La Guerra de Afganistán IV (2001-2021): Atentados del 11-S, invasión estadounidense y retorno Talibán 2.0

La cobra de Asia Central es la más venenosa del mundo, y sin embargo, no es especialmente grande ni imponente. Este sigiloso ofídio puede esperar días enteros para engañar a su presa, y solo cuando al fin la haya atrapado, mostrará su verdadera naturaleza”.

Luis Algorri (escritor y periodista español)

Desde hace varias semanas, Afganistán se ha convertido en el principal foco mediático a nivel internacional. Sin embargo, este remoto país de Asia Central, calificado como “tumba de imperios” a lo largo de la historia, lleva en realidad más de cuatro décadas en guerra, una guerra civil e internacionalizada al mismo tiempo, causada por una multiplicidad de factores étnicos, ideológicos, religiosos y geopolíticos, sin el análisis de la cual es imposible digerir reflexivamente el bombardeo constante de noticias que tanto los medios de comunicación tradicionales como las redes sociales nos están lanzando.

Esta breve tetralogía sobre la historia de la guerra de Afganistán tiene por objetivo plantear una visión panorámica y didáctica en la “longue durée” que nos ayude a comprender como el impacto de esta permanente contienda, a lo largo de sus diferentes etapas, ha transformado radicalmente el país, creando dinámicas tanto de continuidad tradicionalista en el sistema tribal afgano como de cambio modernizador y desestabilizador a raíz de las intervenciones extranjeras. Una historia apasionante y a la vez despiadada, repleta de intrigas políticas, intereses geopolíticos, idealismo revolucionario, fundamentalismo islámico, señores de la guerra y crímenes contra la humanidad.

En esta cuarta y última entrega, nos ocuparemos de la invasión estadounidense tras los atentados del 11-S, la creación de la República Islámica de Afganistán, la ocupación militar aliada para hacer frente a la insurgencia talibán, la misión ISAF de Naciones Unidas, el nuevo intento de modernización de la sociedad afgana, la retirada occidental y finalmente, el actual retorno de los talibán al poder en su supuesta versión moderada y 2.0.

Los Atentados del 11-S, la guerra contra el terror y la invasión de Afganistán (2001-2002)

El 9 de septiembre de 2001, dos terroristas de Al-Qaeda que se habían hecho pasar por periodistas, logran acceder al líder de la Alianza del Norte, Ahmed Shah Massoud, y se inmolan junto a él, matando al histórico “León del Panjshir”. La facción muyahidín, que aún resiste en el valle del Panjshir y en el corredor de Wakhan tras más de 5 años de lucha contra los talibán, oculta el atentado para evitar que su precaria alianza se desmorone rápidamente en la siguiente ofensiva de los fundamentalistas. Sin embargo, el orden mundial está a punto de cambiar radicalmente ante la llegada de un acontecimiento inmensamente más traumático.

En el amanecer del 11 de Septiembre, dos días después de la muerte de Massoud, cuatro aviones comerciales son secuestrados por terroristas suicidas de Al-Qaeda pertenecientes a la célula de Hamburgo, la cual lleva años preparando minuciosamente este golpe mortal a Occidente. Una vez en el aire, los aviones, repletos de combustible, son desviados de su rumbo y estrellados contra las Torres Gemelas del World Trade Center (que terminan derrumbándose), el Pentágono y un campo de Pennsylvania (aunque presumiblemente este último se dirigía al Capitolio o a la Casa Blanca). Mueren 3000 personas, pero al margen de la cifra de víctimas occidentales, el trauma psicológico real es la pérdida de la invulnerabilidad estadounidense. Hasta la fecha, Estados Unidos, ni siquiera durante el síndrome de Vietnam, nunca había tenido la percepción de ser vulnerable en su territorio nacional a los ataques provenientes del exterior. Ahora de repente, unos simples terroristas suicidas sin grandes medios, habían logrado golpear el corazón financiero y militar del imperio, y el ejército más poderoso del mundo no había sido capaz de detenerlos. La “Pax Americana” de los años 90, etapa en la que el final de la Guerra Fría había alumbrado un nuevo orden unipolar con Estados Unidos erigido como el guía espiritual y gendarme tocaba a su fin. Había nacido un nuevo orden mundial y Estados Unidos iba a responder con contundencia al golpe para vengarse, salvar su honor y de paso tratar de recuperar su aureola de invencibilidad militar.

