Como en una parodia de “el mejor de los mundos posibles” que le repetían sus preceptores al Candido de Voltaire, la ciencia-ficción tradicional se empeña en recordarnos que el presente actual debe ser preservado a cualquier precio. O que intentar cambiarlo da siempre un resultado mucho peor. Pocos mundos alternativos o ucronías son presentados como utopías, con escenarios del tipo El hombre en el castillo, en la que los nazis ganan la Segunda Guerra Mundial.
La serie de Netflix The Umbrella Academy adapta en su segunda temporada el equivalente al segundo volumen del comic de Gabriel Way y Gabriel Bá. En ambos, los personajes viajan en el tiempo a 1963 y el asesinato de John F Kennedy es parte central de la trama, pero hay una sutil diferencia. En la versión en viñetas, los personajes vienen de un futuro en el que JFK nunca murió y son ellos los que cometen el magnicidio. En la audiovisual, vienen de un mundo equivalente al nuestro y fracasan en impedirlo. Que parece lo mismo, pero no es igual.
Es la base de la novela de Stephen King 22/11/63, también adaptada a serie con algo más de fidelidad. En ella el personaje principal, cuyo presente es 2011, se enfrenta a la imposibilidad de detener el asesinato de Kennedy. El pasado no desea ser cambiado, y pase lo que pase la Historia tiende a mantenerse. La historia reciente de EEUU no puede ser nunca la utopía que el protagonista, y quizás King, asocian al presidente muerto. Para llegar al presente actual es necesario el desengaño y Kennedy debe morir.
Escrito por José Cano.
Los padres de Marty McFly
Parece una interpretación muy de los 90, de Francis Fukuyama y su Fin de la Historia, pero en realidad aparece y se prolonga antes y después de la feliz década de las Spice Girls y el doble pivote defensivo. En algunos casos es una cuestión creativa de pura vagancia por parte de escritores o productores: el “presente” de los personajes debe permanecer inalterable. En otros, claramente, se trata de un posicionamiento político.
La ficción estadounidense, en general, suele permitir solo una salvación “particular”, nunca social, en la que se pueden cambiar a mejor los eventos de la vida de un individuo, o más bien de su familia, sin cambiar necesariamente “la Historia”, en una interpretación netamente neoliberal –que no liberal– de las prioridades de sus protagonistas o de científicos locos capaces de inventar el condensador de fluzo.
El ejemplo por antonomasia es Regreso al Futuro, pero también series de televisión como A través del tiempo, donde el científico protagonista se dedica a arreglar vidas particulares una a una con su conciencia “saltando” dentro de cuerpos ajenos. Esta serie, por cierto, tiene un capítulo dedicado a Kennedy, en el cual el personaje llega a experimentar los acontecimientos que rodean al asesinato desde el punto de vista de Lee Harvey Oswald, intentando sin éxito tanto aclarar los hechos como impedir la muerte de Kennedy.
En España, poco dada al género ucrónico hasta casi el siglo XXI, tenemos un ejemplo precisamente de 1995, El coleccionista de sellos, de César Mallorquí. En este se plantea una curiosa falsa utopía: el inspector de policía protagonista vive en un Madrid de 1939 en el que la República está a punto de ganar la Guerra Civil gracias al apoyo Aliado, pero en pleno luto por su reciente viudez. Ese universo es el “correcto”, pero de repente él tiene la posibilidad de permitir el triunfo de Franco a cambio de salvar a su mujer, y la decisión no es nada sencilla.
El punto Jonbar
Claro, una ucronía no tiene por qué ser una distopía, pero casi siempre lo es. En el mundo anglosajón casi siempre son una reafirmación en lo correcto de su hegemonía y cosmovisión. Otro ejemplo clásico, subgénero “nazis ganando” aparte, es la novela Pavana, de Keith Roberts, en la que Isabel I es asesinada y Felipe II conquista Inglaterra… impidiendo la Revolución Industrial y dando lugar a un “futuro” que en pleno siglo XX sigue siendo “medieval”. Tremendo ombliguismo egocéntrico se matiza por un giro final que nos desvelaremos.
No obstante, ¿Por qué siempre cualquier presente alternativo es “peor”? En parte porque así es más interesante, en parte por la interpretación, de nuevo, de que la Historia, así, con mayúscula, ha acabado “bien” y vivimos en, al menos, el menos malo de los mundos posibles.
Además, el marcador político más acusado de un mundo alternativo es el llamado “punto Jonbar”, que recibe su nombre de uno de los personajes de La legión del tiempo, novela de 1938 del estadounidense Jack Williamson. Uno de los personajes, John Barr, debe decidir si recoge del suelo un imán o un guijarro, y cada posible camino tendrá consecuencias decisivas en la Historia de la Humanidad.
El punto Jonbar, pues, es el momento que “cambia” la Historia oficial. Por ejemplo, que Felipe II domine Inglaterra porque asesina a Isabel I –lo importante es la reina– o porque la Armada Invencible hace honor a su nombre –lo importante es la actuación militar española–. Montar una distopía a partir de que Napoleón gana en Waterloo implica señalar a Bonaparte como “el malo” en su historia.
