Caníbales: ansiedad de clase

Caníbales: El Hoyo

El hoyo (2019), de Galder Gaztelu-Urrutia, ha muerto en la orilla de la carrera por representar a España en los Oscar. Ser la candidata de la Academia de Cine española no garantiza nada, en los últimos 20 años apenas solo dos películas han sido nominadas. Pero habría sido la primera vez en la que España enviaba a Hollywood una cinta de ciencia-ficción, que además debía su éxito internacional a una plataforma de vídeo bajo demanda, la omnipresente Netflix.

Escrito por José A. Cano

El hoyo representa, hasta ahora, la última contribución patria a esa tendencia de la ciencia-ficción que, digamos, empieza más o menos con Hijos de los hombres (2006), de Alfonso Cuarón, y llega hasta el día de hoy de la mano de series como Years and Years (2019) o la local La valla (2020), que acertó de pleno con un Madrid asolado por una pandemia y dividido entre ricos y pobres. 

Temerás a la vecina del quinto

Es una corriente de la ficción mainstream que ha tenido hitos en series como El cuento de la criada (2017- ) o Interstellar (2014) y Tenet (2020) de Christopher Nolan y viene básicamente a expresar en ansiedad por el futuro la ansiedad del presente. Son críticas nada sutiles a la situación actual del mundo más que a cualquier profundo futuro y que sobre todo subrayan la deshumanización que conllevan la competición y la escasez material.

Una deshumanización que tiene su pico en el canibalismo, el recurso final al que deben recurrir los personajes de El hoyo cuando les toca pasar un mes en los pisos más bajos de la plataforma, allí donde apenas llega la comida. Las metáforas de El hoyo ni son sutiles ni pretenden serlo, y la violencia extrema y del devorar a otro ser humano son el estadio más bajo de la supervivencia, a la que se ve forzado el protagonista.

Goreng, interpretado por Iván Massagué, se mete en el hoyo con propósitos de Año Nuevo de progre de ciudad: dejar de fumar y acabarse el Quijote. Acabará comiéndose parte del libro para calmar el hambre como paso previo a asumir la situación extrema en la que vive y alimentarse de carne humana. Es otro giro nada sutil que señala la inutilidad de incluso la cultura más elevada en situaciones de supervivencia.

El protagonista superado por las circunstancias, que conseguirá rehacerse tras el trauma inicial e intentar recuperar una ética mínima en mitad de la barbarie, representa la ansiedad de la clase media que se ve forzada a subir y bajar en mitad del turbocapitalismo actual. Con miedo a descubrir que al final del “centro de autogestión vertical” hay más pisos de los que pensaban y existe un lumpen debajo del lumpen.

Los apocalipsis de clase media, con pánico a un colapso climático o económico que obligue a vivir como ya viven “los pobres”, es la constante de esta ciencia-ficción de la desigualdad que nos asuela desde la crisis de 2008. Pero el canibalismo no aparece siempre, quizás porque se considera poco sutil o demasiado crudo o “imposible”. El empeño de la ciencia-ficción de los últimos 20 años es ser “realista”, por contradictorio que parezca.

Cuando lo hace, es de manera menos troncal a lo que se cuenta que en El hoyo. Por ejemplo, la imagen más impactante de La carretera –tanto la novela de Cormac McCarthy de 2006 como la película de John Hillcoat de 2009–, que luego nadie recuerda que tiene que ver con la tímidamente esperanzadora escena final: los portadores del fuego nunca devoran a sus propios hijos.

Está también en The Walking Dead, que es la menos sutil de las banderas del pesimismo antropológico de la ficción mainstream. Un guionista de comics de superhéroes, Robert Kirkman, acostumbrado a resolver conflictos entre sus personajes con discursos de dos páginas, que decide contar una historia de zombies “adulta” y “realista”.

El colapso que ya está aquí

De 2011 es el cómic La comunidad, escrito por el uruguayo Rodolfo Santullo y dibujado por el argentino Marcos Vergara. Cuenta la historia de una comunidad aparentemente primitiva en un futuro postapocalíptico que sobrevive con la situación de La carretera elevada a práctica social: un porcentaje de los bebés que nacen son criados literalmente como cerdos, sin educar ni ser nunca tratados como personas. Ganado para devorar y que el resto pueda sobrevivir. 