La administración republicana de George W. Bush, fuertemente influida por la corriente neoconservadora (que fundía el idealismo neoliberal con la derecha cristiana), declara inmediatamente la “guerra contra el terror”, el “choque de civilizaciones” (siguiendo las tesis del geopolítico Samuel P. Hantington) y en seguida apunta a los fanáticos barbudos de Afganistán. La inteligencia estadounidense sabía desde hacía años que Osama Bin Laden estaba instalado en el emirato talibán, pero lo cierto es que esta circunstancia tampoco le había preocupado demasiado. Al fin y al cabo, ambos eran antiguos aliados gracias a los cuales se había derrotado a la URSS sin derramar una sola gota de sangre norteamericana y tampoco es que a los geopolíticos estadounidenses les quitase especialmente el sueño si la mujer afgana estaba siendo oprimida o si el patrimonio cultural era destruido por el fanático régimen. Los atentados de Al-Qaeda perpetrados contra las embajadas de Estados Unidos en Kenya y Tanzania en 1999, unido al posterior ataque contra el buque estadounidense USS Cole, fondeado en Yemen, sí que comenzaron a inquietar algo más al Pentágono, pero sea como fuera, la nueva administración Bush no tomó ninguna medida especial para prevenir ataques terroristas en todo el año 2001.

Pero el 11-S de repente lo cambiaba todo. Los terroristas habían cruzado una línea roja y había que responder con contundencia (y quien sabe si, de paso, tal vez se podrían desarrollar nuevos planes de recolonización unipolar para extender geoestratégicamente el dominio estadounidense en el “Gran Oriente Medio” y obtener cuantiosos beneficios económicos). No obstante, por el momento, lo prioritario era garantizar la seguridad nacional, ya que el pánico y la psicosis colectiva se habían apoderado de la sociedad estadounidense. A partir del atentado, tanto las secciones de política internacional de los diarios como las cadenas de noticias internacionales, comenzaron a emitir reportajes sobre el islam, el terrorismo, el Corán, en donde aparecían constantemente expertos islamólogos que, por primera vez, nos explicaban conceptos como “sharia”, “yihad” o “taqiyya”, en una mezcla de morbo orientalista y pánico hacia todo lo musulmán. La geopolítica había regresado a la agenda mediática y el terrorismo se convertía en la nueva amenaza global.

El 15 de septiembre, el gobierno de Bush dio un ultimátum al régimen talibán para que entregase a Bin Laden, desmantelase las bases de Al-Qaeda y permitiese una minuciosa investigación por parte de militares estadounidenses en Afganistán. Su líder, el mullah Muhhamad Omar, obviamente se negó en rotundo, y al expirar el plazo el 7 de octubre, se lanzó la operación “Enduring Freedom” (libertad duradera), en la que Estados Unidos formó una coalición con Gran Bretaña y otros aliados menores para invadir Afganistán. Entonces se acordaron de la Alianza del Norte, esa pequeña resistencia de muyahidín antitalibán en el noreste de Afganistán. Massoud había sido un buen aliado de la CÍA y del MI6 británico, y aunque acababa de ser asesinado también por Al-Qaeda, su facción aún resistía en dichos bastiones norteños y su posición podía facilitar enormemente la invasión (al tiempo que minimizar las muertes de soldados estadounidenses). De este modo, y tras alcanzar acuerdos con Tayikistán y Uzbekistán para atravesar su territorio, las tropas estadounidenses cruzaron nuevamente el puente de Amistad, esa línea angustiosa que separaba la seguridad del avispero afgano, la tumba de imperios (el último, el soviético), pero ya no había vuelta atrás. Además, la ideología de la democracia neoliberal era la mejor bajo su punto de vista, no como el “malvado” comunismo, de modo que era seguro que triunfarían.