Funcionarios del tiempo
Se ha reprochado a una de las series españolas más consciente de la cosa esta de la construcción del relato, El Ministerio del Tiempo, que la misión de sus protagonistas sea, precisamente, impedir que el pasado cambie. «El tiempo es el que es» sería la frase de cabecera de unos personajes que no llegan a alterar los grandes acontecimientos pero sí vidas particulares.
Sin embargo, podríamos considerar que a El Ministerio la Historia, así con mayúsculas, y su interpretación le dan igual. La serie habla más de la construcción misma de la imagen de España y la relación de los españoles con ella. Lo prueban episodios como el que recupera la memoria de Emilio Herrera o aquél en el que los personajes viajan a la conquista de América y Alonso de Entrerríos, el Alatriste deconstruido del Ministerio, se enfrenta a su propio abuelo.
Así pues, El Ministerio del Tiempo puede permitirse tener como “malo final” de la segunda temporada a Felipe II, pero no convertido en un villano de opereta o un fanático oscurantista como en producciones anglosajonas. Más bien ofreciendo la perspectiva de que no, cualquier tiempo pasado no fue mejor, porque solo podemos vivir en el presente y aprovechar el pasado para mirar al futuro. Más que conservador, es de un fatalismo muy pragmático e idiosincráticamente español.
El Ministerio debe parte de su planteamiento a El Fin de la Eternidad, novela clásica de ciencia-ficción de Isaac Asimov publicada en 1955. En ella La Eternidad es una especie de Ministerio Más Allá del Tiempo, creado en el siglo XXVII y que recluta agentes de todas las épocas, dedicándose a cambiar sutilmente la historia para favorecer el bienestar de la Humanidad… pero impidiendo su correcto desarrollo, como concluirá el protagonista tras visitar el siglo XX. Es decir, en este caso el ejército de científicos ilustrados que quiere guiar desde fuera la historia son “los malos”.
Cómo redimir a Cristóbal Colón
Toda excepción tiene sus reglas y hay una novela que combina la ucronía y el viaje en el tiempo con un enfoque multicultural inesperado por parte del autor del que se trata: el mismísimo Orson Scott Card. Hablamos de La redención de Cristóbal Colón, novela de 2012 basada en cómo impedir un cataclismo climático que deje a la Humanidad sin ningún futuro posible por mucho que mejore: impedir la conquista de América y la creación del capitalismo.
Apoyándose en La conquista de América. El problema del Otro (1982), de Tzvetan Todorov, y en una –presuntamente– exhaustiva documentación sobre los pueblos originarios del Caribe, Card lanza un alegato ecologista y anticapitalista en el que intenta imaginar las vías posibles para la comunicación cultural a los dos lados del Atlántico de forma pacífica. Los multirraciales viajeros del tiempo de la novela deben salvar su presente y quieren hacerlo impidiendo la esclavitud y el extractivismo, y lo harán convenciendo a Colón de hacerse “amigo” de los indios. Si no se crea el sistema colonialista y el encuentro entre pueblos y razas se basa en el intercambio cultural y no la explotación económica, sostiene Card, se impide la destrucción del planeta. Por el camino da la tabarra contra la homosexualidad y las relaciones prematrimoniales sin venir a cuento, pero si el lector lo ignora, el planteamiento de la novela es lo suficientemente original para merecer la pena.
Es una historia que se emparenta con cierta temática de la ciencia-ficción “ecosocialista” reciente del cine que inaugura Hijos de los Hombres (2006), de Alfonso Cuarón, y continúan Mad Max: Furia en la carretera (2015), de George Miller, o la superheroica Logan (2017), de James Mangold, aunque Card se pueda considerar cualquier cosa menos “progresista”. También emparenta con la ucronía anticolonialista latinoamericana, como El libro del mensajero (2009), de Edgardo Civallero o El conquistador (2006), de Federico Andahazi, que presentan descubrimientos a la inversa en los que los pueblos originarios de América conquistan Europa.
Esto es lo que hay
El tema aquí, claro está, es de qué Final de la Historia estamos hablando. Para la ciencia-ficción estadounidense dominante en el mainstream la actual democracia (neo) liberal es el mejor de los mundos posibles, como para El Ministerio del Tiempo pueda serlo –de forma explícita– la España creada por la Constitución del 78 y encarnada en Adolfo Suárez. Por otra parte, desde el arriba mencionado enfoque decolonial se puede proponer que este mundo está muy lejos de ser ideal.
Sin embargo, en algunas de estas ficciones, como la ministerial española o la muerte de Kennedy según Stephen hay otra lectura posible (y en ambas, también explícita): No tiene sentido idealizar el pasado ni lo que pudo ser.
Si queremos un mundo mejor, solo tenemos este, y aunque conocer críticamente el pasado es necesario, solo avanzaremos planificando el futuro sobre lo que ya ha pasado. Y eso, más que liberal, progresista o mediopensionista, es, sobre todo, práctico.