En la actualidad son varios los conflictos en que un Estado ocupa ilegalmente un territorio y somete a su población a numerosas violaciones de los derechos humanos. Estas situaciones varían y se diferencian entre sí en función de aspectos como su duración o el contexto regional y geopolítico en que se insertan. No obstante, también es posible establecer una serie de similitudes entre ellas. En este sentido, destacan dos casos que han tenido un recorrido histórico bastante parecido y que desde hace cuatro años se han visto entrelazados por la colaboración entre sus perpetradores.
Nos referimos a Marruecos e Israel, que ocupan, respectivamente, el Sáhara Occidental (a excepción de la Zona Libre, bajo control del Frente Polisario) y los territorios palestinos de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. Un primer punto de encuentro es que ambos comenzaron el proceso durante la descolonización llevada a cabo por las potencias administradoras (España y Reino Unido) con la aquiescencia o incluso el beneplácito de la metrópoli, en el caso español debido a la debilidad del agonizante régimen franquista y en el inglés, a la necesidad de contar con un aliado en una región de gran trascendencia
dada su cercanía al canal de Suez y los campos petrolíferos del golfo Pérsico, donde el Imperio todavía mantenía su presencia en territorios como Kuwait o los futuros Emiratos Árabes Unidos.
También cabe señalar paralelos entre las tácticas empleadas por ambas potencias agresoras para eliminar o desplazar a la población autóctona y sustituirla por colonos. Así, el sultán Hassan II organizó la Marcha Verde, en la que los civiles marroquíes, supuestamente “armados sólo con el Corán”, cruzaron la frontera con la colonia española, aunque en realidad lo hiciesen acompañados de tropas. Por su parte, los emigrantes judíos llegados a Palestina y equipados con puntero armamento occidental contra sus rivales árabes destruyeron poblados enteros y ocasionaron un éxodo masivo hacia países vecinos como Líbano o Jordania, donde hoy en día habitan todavía sus descendientes en campos de refugiados.
Posteriormente, y continuando con su política de represión, los sucesivos gobiernos aplicaron medidas tendentes a separar a los pueblos oprimidos y dificultar sus movimientos. Desde la década de los ochenta, Marruecos ha construido (con el asesoramiento, no por casualidad, de funcionarios israelís y de Sudáfrica, otro Estado en el que hasta los años noventa se mantuvo en vigor un sistema de apartheid) un muro de arena y piedra que además está minado y discurre de norte a sur, dividiendo el territorio controlado por Marruecos de los “Territorios Liberados” de la República Árabe Saharaui Democrática. En cuanto al caso israelí, en 2002 comenzó la construcción de un muro de hormigón que separa Cisjordania y está dividido en numerosos puntos de control que entorpecen el tránsito de los palestinos y alargan durante horas viajes que no comprenden distancias superiores a algunas decenas de kilómetros, y que en circunstancias normales tomarían mucho menos tiempo.
Además, como mencionamos al principio, en diciembre de 2020 ambos Estados suscribieron un acuerdo de normalización de relaciones auspiciado por el presidente estadounidense Donald Trump, que, a cambio, reconoció las pretensiones marroquíes de soberanía sobre el Sáhara Occidental, aunque lo hiciese a través de un canal no oficial como la red social Twitter y contraviniendo las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Tanto Palestina (a la que en los últimos tiempos han reconocido Estados europeos como España o Irlanda) como la RASD (que, a lo largo de su historia, ha sido reconocida por ochenta y cuatro países en total) cuentan con importantes aliados en la escena internacional y, en el caso de la primera, el genocidio perpetrado por Israel desde el pasado 7 de octubre (aunque la situación, como hemos visto, se retrotraiga a hace casi un siglo) ha generado una oleada de solidaridad potenciada por las redes sociales y manifestaciones en algunas de las principales ciudades de Europa. No obstante, y por desgracia, la situación no tiene visos de cambiar, y no lo hará mientras desde Occidente se soslayen o toleren estas violaciones y no se abogue por la plena aplicación del derecho internacional y las resoluciones de Naciones Unidas.
Autor: Alfonso Alvero Roldán.