Imagen del Atentado del 11-S junto a fotografía de Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda (2001)

Del lado talibán, el mullah Omar se quedó aislado del todo cuando Arabia Saudí y Emiratos Árabes decidieron romper relaciones diplomáticas con su régimen fundamentalista. El 11-S había cambiado radicalmente las antiguas alianzas de la Guerra Fría y el enemigo ahora era el yihadismo, por lo que Arabia Saudí comenzaba a ser un aliado no confiable debido a su condición de cuna del integrismo wahabbita (y también, al hecho de que 15 de los 19 terroristas participantes en el 11-S eran precisamente saudíes). Por ello, para intentar mantener sus buenas relaciones con Washington, los saudíes se apresuraron a romper con el mullah Omar, así como su pequeño vecino del Golfo. Solamente quedaba Pakistán, en una ambigüedad que mantenía desde los años 90 (aliada militar de Estados Unidos pero principal patrocinadora del régimen Talibán), un juego a dos bandas que siempre se ha podido permitir gracias a disponer del arma atómica. Especialmente preocupante sería a partir de entonces el ISI (el servicio secreto pakistaní), repleto de fundamentalistas religiosos simpatizantes con los talibán y con Al Qaeda.

La ocupación fue algo menos rápida que la soviética, puesto que las circunstancias eran distintas. Los soviéticos habían acudido en auxilio de un gobierno amigo asediado, mientras que los estadounidenses trataban de deponer a un régimen fundamentalista islámico que se defendería hasta la muerte. No obstante, para final de año y tras sufrir intensos bombardeos y cuantiosas bajas, los talibán habían perdido casi todo el territorio afgano (incluido Kabul), viéndose obligados a atrincherarse en Kandahar. Unas semanas después, este último bastión también caería en manos de la fuerza combinada de estadounidenses y muyahidín de la Alianza del Norte. El mullah Omar y Osama Bin Laden huyeron a las montañas de Tora Bora, en la inaccesible frontera afgano-pakistaní (y se sospecha que protegidos por agentes del ISI pakistaní), y desde entonces, el ejército americano y su inteligencia iniciaron un juego del ratón y el gato con los terroristas para intentar cazarlos (tardarían más de diez años en hacerlo), dentro de la doctrina de la guerra contra el terror lanzada por la administración estadounidense. De hecho, fue durante estos primeros años del nuevo milenio cuando la base militar estadounidense de Guantánamo alcanzó un gran eco mediático, al convertirse en el centro de detención e interrogatorio extraoficial de los terroristas capturados (en donde los reclusos carecían de derechos y en muchos casos eran sometidos a tortura durante años).

La ocupación estadounidense y la República Islámica de Afganistán (2002-2020)

Los “warlords” afganos se habían cobrado su venganza gracias a la invasión estadounidense, por lo que regresan eufóricos al poder tras casi cinco años en el exilio y con la voluntad de no volver a caer en luchas fratricidas. No obstante, Estados Unidos, como potencia ocupante, iba a encargarse de tutelar el proceso político, con el doble objetivo de que las facciones de muyahidín afganos no cayesen en una nueva fase de guerra civil, al tiempo que militarmente se encargarían de la ofensiva para destruir las bases de Al-Qaeda y capturar a los líderes terroristas. Sin embargo, muy pronto los talibán, aprovechando las características de la geografía afgana y de su composición étnico-tribal (como ya habían hecho contra la URSS), se reagruparían e iniciarían una insurgencia continuada contra la ocupación, por lo que pronto Estados Unidos tuvo que pasar también a realizar labores defensivas. La historia comenzaba a repetirse peligrosamente y antes de lo esperado.

En el plano interno, los estadounidenses promovieron la creación de un nuevo régimen: la República Islámica de Afganistán (republicana para tratar de crear una estructura estatal liberal y democrática que acabase de una vez con el sistema feudal, pero al mismo tiempo islámica para garantizar la cohesión social y la lealtad de los antiguos muyahidín y señores de la guerra, ahora convertidos de nuevo en ministros provisionales. De este modo, criminales de guerra desde 1979 como Burhanuddin Rabbani, Gulbuddin Hekmatyar, Ismail Khan o Abdul Rashid Dostum ocupaban nuevamente el poder, un poder tutelado por Estados Unidos y que ejércían como antaño, aunque bajo el velo de unas instituciones pseudo-democráticas. Ello como veremos, a la larga creará muchos problemas, provocando que se mantengan la corrupción, el tribalismo y la debilidad del poder central como males endémicos del siempre débil Estado afgano.

