Frederick Douglass vivió casi los 100 años que conformaron el siglo XIX en Estados Unidos. Engendrado por descendientes africanos, nació en la esclavitud y desde niño fue propiedad y no persona. Pese a lo abyecto de su crianza, la gran inteligencia de Douglass le ayudó a aprender a leer de manera autodidacta, y esa habilidad inusual, anatema entre los suyos, le acabó poniendo en contacto con literatura antiesclavista. Ese conocimiento sería la simiente de una fuga que lo convertiría en hombre libre, y también el inicio de una lucha por la emancipación de aquellos que, como él, habían venido al mundo con un yugo en sus cuellos.
En 1852 dio un largo y famoso discurso acerca del día de la independencia estadounidense, llamado “Qué es para el esclavo el 4 de julio” y en el que, entre otras cosas, dijo:
“Conciudadanos, perdóneme, permítanme preguntar, ¿por qué se me pide que hable aquí hoy? ¿Qué tengo yo, o los que represento, que ver con vuestra independencia nacional? ¿Se nos extienden ahora los grandes principios de libertad política y de justicia natural, plasmados en esa Declaración de Independencia? Y, por lo tanto, ¿se me pide que lleve nuestra humilde ofrenda al altar nacional, confiese los beneficios y exprese una devota gratitud por las bendiciones que nos ha brindado su independencia? […]
Pero ese no es el estado del caso. Lo digo con una triste sensación de disparidad entre nosotros. ¡No estoy incluido en el ámbito de este glorioso aniversario! Vuestra alta independencia sólo revela la inconmensurable distancia que nos separa. Las bendiciones en las que vosotros en este día os regocijáis no se disfrutan en común. La rica herencia de justicia, libertad, prosperidad e independencia legada por vuestros padres, es compartida por vosotros, no por mí. La luz del sol que os trajo vida y salud, me ha traído llagas y muerte. Este cuatro de julio es vuestro, no mío. Vosotros podéis regocijaros, yo debo llorar. […]
Compañeros ciudadanos; por encima de vuestra tumultuosa alegría nacional, oigo el llanto de millones de personas cuyas cadenas, pesadas y penosas ayer, se vuelven hoy más intolerables por los gritos jubilares que les llegan. Si lo olvido, si no recuerdo fielmente a esos hijos sangrantes del dolor en este día, «¡que mi mano derecha olvide su astucia y se me pegue la lengua al paladar!» Olvidarlos, pasar a la ligera sus agravios y continuar con el tema popular, sería una traición sumamente escandalosa e impactante, y me convertiría en un reproche ante Dios y el mundo. […]
¿Cuál es, para el esclavo estadounidense, su 4 de julio? Respondo: un día que le revela, más que todos los demás días del año, la flagrante injusticia y crueldad de la que es víctima constante. Para él, vuestra celebración es una farsa; vuestra jactada libertad, una impía licencia; vuestra grandeza nacional, vanidad creciente; vuestros sonidos de regocijo son vacíos y desalmados; vuestras denuncias de pasados tiranos, descaro con fachada de bronce; vuestros gritos de libertad e igualdad, burla hueca; vuestras oraciones e himnos, vuestros sermones y acciones de gracias, con todo su desfile religioso y solemnidad, son para él mera grandilocuencia, fraude, engaño, impiedad e hipocresía: un fino velo para encubrir crímenes que deshonrarían a una nación de salvajes. No hay nación en la tierra culpable de prácticas, más espantosas y sangrientas, que el pueblo de estos Estados Unidos en este mismo momento.”
Douglass y el juez
Se cuenta la anécdota de que, cuando este discurso, convertido en panfleto por los abolicionistas, llegó a las manos de un viejo juez conservador, éste no pudo sino reír entre dientes y afirmar que todo el texto era un burdo disparate.
Arguyó que Douglass se equivocaba de pleno al considerar que no podía participar de los parabienes que emanaban de la Declaración de Independencia porque ésta no lo cubría ni jamás podría hacerlo: el texto comenzaba con el ya famoso “We the People” (nosotros, las personas) y, de acuerdo al magistrado, la condición afrodescendiente de Douglass lo excluía de la definición misma del concepto de persona.
Con qué facilidad toda una serie de hechos y argumentos pueden ser descartados en base a una simple definición, una hecha desde la comodidad del poder y el privilegio. Y aunque pudiera parecer que refutaciones mediante tecnicismos tan obviamente falaces son cosa del pasado, tristemente siguen a la orden del día.
Esta pequeña historia sobre Douglass y el juez siempre me ha parecido muy esclarecedora respecto a una de las debilidades fundamentales de la cosmovisión occidental, que es su mala tendencia a olvidar los intercambios culturales con otras comunidades humanas y a erigirse a sí misma como única fuente de progreso y civilización.
