Eurovisión tiene un fandom curioso: reúne a puretas musicales, indies atormentadas, amantes de las divas de ventilador y purpurina o nostálgicos de lo kitsch. También a quienes, como una servidora, añoramos la Guerra Fría, la descomposición de Yugoslavia y las conspiraciones geopolíticas continentales.
Escrito por Irene Zugasti.
Cualquier eurofán (con acento, que lo dice la Fundéu) sabe bien que el cliché de que “Eurovisión no es política” es absolutamente falso[1][2]. En los últimos años, hemos visto como Turquía se retiraba por un “desvío de valores” del festival; como Rusia era vetada durante la edición de 2017 en Kiev por sus movimientos en Crimea; o como hace pocos meses, la Unión Europea de Radiodifusión- (UER) expulsaba a Bielorrusia por considerar que allí se atacaba a libertad de prensa.
Pero este año es distinto: el eurodrama, las culture wars, se juegan en casa, en la Costa Blanca nada menos, y la arena es el Benidorm Fest. Radiotelevisión Española recuperaba el Festival que alegró tantas noches estivales yeyés para hacer del proceso de selección un evento abierto, democrático y participativo. Y petarlo.
Nuestra televisión pública había quemado ya todos los cartuchos en cuanto a sistemas selectivos, desde las galas rancias con propuestas prefabricadas hasta las canciones enlatadas que encasquetaban a los pobres participantes de Operación Triunfo. No obstante, la “selección interna” detrás de estos procesos, de una forma u otra, ha sido siempre la norma. Una selección que se cocina entre discográficas, productoras y la propia cadena, en la que operan los intereses y afinidades de cada cual, que a su vez se conectan con los de otras muchas personas en Europa (y Miami).
El Benidorm Fest ofrecía por primera vez una preselección de artistas lo suficientemente diversa como para generar expectación e interés más allá del eurofandom habitual. Utilizaba códigos millennial y “zetas”, (Inés Hernand, diosa, reina, maravillosa) pero con Maxim Huerta y Alaska a los mandos, que recordaban a una audiencia más madura que todo queda en casa. La realización, limpia, rápida, sin florituras, era más que correcta. La puesta en escena también. Sin embargo, dos días después, el resultado del festival ha desencadenado protestas sindicales, preguntas parlamentarias y encendidos debates virtuales. El final del Benidom Fest ha sido solo el principio de las Benidorm Wars. ¿Por qué?
Long story short, podría decirse que el motivo es la indignación por lo que gran parte de la audiencia percibió como “tongo” (en gallego, trapallada) en favor de una elección contraria al sentir popular y presuntamente tomada de antemano. La ganadora, Chanel, aupada por el jurado, ofrecía una propuesta comercial impecable en forma de mujer explosiva y de letra monosilábica sembrada de de daddys, mamis y partys. Las dos opciones favoritas del público, Tanxugueiras y Rigoberta Bandini, presentaban narrativas algo más complejas: las primeras hablaban de folclore, raíces y plurilingüismo, nada menos. La segunda, de maternidad, cuerpos femeninos y censura. Alles ist politisch o algo así dijo Thomas Mann. Veamos por qué:
La tiranía tecnócrata y el rapto democrático
El público millennial del Benidorm Fest, ese que volvió a mandar SMS tras diez años sin hacerlo, no está muy acostumbrado a participar de procesos democráticos de decisión colectiva. No se puede pedir una cultura política participativa a quienes hemos crecido con la partitocracia, la crisis del bipartidismo, el ciclo 15M, las primarias del PSOE, los Vistalegres I y II, o los adelantos electorales a gogó… en fin, una generación que conoce los límites del sufragio universal. Benidorm ofrecía la posibilidad de poder elegir, pero no mucho: el jurado experto supondría un 50% del voto y una muestra demográfica representativa de la sociedad española (que nadie había pedido) otro 25%. El poder popular se limitaba pues, a un cuarto del total, siendo además necesario pagar más de un euro a la televisión pública por ejercer el derecho a votar. La democracia, pues, se nos quedó corta, qué paradoja: hay más soberanía rousseaniana en Gran Hermano que en Eurovisión.
Pero no solo se trata de democracia, sino de legitimidad. El jurado experto (mitad extranjero, mitad nacional) jugaba en Benidorm la figura del “tecnócrata”, el sacrosanto especialista por encima de pasiones ideológicas. Pero la tecnocracia, a veces, falla. Es opaca y poco amiga de la gobernanza, la transparencia y la participación política y si no, que se lo digan a Italia, a Grecia, o a la UE, mismamente. Los expertos, ese cóctel de currículum, méritos y redes, son como los gustos musicales: relativos y sesgados.