No obstante, la presidencia en sí del gobierno provisional fue otorgada a Hamid Karzai (pashtún durrani), una figura muyahidín que ya había ocupado cargos en los gobiernos del Estado Islámico de Afganistán entre 1992 y 1996, aunque en un segundo plano. Éste, convocó a la “Loya Jirga” (la asamblea tradicional que reúne a las figuras más notables de cada región), y con la supervisión y el asesoramiento del gobierno de Washington y de otros países aliados, se redactó una nueva constitución y se convocaron elecciones en el año 2004, ganadas por el propio Hamid Karzai. Por primera vez, un presidente afgano era elegido de modo “teóricamente” democrático. Obviamente, la propia estructura feudal, el clientelismo y la inseguridad en muchas zonas del país debido tanto a la delincuencia como a la resistencia talibán, los procesos electorales del nuevo régimen distarán mucho de asemejarse a una democracia homologable con las occidentales, y un síntoma claro de ello, es que los sucesivos gobiernos seguirán monopolizados en gran parte por los “warlords” y antiguos muyahidín. Tras encadenar tres mandatos consecutivos, Karzai sería sustituido por Ashraf Ghani en 2014, al ganar éste las elecciones en alianza con Dostum, el incombustible señor de la guerra uzbeko. Ghani alcanza la presidencia como el primer presidente afgano post-comunista que no pertenece a la resistencia muyahidín, sino que se trata de un occidentalizado antropólogo, educado en universidades estadounidenses y que durante gran parte de su vida ha trabajado para el Banco Mundial. Con este perfil tecnócrata, en alianza con Dostum (el único “warlord” laico), parecería que Afganistán trataba de profundizar tímidamente en la senda modernizadora, aprovechando el paraguas militar exterior. Además, paulatinamente fueron regresando al país algunos antiguos comunistas (exiliados desde la caída de la RDA). Gracias a ellos, se pudieron recuperar las piezas del Banco Nacional que había sellado Muhammad Najibullah (el último presidente comunista) para protegerlas del fanatismo iconoclasta islamista, al tiempo que se permitía la apertura de casas-museo dedicadas a antiguos mandatarios modernizadores como Zahir Shah, Muhammad Daud, Noor Muhammad Taraki o el propio Dr. Najib.

Y es que, con la influencia occidental de todos los militares, periodistas y cooperantes desplegados en Afganistán, la nueva apertura de delegaciones diplomáticas, la llegada de la moda occidental y de las nuevas tecnologías (telefonía móvil, internet y redes sociales), permitió que una buena parte de la sociedad afgana (al menos en las ciudades) accediese también a la sociedad de consumo y cambiase en cierto modo sus parámetros de vida. De esta nueva oleada modernizadora se benefició obviamente la mujer, a la cual la nueva constitución le permitía volver a estudiar y gozar de derechos (si bien es cierto que no tan avanzados como durante la época ilustrada y comunista, ya que, aunque ya no era obligatorio llevar el burka como durante el régimen talibán, sí que lo continúo siendo el hiyab). Así, chicos y chicas con títulos universitarios, políglotas, conectados con otras partes del mundo gracias a internet, interactuando a través de las redes sociales, trabajando en muchos casos como traductores para los contingentes de tropas extranjeras, han ido paulatinamente tiñendo de color el nuevo Afganistán urbano. Se trata de un proceso que se ha prolongado durante exactamente 20 años, que ha alumbrado a una nueva generación que no conoció el horror talibán de los años 90, y que (matizado por todos los obstáculos tribales, patriarcales, feudales y bélicos que se quiera) ha transformado a la población joven de las ciudades. Por ello, si no tenemos en cuenta este importante factor de cambio generacional, nos será muy difícil comprender las peculiaridades del retorno talibán a finales del año 2021. Pero no adelantemos acontecimientos.