Olvidamos, por ejemplo, los sistemas numéricos, de cálculo y de álgebra, que obtuvimos de hindús y árabes, y obramos como si las matemáticas fuesen algo de nuestra exclusiva autoría. Esta condición fue una de las causas de, y a la vez se vio exacerbada por, el colonialismo genocida e imperialista de corte anglosajón, que muy pronto imitaron otras naciones europeas (los bóers holandeses siendo el ejemplo más claro). No deja de ser ilustrativo que, cuando Europa reconectó con una India a la que tanto debía, la sometiese y la tratase como una nación bárbara a la que había que gobernar para que alcanzase las mismas cotas de progreso y sofisticación.
Y todo eso pese a elevados conceptos de nuestra filosofía como los derechos del individuo de Locke o, por amor del cielo, toda la maldita Ilustración. Porque los hindús no eran como nosotros, eran distintos y, por tanto, no encajaban en las definiciones de individuo o persona que manejábamos. Eran otra cosa, y como tal se los trató.
Somos, sin duda, el origen de ideas grandes y nobles. Pero el diablo está en los detalles. Creamos cosas como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero por conveniencia para con nuestro sistema socioeconómico, no las aplicamos a individuos que no casan del todo con la definición del ser humano que manejamos. La treta del viejo juez.
Ni siquiera se necesita una legislación expresa que reprima o denigre a un colectivo: basta con un acuerdo tácito entre aquellos que han construido el significado del término “persona” en cada momento, y del que se benefician, con tal de saber quién es, por tanto, “no-persona”. Simone de Beauvoir llegó a utilizar una analogía muy similar, aduciendo que el varón se identifica a sí mismo como ser humano y, al ser la mujer distinta al varón, se la cataloga por tanto como un no-ser. La mujer es lo otro, la alteridad radical.
Tenía que ser otra mujer la que acabase de poner de manifiesto cómo era tratar de navegar por una sociedad cuyas reglas de juego parecían claras y deseables sobre el papel, pero en la práctica se aplicaban de manera parcial e interesada, haciendo trampas etimológicas.
Audre Lorde nació en Nueva York en 1934, en una época en la que la lucha de Douglass había llegado teóricamente a su fin y la población afroamericana gozaba de libertad en Estados Unidos. Lorde, al igual que el antiguo esclavo, era afroamericana, pero a diferencia de él también era mujer, lesbiana, pobre y profundamente de izquierdas, cualidades todas que demostraron ser un obstáculo en su normal relación con su entorno.
Pronto le quedó claro que la lucha de clases del marxismo ortodoxo no bastaba para explicar todas sus dificultades. Sin duda, aquellos que tenían más que ella no la trataban como a una igual y hasta impedían, activa o pasivamente, que medrara en su vida, pero es que también tenía problemas con aquellos tan o más pobres que ella misma. Entonces era su género o su orientación sexual o política la razón por la cual se la trataba de forma distinta. Había cosas en ella que no encajaban en la definición de “persona” de esos grupos, por marginados que ellos mismos pudieran estar frente a las definiciones del privilegio.
Era, en definitiva, su identidad misma la que, por no codificada adecuadamente en las normas explícitas o tácitas de su sociedad, dificultaban o ya de plano impedían su desarrollo personal pleno.
Lorde, como Douglass, convirtió estas experiencias en el motor de un activismo para la emancipación del ser humano. Las cadenas de Lorde eran, empero, diferentes: ella no luchaba por un único grupo de oprimidos, sino por la interseccionalidad que conectaba todas las opresiones existentes, confiando en la capacidad de aceptar la diferencia como un valor añadido y no como una frontera.
Siguiendo el leitmotiv de este artículo, podríamos decir que su lucha trataba de expandir los límites de la definición de ser humano hasta que en ella cupiesen, bueno, todos los seres humanos, valga la obviedad.
Las vivencias de Lorde, así como las de tantos y tantos otros que han tenido el valor de levantar la voz y señalar las inconsistencias del sistema, son de un valor incalculable a la hora de construir una sociedad auténticamente funcional, y deberíamos afinar bien el oído a la hora de escuchar su relato, tener en cuenta sus reflexiones y, en definitiva, cederles el lugar que legítimamente les corresponde a la hora de responder colectivamente, como especie, a las preguntas sobre qué queremos ser y qué clase de mundo deseamos habitar.
Porque si no tenemos en cuenta a todas las voces, lo que edifiquemos será solo el hogar de algunos, pero la prisión de muchos otros.