Por Ángela Valcárcel
La neutralidad, los términos medios, las ideas de centro, están de moda. Son utilizadas, con demasiada frecuencia últimamente, para adjetivar a buena parte del argumentario de partidos políticos que en realidad tienen ideologías y proyectos de sociedad bien diferentes. Pero es que, en realidad, hemos estigmatizado tanto a la capacidad del ser humano de posicionarse firmemente en una idea, o en un conjunto de ellas, y hemos llegado a ver como algo tan negativo al debate y el desacuerdo, que muchas veces nos sentimos cómodos ante esa neutralidad. Neutralidad que, entre otras cosas, nos libera de la responsabilidad que el libre posicionamiento implica y que no deberíamos confundir con los acuerdos colectivos. La neutralidad implica un cierto vacío de contenidos morales específicos; los acuerdos colectivos implicarían, en cambio, un diálogo reflexivo y abierto sobre tales contenidos hasta llegar a decidirse cuáles son los mejores para el conjunto de la sociedad, algo que brilla por su ausencia incluso en los llamados “acuerdos de Estado”.
Sucede que esta neutralidad no tiene su único efecto en las ideas políticas, algo que ya de por sí debería preocuparnos, sino que también es plenamente efectiva en el campo de las prácticas sociales, de los comportamientos cotidianos. El último fenómeno que me ha llevado a estas reflexiones ha sido el “Black Friday”.
El “Black Friday”, evento que probablemente todas las personas que habitan occidente han escuchado, e incluso vivido o sufrido (según como se mire) a lo largo de estos días, es una estrategia de ventas que se basa en rebajar los precios el día de después de Acción de Gracias, celebrado en los Estados Unidos. Ese día, los grandes centros comerciales se llenan de gente hasta límites insospechados y da lugar a no pocos numeritos violentos que son detestables desde el punto de vista de las personas que no aceptamos su neutralidad, sino que nos posicionamos.
Estas personas que se plantean la posibilidad de que el “Black Friday” no sea algo caído del cielo por caridad de los grandes empresarios, y la posibilidad de que reciba ese nombre por algún motivo en concreto, han provocado que estos días, además de las ofertas, circulen por las redes diferentes teorías explicativas del origen de esta práctica. Que si fue con motivo de una bajada de la bolsa, que si los negocios dejan la tinta roja para utilizar la negra de los balances positivos en las cuentas, que si fue acuñado un día de mucho tráfico en Filadelfia, o incluso que tiene su origen en las ofertas de esclavos negros que, el día de después de Acción de Gracias, se hacían para que los propietarios de las plantaciones pudieran hacer frente al invierno y compensar posibles pérdidas de ganancias. Teorías hay para todos los gustos y, de entre ellas, hay una que efectivamente me creo más.
De cualquier forma, si bien me parece importante cuestionarse su posible origen, dada la aparente imposibilidad de encontrar el verdadero, no es el aspecto en el que quiero centrarme. El aspecto que más me asombra es, como decía, la supuesta neutralidad, la vacuidad, de la que se ha dotado. Me parece asombroso cómo el “Black Friday” es utilizado por empresas con características y productos tan diferentes: por cafeterías, por tiendas de ropa, por tiendas de electrodomésticos, por comercios locales, por grandes almacenes… Hasta aquí, todavía sería pasable si pensamos que su objetivo es el mismo: vender. Pero la máxima expresión de esto a lo que me refiero ha llegado a mis ojos de parte de una ONGD.
Aclarar que las ONGDs son Organizaciones No Gubernamentales de Desarrollo, que se diferencian de las ONGs en que se dedican específicamente a la cooperación internacional al desarrollo. Estas organizaciones, las ONGDs, poseen unas características específicas, definidas por la Coordinadora de ONGD’s en España: tienen personalidad jurídica propia y capacidad legal de acuerdo con la normativa vigente; carecen de ánimo de lucro; trabajan activamente por la cooperación y la solidaridad internacional; poseen voluntad de cambio y transformación social; cuentan con respaldo y presencia social; disponen de recursos, humanos y materiales, procedentes de donaciones, de la solidaridad, de trabajo voluntario, etc.; son transparentes y participativas, promoviendo la igualdad entre hombres y mujeres; y hacen pública su actividad y su presupuesto.