Tropas estadounidenses desplegadas en Afganistán (década de 2000)

No obstante, además de continuar siendo un país atado a las férreas estructuras tradicionales y feudales, la guerra civil no había cesado. El movimiento talibán, puesto en fuga hacia las montañas de Tora Bora tras la fulgurante invasión estadounidense, utilizó la estrategia de la cobra de Asia Central (paciente, sigilosa pero mortalmente venenosa) y comenzó a reagruparse en el año 2002, iniciando desde entonces una guerra asimétrica basada en los atentados terroristas y combinada con una ofensiva limitada para ir controlando paulatinamente ciertas zonas rurales y periféricas (gracias a su ya mencionada implantación sociológica e ideológica en las zonas de mayoría pashtún). Ello, como ya les ocurrió a los soviéticos en la década de 1980 ante la enconada resistencia muyahidín, obligaba ahora al Pentágono a ampliar cuantiosamente su despliegue en Afganistán, así como el de sus aliados británicos y canadienses. Paralelamente, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó la resolución 1386 por la que se creaba la misión multinacional ISAF (International Security Assistance Force), con el objetivo de garantizar la seguridad en el país y asesorar al gobierno afgano de cara a la creación de unas fuerzas armadas y policiales propias, modernas y no dependientes de los “warlords”, las cuales en el futuro pudiesen ser autónomas para asumir la seguridad y la defensa del país. El liderazgo logístico de dicha misión se le otorgó a la OTAN, misión en la que participaron también tropas españolas. Mientras, la Operación Enduring Freedom, que había realizado la invasión de 2001, continuaba en manos exclusivas de Estados Unidos y Reino Unido. Sumando ambas misiones, llegó a haber más de 100.000 unidades extranjeras desplegadas en Afganistán durante toda la ocupación, casi tantas como las soviéticas en su tiempo.

La retirada de la coalición internacional y el retorno talibán al poder (2020-2021)

Pero los diplomáticos europeos decimonónicos no habían apodado a Afganistán la “tumba de imperios” por nada. Como ya había ocurrido con el Imperio Británico y, más recientemente, con la URSS, Estados Unidos y sus aliados se adentraron en una guerra de desgaste contra los talibanes que a la larga no podían ganar. Era lo mismo de siempre: se ocupaban muy fácilmente las ciudades y los centros de poder debido a la manifiesta superioridad militar, pero lentamente, la sigilosa cobra afgana iba inyectando su ponzoña en las fuerzas extranjeras, desgastándolas y debilitándolas progresivamente. El funesto resultado es que más de 3500 soldados de la coalición internacional han perecido en Afganistán a lo largo de estos años (así como otros tantos miles de afganos), y a pesar de todos los recursos materiales y humanos invertidos, los talibanes no solo no fueron derrotados, sino que paulatinamente fueron regresando con vigor a la arena política, saliendo de sus cuevas y escondites, realizando atentados en el mismo centro de Kabul y otras ciudades importantes y dominando amplios espacios rurales, iniciando así la reconquista del país.

De este modo, esta interminable guerra de desgaste (una de las claves de la derrota del Partido Republicano en 2008), obligó a sus sucesores en la Casa Blanca, tanto al demócrata Barack Obama como al nuevamente republicano Donald Trump, a buscar una salida negociada al conflicto (como ya había tenido que hacer Gorbachov a partir de 1985). Obama fue el primero en comenzar a hablar de una retirada escalonada, aunque posteriormente es Trump el que pone en marcha dicho proceso, dejándole a su vez un regalo envenenado al demócrata Joe Biden, el actual presidente.

A partir del año 2020, Trump decidió organizar las reuniones de Doha con representantes talibanes (al margen del gobierno afgano, que ya había tratado de negociar acuerdos con los talibanes años antes). Finalmente, el 20 de febrero de ese mismo año, el secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo se reunió con el representante talibán, Abdul Ghani Baradar, para acordar el calendario definitivo para la retirada de las tropas de Estados Unidos y sus aliados de Afganistán. A su vez, los talibanes, que habían moderado su discurso al compás de los años para tratar de desvincularse del terrorismo yihadista y de su pasado distópico, y al mismo tiempo, obtener un mayor reconocimiento internacional, se comprometían no solo a no volver a albergar en su territorio bases terroristas, sino a colaborar en la lucha contra el mismo y a buscar un consenso con el gobierno afgano para la formación de un gobierno plural. A su vez, en otra reunión con el ministro de exteriores de China, Wang Yi, el representante talibán se comprometía con la diplomacia del gigante asiático a no financiar ni dar cobijo a los rebeldes independentistas uigures de la provincia de Xinjiang, aunque fuesen sus hermanos musulmanes (un asunto clave para la integridad territorial de China).

