She-Hulk: Cuando el “friki” se convierte en su propio supervillano

She Hulk

La ficción mainstream ha explorado cómo las características del buen fan coinciden con las del supervillano y explotado el lado “incel” del frikismo.

Escrito por Jose A. Cano.

El pasado 13 de octubre, resaca de la Hispanidad, se estrenaba en Disney+ el último episodio de la primera temporada de She-Hulk: Attorney at Law (She-Hulk: Abogada Hulka en España para mantener el logo pero darle al fan local la traducción tradicional).

En el mismo, la protagonista, en su doble faceta de superheroína y abogada, derrota a La Inteligencia, villanos en la sombra de la historia, un grupo de autoproclamados seguidores de Hulk, que la acusan de haber obtenido su poder sin merecerlo y desean “darle una lección” y “ponerla en su lugar”.

Es decir, los peores enemigos de Hulka son… fans cabreados. De hecho, fans cabreados que estaban adivinando el futuro, sin mucho mérito. El boicot a la serie en el mundo real, digamos, empezó incluso antes de estrenarse, sufriendo el célebre ‘review bombing’, un ‘troleo’ tan popular como tontorrón, consistente en llenar de malas reseñas a la serie de turno, normalmente por tener protagonista femenina o, como en el caso reciente de Los anillos de poder, un reparto racializado. Sí, hay una pauta.

She-Hulk, la serie, adapta dos etapas diferenciadas del personaje. Por un lado de John Byrne entre los 80 y 90, donde el personaje rompía la cuarta pared y parodiaba tropos del género -por ejemplo la extrema hipersexualización de los personajes femeninos de moda entre los dibujantes de la época-. Por otro, la guionizada por Dan Slott entre 2004-2007, básicamente “Ally McBeal en el universo Marvel”, una comedia de abogados que igualmente parodiaba los superhéroes imaginando consecuencias legales tan lógicas como disparatadas para las normas de su mundo.

La showrunner Jessica Gao (guionista que, entre otros títulos, ha trabajado en Rick&Morty) y la directora Kate Coiro (Shameless, Modern Family) no necesitaban ser demasiado avispadas para predecir un boicot de este tipo, que ya sufrieron las dos películas de Wonder Woman o la de Capitana Marvel. Pero integrarlo en la propia serie convirtiéndolo en el “enemigo de temporada” es un giro adecuado al tradicional uso de Hulka como comentario meta del propio género superheroico. Incluso las guías oficiales del Universo Marvel incluyen en su ficha de personaje, entre sus superpoderes, además de fuerza o invulnerabilidad, romper la cuarta pared.

El fan convertido en el villano de los personajes que supuestamente admira es un tropo recurrente en la ficción, sobre todo en el universo “friki” donde las franquicias han pasado de entretenimiento ligero a elemento identitario. Que en el caso de Hulka sirvan para retratar al movimiento “incel” y sus complejos proyectados -el líder de La Inteligencia es un pretendiente de Hulka que fue rechazado, además cliente en su faceta de abogada- es una feliz casualidad, pero nada que ver con modas. Las series de la prima de Hulk son así desde los 80, y lo seguirán siendo cuando odiar a los personajes femeninos para sentirse provocador deje de ser tendencia.

Casos similares en el cine y en los cómics

Otro producto reciente denostado por el fandom enfadadito fue The Last Jedi (2017), de Rian Johnson, la segunda entrega de la por el momento última trilogía de Star Wars. La película, como la anterior entrega, The Force Awakens (2015), no tenía ningún problema en presentar al nuevo villano, Kylo Ren, como un admirador de Darth Vader que se sentía incapaz de igualar su poder o su maldad.

Es más, en un movimiento de inversión respecto a su tío Luke, Kylo es un seguidor del Reverso Tenebroso de la Fuerza que se sienta atraído por el Luminoso. Cuando comete una maldad, en el fondo está realizando una performance, pero no siente ese impulso de forma genuina. Se obliga a sí mismo a ser “malo” porque es lo que cree que debe ser.