Viendo el vaso medio lleno, el hecho de que el dictamen del jurado estuviera tan alejado del popular, (sin baremos ni criterios claros que justificasen su decisión), provocó una justa indignación. Ésta se tradujo en accountability, es decir, en un clamor de rendición de cuentas al que debe responder la cadena pública. Y ese clamor reveló vínculos, poderes e intereses, como en cualquier industria, mucho más allá de lo musical. Porque los señores de negro de la Troika, los jueces, los tribunales de oposición, hasta los comités de sabios, son subjetivos, y también se equivocan. Imagínense si en vez de una canción en un certamen musical, los jurados profesionales decidieran la gestión económica de un país. Oh, wait…
El fin de ciclo del feminismo pop
La ola feminista lleva una década recordándonos que sin mujeres no podrá darse un paso más, ni siquiera en SlowMo(tion). El feminismo se hace poderoso, pero también se neoliberaliza y convierte en un objeto de consumo y mercadeo, con la cultura y el arte como transmisores. Un objeto, no obstante, difícil de controlar, porque se empieza con un inocente “girl power” y acaba una por cuestionarse los privilegios de la mitad de la humanidad. A ver quién controla eso.
Y en esas estábamos las feministas, cabalgando contradicciones y teorías, mientras la reacción machista se armaba en los parlamentos, en la manosfera digital y enla vida cotidiana, cargada de violencia contra las mujeres. Porque hasta el feminismo pop tiene fecha de caducidad, como nos ha recordado la industria eurovisiva en Benidorm. En otras palabras, tetas sí, pero con lencería, brilli-brilli y un equipo de cinco productores internacionales y creativos detrás. Los señores del algoritmo spotify quisieron vender a Chanel como la enésima mujer empoderada del show bussines, pero pese a ser un portento escénico, poder, lo que se dice poder de decisión, la artista ha tenido poco. Todo por nosotras, pero sin nosotras, o bueno, con nosotras, pero a su manera, ¿no?
Volvamos al vaso medio lleno: aunque algunos temas se calificasen de “soflamas feministas” y pese a que unos cuantos políticos hayan hecho chistes de tetas de primero de primaria, el hecho es que unas creadoras de base les han ganado la batalla (que no la guerra). La audiencia es soberana y al parecer, está unos cuantos años por delante del jurado y del machismo, incluso en términos de marketing musical. Puede que acabe el feminismo pop, pero el folk, el punk y el indie son irreductibles.
Además, el odio dirigido a Chanel en redes ha sido respondido a través de la maravillosa reacción de todas las artistas implicadas y también de sus compañeros de festival, como Rayden o Varry Brava, para demostrar que hay otras formas de comunicar y de cuidarnos. Una lección de sororidad y de apoyo mutuo, de mujeres abordando una competición sin competitividad, y recordándonos esa frase de Amorós que dice que “El feminismo no cuestiona las decisiones individuales de las mujeres, sino las razones que las obligan a tomarlas”. Spain, twelve points.
Thank you for the music
Así las cosas, las Benidorm Wars no son del todo malas noticias. Ha servido para muchas cosas: para hablar del papel de una Televisión pública y sus contenidos, por ejemplo. O para airear los trapos sucios de una industria musical que tiene mucho de lo primero y menos de lo segundo, y para reivindicar la música en directo en televisión, que lleva décadas secuestrada y no solo de Cachitos vive el público. Ha servido para hablar de tetas, de maternidad, de lenguas, folclore y cultura, de salud mental y de democracia.
Nos quedaremos sin saber si, tras todo este revuelo, RTVE ha resultado estar dos pasos por detrás o varios por delante de todas las personas que le devolvimos audiencias millonarias el pasado fin de semana. El tiempo lo dirá, pero mientras, como cantaban los Abba, thank you for the music.
[1] POT, Félix: Mapping favouritism at the Eurovision Song Contest: does it impact the results? https://research.rug.nl/en/publications/mapping-favouritism-at-the-eurovision-song-contest-does-it-impact
[2] Ortiz Montero, L. (2017). El festival de eurovisión: más allá de la canción. Fonseca, Journal of Communication, 15(15), 145–162. https://doi.org/10.14201/fjc201715145162