es, admisiblemente, algo tonto, y hasta polémico si tenemos en cuenta el proceso de autoodio y radicalización que desde entonces han experimentado muchos sectores de la subcultura (si en ese entonces el concepto de lucha interseccional hubiese estado más extendido…), pero habrá de bastar como explicación de cómo se ha frenado socialmente este aprovechamiento de los pánicos morales. Aquellos afectados por ellos deben hablar y exponer su verdad como forma de combatir la narrativa imperante. Colectivos como el LGTBIQ+ o las minorías étnicas saben esto ya muy bien, y se han adaptado para contrarrestar los efectos de esta estrategia. Incluso se han apuntado algunas victorias sonadas, como modificar los códigos deontológicos de la prensa para que, por ejemplo, no figure la etnia ni nacionalidad de ciertos presuntos criminales, con tal de no facilitar esa semilla, ese grano de verdad, a partir del cual puede germinar toda la fabulación de un nuevo miedo.

¿Qué pasa, entonces, con quienes se beneficiaban del uso de este fenómeno? Su juguete es demasiado goloso como para simplemente dejarlo de lado ahora que está perdiendo efectividad. Ha sido con la aparición de la derecha alternativa y el neorreaccionariado que se ha generado una nueva herramienta, una que lleva las potencialidades del pánico moral a su extremo más lamentable.

El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio

Gordon Woo, matemático y sociólogo especializado en el análisis de catástrofes sociales, atentados sobre todo, comenzó a notar a inicios del siglo presente un auge de “lobos solitarios”, individuos altamente dañinos que ejercían gran violencia y terror y, una vez frenados, dejaban tras de sí un manifiesto con las ideas que los habían impulsado a dicha conducta. Preocupado y fascinado a la vez, trató de encontrar un vínculo que los uniera y, de ser posible, una forma de predecir y contrarrestar sus acciones.

Estudiándolos, Woo se percató de que el número de aquellos que pertenecían oficialmente a estructuras jerárquicas dedicadas a promover y ejercer esa violencia, como podría ser el caso del nefario Anders Breivik, era cada vez menor. Se encontraba, para su sorpresa, con perfiles aparentemente anodinos, sin un historial de participación política notable ni similitudes claras en su trasfondo socioeconómico. Al final, empero, dio con una posible conexión entre ellos: todos tenían una vida muy activa en internet, frecuentando en muchas ocasiones los mismos foros y consumiendo las mismas noticias, las mismas opiniones y el mismo contenido.

El terrorismo estocástico

Estas cámaras de eco virtuales acababan por aislar a sus consumidores, haciéndolos sordos a toda voz que pudiese desmontar la narrativa que engullían y, en última instancia, modelaban su visión de la realidad. Utilizando las ya conocidas tácticas de los pánicos morales (uso exagerado y manipulativo de un núcleo de verdad, señalamiento de una alteridad ofensora, reforzamiento del statu quo, etc), las llevaban un paso más allá: el señalamiento se volvía acusación, y la ofensa ya no era de índole moral sino que se volvía una amenaza directa y espeluznante. Estas informaciones se iteraban una y otra vez en un ciclo perpetuo de miedo, diseñado para exacerbar los sentimientos de sus consumidores y dirigirlos a objetivos claros y definidos, hasta que uno de ellos decida de motu proprio que ha llegado la hora de… “hacer algo”.

Woo llamó a esto “terrorismo estocástico”, porque a diferencia del terrorismo tradicional en el que el acto de violencia es el fin necesario, aquí es una probabilidad, algo que en algún momento puede suceder de forma espontánea y no determinista. Esto otorga muchos beneficios a los voceros de las cámaras de eco donde se crían estos lobos solitarios, puesto que no hay contacto directo entre unos y otros ni una responsabilidad directa que los vincule.

Sin embargo, concluye el autor, la acumulación de indicios es prueba en sí misma: si personas en lugares muy distantes, de origen y trasfondo completamente diverso, decide repentinamente ejercer violencia sobre uno o más miembros de un mismo colectivo tras haber consumido la misma información y participado de las mismas ideas, eso es un dato estadísticamente relevante. ¿Habría de reclamarse responsabilidad sobre ello?