No hace falta asistir a un curso de nuevas masculinidades para darse cuenta de que tanto este Darth Vader de marca blanca como los odiadores profesionales de Hulka tienen problemas graves de autoestima y respecto a su propia masculinidad. Problemas que a los ojos de una masculinidad tradicional genuina, como la del Capitán América o directamente un Clint Eastwood de la vida, los harían parecer niñatos llorones, y son tan conscientes de ello que necesitan de esa performance de maldad al estilo Kylo.

En el mismo 2005 en que Dan Slott escribía dramas legales para Hulka, la Distinguida Competencia, DC Comics, publicaba Infinite Crisis, un gran evento en viñetas que implicaba a todo su universo editorial y homenajeaba al gran crossover de 20 años atrás, Crisis on Infinite Earths. En aquel multiverso DC, lleno de versiones alternativas de personajes como Superman, Batman, Wonder Woman o Flash, era simplificado, reuniendo todo su compleja “continuidad” en una sola Tierra. De los mundos anteriores solo sobrevivían, enviados a un limbo simbólico, el Superman original de 1938 con su Lois Lane, un Lex Luthor “bueno” alternativo y Superboy Prime.

Este personaje fue creado como una encarnación proyectiva de los propios lectores: es el único superhéroe de un mundo, Tierra Prima, donde el resto de héroes DC, incluido Superman, solo existen en los cómics. Sus padres adoptivos, que se apellidan Kent, lo llaman Clark a modo de broma, hasta que un día descubre que efectivamente tiene superpoderes.

En Infinite Crisis e historias posteriores escritas por el guionista Geoff Johns, Superboy Prime vuelve tras años de exilio enfadado con los superhéroes, sobre todo con su homólogo Superman, porque ya no son como deberían ser. No son como los que él leía en su infancia. Él es el único superhéroe correcto y debe destruirlo. Como vemos, no es precisamente sutil.

El peligro de la nostalgia

El analista Matt Hills ha especulado con que la tendencia de los fans fuertemente identificados con las franquicias a entender como ataques personales determinados cambios se deba a que las series, cómics o películas se han convertido en sus “objetos transicionales”. En psicología, un objeto transicional es un peluche, la mantita de Linus en Peanuts o algo similar que da sensación de seguridad a un bebé y lo ayuda a aliviar el estrés cuando suceden cambios en su entorno. Hills considera que todas esas franquicias de entretenimiento han cumplido una función similar en la niñez tardía o adolescencia de estos públicos, conformando así parte de su identidad al proporcionar modelos de conducta, y por eso al ser modificados o ampliados se entiende que son “corregidos” y se perciben como ataques al propio sistema de creencias.

En España los investigadores Irene Raya, de la Universidad de Sevilla, y Javier Lozano, de la Universidad de Loyola, han retomado a Hills para analizar el fenómeno hater en manifestaciones similares a la sufrida por She-Hulk, como las adaptaciones recientes de Masters of the Universe -He-Man, de toda la vida del señor- o la versión femenina de las Cazafantasmas.

Raya y Lozano advierten de “el peligro de la nostalgia” como contradicción en sí misma: el fan desea que su universo de ficción favorito siga vivo, pero si avanza y evoluciona es imposible que se mantenga estático. Al mismo tiempo, por su naturaleza comercial y juvenil, los productos culturales tienden a moldearse a los tics de cada momento, reflejando los cambios sociales y proponiendo nuevos modelos de conducta.

Esto se produce encabezado por una generación, en la que podríamos encuadrarnos los nacidos en los 80 como últimos ejemplares criados en libertad, en la que “lo friki” aún se consideraba marginal o al menos alejado de los gustos populares y a veces inaccesible. Quizás con el éxito de público, crítica y premios de la trilogía de El Señor de los Anillos (2001-2003) como momento bisagra, y animado sobre todo por el ansia de encontrar clientes cautivos de las grandes multinacionales, lo que antes era freak -en el sentido de “extraño” o incluso “monstruoso”- ahora es mainstream, e incluso los tópicos de los que se reía una serie como The Big Bang Theory (2007-2019) parecen ahora anticuados o directamente tóxicos.