Ghani Baradar, el nuevo hombre fuerte de los talibán, es considerado como el principal estratega de la nueva hoja de ruta del grupo islamista. Se trata de un histórico líder del movimiento que participó en su fundación junto al mullah Omar, ocupando puestos clave durante el brutal régimen de los años 90. Posteriormente fue capturado por los estadounidenses tras la ocupación, llegando a pasar varios años encarcelado, pero tras su puesta en libertad, comprendió que la realidad globalizada del siglo XXI era diferente, que las formas de la guerra psicológica habían cambiado y que si quería que los talibán tuviesen posibilidades de regresar al poder en Afganistán (y de conservarlo), éstos tenían que cambiar la forma de relacionarse con el exterior para en el futuro obtener el reconocimiento internacional y evitar una nueva invasión extranjera. Y dicha estrategia pasaba por dos elementos clave: la diplomacia y la comunicación. Diplomacia para demostrar que podían ser un actor político reconocido (y EEUU y China se lo brindaron en bandeja en Doha) y comunicación para adaptarse a la nueva realidad discursiva del siglo XXI, utilizando todo el potencial de los medios de comunicación de masas, internet y las redes sociales (en lugar de demonizarlas como en el pasado).

No obstante, como bien sabemos los que nos dedicamos al estudio de la propaganda política, una cosa es la proyección de la realidad y otra es la realidad en sí misma. Y la realidad de la ideología talibán no ha cambiado ni un ápice en todos estos años, ya que los fundamentos integristas, basados en la interpretación wahabbita más radical de la sharia (aderezada con el pashtunwalli), no han cambiado ni una coma. Pero así funciona la propaganda: se trata de parecer más que de ser y de “maquillar el corazón como se maquilla un rostro”, tal como recomendaba ya hace más de tres siglos el intrigante cardenal Mazarino en su breviario para los políticos. En el caso del fundamentalismo islámico además, se recoge un “haditz” (dichos y hechos ejemplares del profeta) en el que se habla del concepto de “Taqiyya” (ocultamiento), es decir, la legitimidad del guerrero que hace la yihad para mentir, ocultar e incluso hacerse pasar por infiel cuando el fin último es la supervivencia de la “umma” (la comunidad de creyentes) y la lucha contra los infieles.

Mike Pompeo, secretario de Estado, y Ghani Baradar, representante talibán, en Doha (2020)

Y es en este contexto en el que, a comienzos de 2021, Biden asume la presidencia de los Estados Unidos, debiendo encargarse de la fase final de dicha retirada de las tropas estadounidenses. Con ellas, también van retirándose paulatinamente las tropas de la coalición internacional, tanto las de Enduring Freedom como las de ISAF (incluyendo las tropas españolas). Las previsiones, tanto del Pentágono como de la CIA, son que los talibán podrían hacerse con el poder a largo plazo tras la retirada estadounidense, aunque esto no tendría por qué suceder necesariamente, ya que durante 20 años se ha formado al Ejército Nacional Afgano y se le ha dotado de armamento y equipamiento moderno, por lo que debería tener capacidad de sobra para repeler las posibles ofensivas fundamentalistas.

Pero la geopolítica nunca es una ciencia exacta, y los inmediatos acontecimientos vendrán a demostrarlo una vez más. A comienzos de agosto de 2021, cuando ni siquiera ha finalizado la totalidad de dicho repliegue, los talibanes (que como hemos dicho ya controlaban importantes zonas rurales) lanzan de repente una ofensiva generalizada en todos los frentes para apoderarse de las ciudades del país. Incomprensiblemente, una a una van cayendo todas las capitales de provincia en apenas unos días. Los gobernadores provinciales y los mandos del ejército (corruptos en su mayoría, como la estructura del Estado afgano en si misma) deciden pactar con los comandantes talibán y abrirles las puertas, por lo que los combates son mínimos. Solamente Mazar-i-Sharif, al que se ha desplazado su antiguo “warlord” Dostum (ahora además vicepresidente del país), logra resistir durante más de una semana a la ofensiva islamista, aunque al final, acaba también rindiéndose a los talibán y huyendo hacia Uzbekistán a través del Puente de la Amistad (igual que había hecho en 1998). Un día después, el 15 de agosto, los talibán entran en la capital Kabul sin encontrar ningún tipo de resistencia, ya que el propio presidente Ghani parte también hacia el exilio (según él, para evitar un baño de sangre, probablemente el suyo propio).