Ejemplos paradigmáticos

Volviendo a nuestro sujeto de estudio, EEUU, no tenemos que irnos muy atrás para tener una excelente ilustración de este fenómeno. El pasado 19 de noviembre, en Colorado Springs, Colorado, un hombre entró en un club LGTBQ+ de la zona y abrió fuego contra los asistentes, matando a 5 personas e hiriendo a varias más. Por sus víctimas se deduce que perseguía sobre todo matar a mujeres transgénero, y así lo corrobora tanto su manifiesto como sus publicaciones en línea.

Se ha demostrado, además, que el asesino consumía activamente el contenido de gente como Tucker Carlson, presentador de la Fox; Matt Walsh, opinólogo de The daily wire; o youtubers como Steven Crowder o Tim Pool. Todas estas voces tienen en común que llevan meses dando fuelle a una campaña de desprestigio contra las personas transgénero, a las que tachan de inherentemente sexuales y pedófilas: esto es especialmente cierto en el caso de Walsh, director y protagonista del infame documental What is a woman?, en el que ataca de manera descarnada y virulenta a la teoría queer en general.

Resulta relevante, también, cuál ha sido la reacción de estas personalidades tras el ataque: lejos de condenarlo, lo muestran como la conclusión lógica al estilo de vida y acciones de las víctimas, conminándolas a dejar de mostrarse públicamente si no quieren correr el riesgo de sufrir un destino similar. Terrorismo estocástico en su más pura expresión: sobrecargar emocionalmente a una audiencia depredando sobre sus miedos e inseguridades hasta que alguien recurre a la violencia y, después, sin admitir relación con lo ocurrido, culpabilizar a las víctimas.

Alguien podría objetar que este caso es uno muy cuidadosamente escogido, una rara avis que no basta para explicar un modelo de comportamiento que tienda a repetirse. Para desgracia de todos, apenas cuesta nada encontrar casos en la propia EEUU que se ajusten a este patrón. El 28 de octubre de este mismo año un hombre asaltó la casa de Nancy Pelosi, presidente demócrata de la Cámara de Representantes, con intención de secuestrarla o matarla. Al no encontrarla en casa, agredió al marido de esta, Paul Pelosi.

Ambos son figuras clave en la mística de conspiraciones de internet como Q o Pizzagate, y han sido señalados numerosas veces por prominentes miembros del partido republicano, incluyendo al propio Trump o figuras como Marjorie Taylor Greene, Ted Cruz o Ron DeSantis como actores importantes en el supuesto robo de las elecciones del 2020, así como del supuesto cabal secreto que controla el gobierno de EEUU.

De hecho, ¿no se podría calificar el propio asalto al Capitolio del 2020 como un acto masivo de terrorismo estocástico? Y aún más atrás encontramos otros ejemplos, como el del asesino misógino Elliot Rodger, cuyo caso contribuyó a destapar todo el contenido tóxico de la manosfera y la comunidad incel. Y detrás de ellos, tantos y tantos nombres: Stefan Molyneux, Alex Jones, Ben Shapiro, Paul Joseph Watson, Carl Benjamin, Candace Owens, Rush Limbaugh, Dennis Prager, Felix Lace…

Es, obviamente, injusto señalar sólo aquellos casos del mundo anglosajón. ISIS, por ejemplo, sería un curioso caso de híbrido entre grupo terrorista tradicional y criadero estocástico de individuos radicalizados. En general, el concepto de Woo se ha demostrado capaz de explicar la práctica totalidad de casos de atacantes solitarios, y se tiene ya como la mejor explicación posible al fenómeno dentro de los círculos académicos.

Es curioso, también, señalar cómo este fenómeno hace uso de muchos de los elementos del lenguaje del fascismo que ya señaló Umberto Eco en su día: la presentación del enemigo como alguien a la vez increíblemente débil y vil pero con fuerza y poder fenomenales, ensalzamiento de supuestos valores nacionales o identitarios, etc. De hecho, viejos conocidos como el antisemitismo (¿alguien dijo Kanye West?) suelen ser tópicos muy frecuentados en las cámaras de eco estocásticas.