Sobre el marketing de las organizaciones sociales y sobre su transformación en verdaderas máquinas empresariales hay también mucho escrito y no es mi intención hacer aquí una exposición de las distintas ideas en torno al tema. Valga tener presente que es una situación cada vez más común y que está dando mucho qué pensar, sobre todo en el plano de la ética. Y es precisamente en ese nivel, en el de la ética de las organizaciones de desarrollo, en el que quiero detenerme.
La adopción de una estrategia de estas características, con cierto toque de humor, y como si de un crowfunding se tratara, por parte de una organización de este tipo me hace reflexionar seriamente sobre varias cosas.
En primer lugar, me pregunto ¿de verdad es irremediable que las ONGD participen de la misma lógica consumista-capitalista de un sistema al que se supone que consideran injusto? Porque si algo debe caracterizar a las ONGD es precisamente esta capacidad de crítica y de poner en marcha mecanismos que permitan extenderla al resto de la sociedad “del Norte”.
Conozco de primera mano la dificultad que tenemos desde las organizaciones de cooperación a la hora de encontrar personas que se sumen a nuestra causa, ya sea como socias, voluntarias o donantes. Pero ¿hemos por ello de renunciar al papel fundamental que jugamos como agentes de construcción de una ciudadanía global crítica y solidaria? Porque una estrategia comercial de las características del “Black Friday” no parece pretender que la gente se convenza de que existen realidades injustas provocadas por el funcionamiento del sistema mundial y se comprometan a medio-largo plazo con una posible solución; sino que se dirige a las personas en cuanto meras consumidoras, obviando su más mínima capacidad de conciencia. ¿Nos conformamos con una subestimación así del ser humano?
Reconozco que es igualmente cierto que, en nuestros días, se ha llegado a una naturalización tal del sufrimiento ajeno, de la desigualdad local y mundial, y de la violencia en general, que cualquier llamamiento serio a la empatía no funciona con el mismo éxito que lo hacen las temporales campañas de marketing. Pero, ¿es que acaso son los mismos nuestros fines?, ¿y es que merecen nuestras causas ser reducidas a la categoría de “producto”?
Definitivamente pienso que no, y considero firmemente que las ONGD tenemos una gran responsabilidad a la hora de ser capaces de cuestionarnos constantemente: ¿justifican nuestros fines estos medios? Es decir, tenemos la responsabilidad de reflexionar, cada dos por tres, sobre los procedimientos que utilizamos. Cierto es que implica un esfuerzo, como una carrera de fondo, pero es que, sinceramente, no me parece que tenga mucho sentido que empleemos los mismos medios que aquellos que tienen objetivos y valores completamente diferentes a los nuestros: sus medios, los que ellos han inventado, para ser más certera.
Sería interesante que, en lugar de exigir a los “técnicos de cooperación” su hipercualificación en Enfoque de Marco Lógico y en comunicación y marketing social, se exigiera una formación sólida en ética, de forma que estuviéramos preparados en la práctica para discernir entre los beneficios y los perjuicios de una ética de fines, una ética de principios y una ética de los procedimientos. Cuestión que dejo aquí para quién necesite o desee profundizar libremente en ello y, sólo quizás, comprenderme mejor.
Concluir de lo dicho que las ONGD tenemos por delante el reto de no contribuir al derrotismo con el que tratan de contaminarnos, al mismo tiempo que avanzamos en la creación de conciencias críticas y comprometidas. Sin embargo, en lugar de dejarnos arrastrar por una corriente que terminará ahogando nuestros fines, puede que sea la hora de retomar los grandes proyectos, esos capaces de ilusionar a un grupo de personas de muy diversas procedencias y hacerlas trabajar juntas por un fin común, pero mediante unas prácticas coherentes con él. Para ello será necesario, muy probablemente, mucho trabajo por “amor al arte”, por convicción, de ese que es en realidad el que justifica nuestra propia existencia como organizaciones de cooperación al desarrollo.
Pero claro, el “Black Friday” es algo neutral, ¿por qué íbamos a pararnos a pensar en todo esto?