El “friki” veterano ha pasado de temido y odiado por un mundo que ha jurado proteger a mainstream puro, como los X-Men, y es curioso ver como la franquicia lo ha reflejado en viñetas. Acostumbrado a un relato victimizante y dentro de un contexto cultural profundamente narcisista, el freak dolido porque los superhéroes recientes no son “como los de antes” y monta el ‘comicsgate’ -simplificando mucho, autores y fans protestando por la “diversidad forzada” en la Marvel de los 2010- o campañas de boicot como la de She-Hulk, dándose la mano con la derecha más reaccionaria o el ridículo movimiento incel. Necesitan, de alguna manera, seguir sintiéndose víctimas para poder tener razón, y por eso se creen legitimados para convertirse en abusones.

Esta dinámica paradójicamente se explica en una serie sin muchas pretensiones y que no ha recibido ataques furibundos de los fans picajosos, Cobra Kai (2018- ), secuela de la mítica Karate Kid (1984), de John G. Avildsen. Quizás porque el personaje central sigue siendo alguien al que resulta fácil sentir como propio a este sector, un angry white man, Johnny Lawrence, el antagonista y matón de la peli original, que se deconstruye a su manera, sin dejar de ser un macarra un poco desfasado. Pero la base de la serie es que todos podemos convertirnos en abusones aunque hayamos sido víctimas, o a veces precisamente por serlo. La lección última de Cobra Kai, además de que sea una serie de que hable de la amistad masculina o la madurez -explicándolas a hostias, literalmente- es que la única manera de acabar con el ciclo de la violencia es salir de él, no perpetuarlo con venganzas infantiles.

Por el camino siguen existiendo ficciones completamente complacientes con el freak conservador, que se dedican a adorar ciertas etapas concretas de la ficción estadounidense, sobre todo los 80, como Ready Player One (2018), de Steven Spielberg, o Stranger Things (2016- ), de Matt y Ross Duffer. Productos muy elaborados pero que convierten la nostalgia en algo que se mide al peso: a más referencias cruzadas a otras franquicias, más calidad.

Más allá de que sean entretenimientos correctos y bien realizados, y soslayando alguna acusación quizás merecida de misoginia, no tienen conciencia de su lugar en el mundo. Solo pretenden abrazar la parte narcisista que nos dice que la música, las películas o las novelas de cuando éramos jóvenes y se formó nuestro gusto lector era mejor.

En The Last Jedi lo que más irritó a muchos fans veteranos y a otros más recientes que deseaban pasar por tales fue la debilidad de Luke Skywalker, convertido en jedi arrepentido y huyendo de sus errores, e incluso apartándose para ceder su lugar a la siguiente en la cadena, la misteriosa Rey. ¿Luke puede fallar? ¿Luke puede ser cobarde? A pesar de que el sacrificio final del héroe estaba cargado de épica, poesía y, sobre todo, la misma sabiduría lúcida del Obi-Wan Kenobi original, los warsies parecían incapaces de enfrentarse a que si Luke no era infalible, ellos tampoco.

Aunque en la tercera entrega, The Rise of Skywalker (2019), JJ Abrams deshizo lo propuesto por Johnson, la propuesta de este último no dejaba de tener su miga: la elegida no era nadie, no pertenecía a ningún linaje nobiliario. Solo tenía el poder sobre la Fuerza, concebida como un equilibrio que une todo lo que existe en un concepto mucho más místico que en cualquier otra entrega de la saga, y sentido de la justicia. Así, cualquiera puede ser un Jedi, no solo los herederos de un clan concreto, como si hablásemos de Borbones del espacio.

El miedo lleva a la ira, la ira lleva el odio y el odio lleva al fan a convertirse en su propio supervillano. Cambiando de franquicia, ¿en qué momento los fans perdieron el rumbo? ¿Cuándo dejaron de ser la integradora y pacífica tripulación del Enterprise, diversa y con la misión de explorar la galaxia en busca de conocimientos para la avanzada Federación de Planetas, y se convirtieron en el Imperio Terrano del Universo Espejo, repleto de malencarados tipos con perilla que solo saben ocultar su miedo cerval a ser percibidos como débiles bajo toneladas de agresividad? ¿Cuándo, por el amor de Crom, nos hemos convertido en villanos de opereta?