Esa misma noche, los talibán irrumpen en el palacio presidencial y ofrecen una rueda de prensa al mundo en la que muestran un perfil aparentemente moderado. Ghani Baradar anuncia que regresan al poder para gobernar con humildad, que se respetarán los derechos de las mujeres dentro de la sharía, que se otorgará una amnistía general para todos aquellos ciudadanos que colaboraron con la coalición internacional, que se tolerarán las actividades de ocio, que se permitirá la evacuación de todos los extranjeros y que, en general, no habrá represalias. Sin embargo, volviendo a la distinción entre la proyección de la realidad y la realidad, las informaciones que (a la hora de escribir estas líneas) nos llegan desde Kabul y otras ciudades son muy contradictorias. El caos que se está viviendo en el aeropuerto internacional (custodiado aún por las últimas tropas extranjeras que quedan en el país), atestado de ciudadanos afganos desesperados que tratan de embarcarse en algún vuelo militar junto a los diplomáticos y ciudadanos extranjeros para huir de la venganza fundamentalista, así como las repentinas muertes de opositores o la represión hacia determinadas mujeres que se están reportando, nos obligan a ser muy escépticos y a no bajar la guardia ante este supuesto perfil talibán 2.0.

Perspectivas de futuro e interrogantes geopolíticos (Conclusiones Finales)

La pregunta que ahora mismo nos estamos haciendo todos los analistas es la siguiente: ¿Cómo ha podido colapsar un ejército preparado por la coalición internacional durante más de 20 años y dotado de armamento moderno, perdiendo la guerra vergonzosamente frente a unos guerrilleros fundamentalistas? Numerosas son las causas y hay un gran debate sobre las mismas, pero podríamos destacar las siguientes: gran disciplina del movimiento talibán, financiación externa de los fundamentalistas, nueva estrategia diplomática y comunicativa, pactos con los gobernadores locales, baja profesionalidad del ejército afgano, otorgar los mandos del ejército afgano a minorías étnicas (tayikas y uzbekas) odiadas por la mayoría pashtún, corrupción estatal generalizada, poca legitimidad gubernamental y mala gestión de la retirada estadounidense por parte de la administración de Biden.

En este sentido, la imagen del caos y la desorganización de los militares internacionales que tratan de gestionar la avalancha de refugiados en el aeropuerto de Kabul contrastada con la imagen triunfal, cómoda y tranquila de los talibanes en el palacio presidencial, sea tal vez la mejor metáfora que sintetice toda esta concatenación de factores, y al mismo tiempo, ejemplifica como los talibán han ganado claramente la batalla comunicativa (al menos de momento).

Y mientras, en el valle del Panjshir, las últimas tropas republicanas en retirada se han reunido en torno a Ahmad Massoud, el hijo del mítico “León del Panjshir”, con el objetivo de iniciar una nueva resistencia contra los talibán como la que ya sostuvo su padre en la década de 1990, y no por casualidad, lo han hecho en el mítico valle (bastión de la resistencia desde hace más de cuatro décadas). La guerra aún no ha terminado, una guerra que dura ya más de 40 años.

Afganistán, como ya explicamos en la primera entrega de esta saga, históricamente ha sido siempre una ruta de paso esencial para el comercio, a la par que zona estratégica clave para la dominación del conjunto de Asia Central. Por lo tanto, el control de este inhóspito país resulta vital para las potencias tanto en términos militares como económicos. Hoy en día, estos imperativos geopolíticos no sólo no han cambiado, sino que se han acentuado aún más debido al descubrimiento en el país de reservas de gas natural, piedras preciosas y tierras raras (estas últimas, vitales para la fabricación de los dispositivos electrónicos que utilizamos diariamente en la era de la globalización y de las NTICS). Finalmente, tampoco podemos menospreciar la intensa partida que se juega en el campo de la ideología, en una lucha cultural clave entre la democracia liberal, la autocracia de los “warlords”, y al mismo tiempo, entre el islam sunní y el islam chií, y para salir vencedor en dicho combate por las mentes y los corazones, la propaganda, como siempre a lo largo de la historia, será el elemento fundamental para la manipulación política y la guerra psicológica.