El giro de todo esto, que la aleja de los futuros tipo La tierra permanece (1949), es la trama paralela, luego descubrimos que ambientada en el pasado lejano, de cómo nació esa comunidad y, suponemos, más parecidas. Redadas policiales que expulsaban al lumpen del lumpen de las ciudades, les entregaban cuatro casas de adobe, abono y semillas en mitad de la nada y les advertían: no intentéis volver. Ya no formáis parte de la sociedad humana.

La gracia aquí es que el cómic tenga 10 años y sea, además, argentino. Porque en realidad si uno pasea por las villas-miseria de Buenos Aires descubre que no es tan ciencia-ficción. Y que esa nada en la que sobreviven los últimos de los últimos tiene un algo de la Patagonia, de la gran nada deshabitada de parte del continente, de todos los continentes del Sur global, que se traga, olvidado por las lejanas capitales, al lumpen del lumpen al que le toca vivir allí.

Por otro lado, es una buena advertencia. Lo decía Carlos Taibo: no es lo mismo el colapso de la civilización occidental para alguien que vive en Madrid que para alguien que vive en Gaza. Hijos de los Hombres o La valla son ya documentales en más de un tercio del planeta. El arqueólogo Eudald Carbonell lo dice más crudo: “El colapso de la especie humana ya ha empezado”. Aunque a Malasaña tarde un poco en llegar.

Ese es el verdadero miedo: haber perdido ya, sin vuelta atrás, la lucha de clases. Que la mayoría de nosotros ya no seamos ni siquiera mercancías en manos de políticos y banqueros, como decía Juventud Sin Futuro allá por el 15M. Que simplemente hayamos pasado a no tener valor y la secesión de las élites ya se ha ejecutado, solo estamos gestionando en qué condiciones nos dejan atrás.

Eso es el canibalismo, eso es el miedo al apocalipsis. No una extinción física, sino moral. Tener que comernos el Quijote y que toda nuestra educación, nuestros dos títulos universitarios, nuestra pantalla plana y nuestras críticas sobre la última serie de Netflix –qué mal escrita, cómo le sobran minutos, qué poca diversidad– no sirvan para nada. Que incluso pudiendo vivir con todo eso, en realidad solo sea maquillaje, y ya estemos lanzados a devorarnos los unos a los otros e incluso nos estemos comiendo a nuestros propios hijos.

Tampoco es ninguna novedad. En La máquina del tiempo (1893) el socialista H.G. Wells vaticinaba la futura brecha social entre los decadentes –y por cierto, sin género asignado– eloi y los brutalizados morlocks, tan involucionados en su deshumanización que sobreviven solo como cazadores de carne humana. 

Recordemos que en la novela, al contrario que en sus adaptaciones, no hay ninguna catástrofe, simplemente una industrialización salvaje que lleva a enterrar las fábricas para que creen bienes sin que la vista de los molestos obreros moleste. Wells pensó su apocalipsis, nosotros el nuestro. Tras más de cien años y creyendo que habíamos superado todos esos problemas, descubrimos que no son tan diferentes.

El Proyecto Humano

Por supuesto, la ficción también se resiste. En El Atlas de las nubes (2004), la novela de David Mitchell -la película de las hermanas Wachowski de 2012 la cambia en demasiados aspectos–, el discurso final de uno de los personajes protagonistas defiende que aunque viva en un mundo sin valores humanos –la Inglaterra victoriana– seguirá educando a sus hijos en ellos porque es la única victoria sobre la barbarie. 

La gracia está en que dicho discurso, aunque cronológicamente se ubique en el siglo XIX de H.G. Wells, al lector le llega tras conocer un apocalipsis ecológico del siglo XXIV en el que los humanos se canibalizan entre ellos. Es decir, que la única manera de evitar ese futuro, el peor de todos los posibles, en el que seguimos vivos pero somos menos que humanos, es aferrarnos precisamente a los valores que nos hacen sentirnos como tales.

Claro, al final de Hijos de los Hombres también aparece un barco para rescatar al último bebé sobre la Tierra. Y suponemos que nadie se lo va a comer. Igual hasta le dan panacota, como el postre que salva Goreng al final de El hoyo.