En un mundo en el que las organizaciones terroristas tradicionales, como la que preparaba un golpe de Estado en Alemania y que fue disuelta el pasado 8 de este mismo mes, tienen cada vez menos margen de acción y más oposición, éste es sin duda el futuro del terror.

Algunos ejemplos españoles

España tampoco es inmune a esta tendencia, si bien el grado de violencia ha sido aquí infinitamente menor al dado al otro lado del Atlántico, por fortuna. En diciembre del 2019 un sujeto no identificado arrojó una granada a un centro de menores en Hortaleza, Madrid, donde estaban acogidos varios menores extranjeros no acompañados. La granada no detonó ni generó daño alguno, pero coincide en el tiempo con una campaña especialmente enfática de Vox contra la inmigración. Por supuesto, dirigentes del partido como Espinosa de los Monteros enseguida se desmarcaron del acto, pero la conexión estocástica no es en absoluto desdeñable y no ha sido ponderada seriamente desde entonces: hablamos, al fin y al cabo, de una formación política asesorada en el pasado por Steve Bannon, maestro de esta clase de tácticas entre muchas otras.

Recientemente, también Vox ha sido el centro de un intento de pánico moral, tras las declaraciones del exinspector jefe de la policía de Valencia durante un acto del partido, en las que acusaba al colectivo de inmigrantes de ser responsables de la “práctica totalidad” de la delincuencia en la ciudad pese a todas las evidencias estadísticas en contra. Diríase que tienen las jugadas muy bien ensayadas.

Enfrentar lo intangible

¿Cómo detener la violencia que hace surgir en otros una simple voz? Una voz que tan solo está ahí, sin obligar a nadie a que la escuche. Una voz que tiene mucho cuidado con lo que dice, manteniéndose siempre en un registro de lenguaje aceptable, o utilizando palabras en código (el tan conocido dogwhistle) para que su mensaje no sea evidente para los no iniciados, para quienes están fuera de la cámara de eco en la que vomita constantemente las mismas proclamas sobre su reducida pero fiel audiencia.

Una voz que siempre va a declararse irresponsable por no conocer al violento: era un loco, alguien que ya estaba mal antes de llegar a ella. ¿Qué culpa puede tener? Ella solo habla. Solo dice lo que piensa, y está en su derecho. O se dedica simplemente “a hacer preguntas”. ¿Es que ahora ser curiosa es un delito? Ahí está ella, haciendo preguntas, siempre preguntas, pero nunca ofrece las respuestas: deja que quienes la oyen saquen sus propias conclusiones, aunque sus preguntas siempre conduzcan a una única respuesta inevitable. Pero ella se cuida bien de no decirla nunca. ¿Para qué? Su audiencia lo sabe. Alguno de ellos, sin duda, hará lo que hay que hacer.

¿Cómo enfrentar algo así?

Con honestidad, no lo sé. Se me antoja algo imposible de atajar.

Es todo un problema. Quién podría haber dicho que, a partir de un puñado de frikis apocados injustamente perseguidos hace 40 años, hoy tengamos una lista de víctimas que cada día, por cualquier motivo y sin previo aviso, puede aumentar.

Y una lista cada vez más larga, también, de verdugos que al final no son más que otras víctimas, manipuladas por esas voces, manchando sus manos y sus almas de sangre inocente para que otros puedan capitalizar el miedo que generan, en su cruzada por dirigir el zeitgeist sociocultural de vuelta a un pasado idealizado que en realidad jamás existió.

Para mí son culpables, pero no sé cómo demostrar que lo son más allá de la mera evidencia circunstancial. Lo único que sé es que el caos generado por todo este terror y este odio es, como diría Petyr “Meñique” Baelish, una escalera: una que desciende hasta el fondo del negro, negro pozo de la miseria humana.