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Aeropuerto Internacional de Kabul atestado de refugiados que tratan de huir de los talibán (2021)

Por todo ello, estos intereses geopolíticos de las grandes potencias (mundiales y regionales) que llevan disputándose el control de Afganistán desde, por lo menos, el siglo XIX, prolongando ese “Gran Juego” de Asia Central, van a seguir muy latentes en los años venideros. De hecho, el fracaso estrepitoso una vez más de la intervención militar extranjera y del intento de modernizar por la fuerza un sistema social tribal, puede llevar a los mandatarios extranjeros a optar por estrategias de control más indirectas, buscando el acuerdo amistoso con el gobierno talibán (siguiendo la estela del espíritu de Doha) para mantener su influencia en el país. Estados Unidos, China, Rusia, Arabia Saudí, Irán, Pakistán, Uzbekistán, Tayikistán, Turkmenistán y los demás Estados con fronteras o intereses en juego en Afganistán, no van a querer renunciar nunca a los beneficios geoestratégicos, geoeconómicos y geoculturales que puede otorgarles el relacionarse cordialmente con el gobierno talibán (lo que implicará mirar hacia otro lado cuando sea necesario, para mayor sufrimiento de la población afgana). Sin embargo, esta estrategia también conlleva serios riesgos para la seguridad global a medio plazo, ya que Afganistán podría perfectamente volver a convertirse en una base de operaciones de diferentes organizaciones yihadistas, con las que los talibán, no lo olvidemos, coinciden ideológicamente en un 99%. Mientras tanto, los problemas tanto endémicos como importados que padece la población afgana, parece que estarán, como siempre, relegados a un segundo plano y fuera de la agenda geopolítica de las potencias, donde primará la “realpolitik”.

En resumen, a lo largo de esta saga de cuatro entregas, hemos recorrido la historia reciente de la guerra en Afganistán, un país que lleva en ese estado permanente de violencia más de cuatro décadas. Una sociedad tribal, feudal y profundamente religiosa, desgarrada por un continuo conflicto civil avivado por intervenciones extranjeras, con una de las tasas de analfabetismo, pobreza y emigración mayores del mundo, y en manos de unos señores de la guerra corruptos o de unos fundamentalistas fanáticos. Y a pesar de todo, ahí sigue dicho pueblo, dividido en múltiples etnias, lenguas y tribus, pero unificado en torno a la convicción de que no desean ningún tipo de dominación extranjera bajo ningún concepto, sea del color que sea. Por ello, a lo largo de toda su fecunda y multicultural historia, Afganistán ha acabado siendo una “tumba de imperios” para la mayoría de aquellos invasores que han tratado de ocupar el país por la fuerza, y parece que, a tenor de los últimos acontecimientos, dicha metáfora está muy lejos de quedar obsoleta.

Bibliografía consultada

– QUESADA BAQUÉS, J. (2008): ¿Quo Vadis Afganistán? Madrid. Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado.

– BARFIELD, T. (2010): Afghanistan: a cultural and political history. New Jersey. Princeton University Press.

– CANALES, C. y DEL REY, M. (2013): Exilio en Kabul: la guerra en Afganistán (1813-2013). Barcelona. EDAF.

– ELORZA, A. (2020): El círculo de la yihad global: de los orígenes al Estado Islámico. Madrid. Alianza Editorial.

– GOMÁ, D. (2011): Historia de Afganistán: de los orígenes del Estado afgano a la caída del régimen talibán. Barcelona. Publicacions i Editions de la Universitat de Barcelona.

– RASHID, A. (2014): Los talibán: islam, petróleo y fundamentalismo en el Asia Central. Barcelona. Península.

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Miguel Candelas

Politólogo, experto en geopolítica y propaganda. Profesor en la Universidad de Alcalá (UAH) y en el Centro de Estudios de Geopolítica y Seguridad (CEDEGYS). Analista político e internacional en diferentes medios de comunicación y revistas especializadas. Autor de varios ensayos políticos, manuales de texto universitarios y juegos de mesa diplomáticos.

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