El movimiento feminista, aun con la resaca de las manifestaciones del 8M, sigue con la carne de gallina ante el cada día más palpable crecimiento de sus adeptas (y adeptos). Y es evidente que la tendencia continuará, porque cuando se trata de reivindicaciones elementales (vida, trabajo, respeto, justicia social, seguridad), la verdad se impone por su propio peso y los detractores no suelen lograr más que dejarse en evidencia. Tengo la firme creencia de que estamos ante un proceso político de gran relevancia para nuestra era: no sólo por el manifiesto poder transformador que contiene el feminismo (algo evidente), sino también por tratarse de una de las primeras muestras del enorme potencial de la pedagogía en redes sociales. Como afirma brillantemente Bollistuff, “Gracias a –aunque a veces también a pesar de– Internet que nos ha dado voz a los marginales, a las minorías, a los fracasados y a los oprimidos. Por cada muestra de censura hay cinco de educación. Estamos consiguiendo que quienes titubeen sean aquellos que oprimen. Utilizando el termino feminista radical no para ahuyentar, sino como reapropiación.”
Cualquier hombre que hoy en día esté interesado en comprender la causa feminista cuenta con un catálogo ingente de información a su disposición. Miles de académicas, autoras, profesoras, o simplemente activistas que, de forma gratuita, nos interpelan enseñándonos a visualizar cuáles son nuestros privilegios, la arbitrariedad de su lógica, y cómo podemos comenzar a deconstruirlos (ya hablé en otro artículo sobre esta necesidad de deconstrucción para formar vínculos políticos cimentados sobre la justicia social). Hay dos explicaciones para no enterarse: que vivas una existencia apolítica y aislada de las luchas sociales (grave), o un empecinamiento en no querer renunciar a tus privilegios (mucho más grave).
Acotemos la discusión, como dice la gran Irantzu Varela, “si eres de izquierdas, se supone que estás en contra de los sistemas de opresión”. Pero claro, nunca es tan fácil. Ver la paja en ojo ajeno es uno de los pecados más graves de (cierta) izquierda; la que se indigna desde su condición proletaria de los abusos de clase, pero es incapaz de comprender, a un nivel micropolítico, las violencias cotidianas que sufren otros colectivos de los que no forma parte. De ahí que el feminismo, de forma muy acertada, haya puesto tanto énfasis en la idea de transversalidad de las luchas. Y es que el capitalismo neoliberal oprime siempre de la mano del patriarcado, el supremacismo racial o la hetero(cis)normatividad, entre otros.
Los argumentos de los izquierdistas antifeministas se vuelven caricaturescos cuando tratan de rebatir esta realidad. Tengo la terrible costumbre de leer los comentarios a los artículos de opinión de Barbijaputa en eldiario.es. Son siempre los mismos usuarios (que, oh, casualidad, nunca son mujeres) quienes, tras comentar artículos sobre corrupción política con la más ferviente de las indignaciones, se pasan por la columna de la autora feminista a esgrimir sus manidos argumentos. Entre los más populares: “Coartáis mi libertad de expresión”; “Las feministas proyectan mensajes de odio al hombre”; “Ya se ha alcanzado casi del todo la igualdad”; “Qué pasa con los hombres maltratados por sus mujeres y novias”; “Qué pasa con las denuncias falsas”. No es mi intención rebatir aquí por milmillonésima vez las falacias detrás de estos argumentos; para el que esté interesado dejo por aquí y por aquí el recopilatorio de falacias ‘ab machismum’ de una voz autorizada como es Barbijaputa, como rito iniciático (necesario pero no suficiente) a la apertura mental para las cabezas posmachistas más recalcitrantes.
En realidad hoy me he sentado a escribir pensando de nuevo en el privilegio como institución política, y me gustaría hacer un ejercicio de política-ficción. ¿Qué es lo que nos lleva a movilizarnos ante la injusticia social? ¿Seríamos capaces de dedicar el mismo ímpetu que dedicamos a la lucha contra las opresiones que nos afectan directamente a causas políticas que no nos tocasen de forma inmediata, y que conllevasen renuncias grandes de nuestras posiciones de poder? Tras el ‘buen’ sabor de boca que nos dejó el 8M (dentro de lo irónico que es llamar bueno a que centenares de miles de personas tengan que reclamar en pleno siglo XXI sus derechos más elementales), seguimos recopilando muestras de cómo la inercia histórica lleva el germen de la inevitable derrota del sistema patriarcal, (no sin que las mujeres continúen con su lucha infatigable, es evidente), por lo que, para este ejercicio, querría aparcar el feminismo de momento. Me gustaría traer a colación la lucha antiespecista.
Habrá quien esté muy versada/o en este tema, pero para muchas/os sigue siendo uno de los grandes desconocidos (yo como inducción, siempre recomiendo el magistral documental Earthlings, que hace una brillante introducción al concepto de especismo y luego ejemplifica a la perfección sus múltiples manifestaciones). La causa antiespecista es de las que podríamos llamar non-mainstreamed, es decir, de las que sigue pareciendo que es a cuatro frikis a quienes les importa el tema. Es el mismo caso de hace ciento cincuenta años con quien abogase abiertamente por el voto femenino en España, o hace cuatrocientos con quien lo hiciera por la abolición de la esclavitud en Norteamérica. Como dice el documental, la verdad pasa siempre por tres fases: la ridiculización, la oposición violenta, y la aceptación. Desafortunadamente, en el caso del movimiento animalista, seguimos encontrándonos en gran medida en la fase número uno. Es la fase en la que una versión politizada de María Isabel nos cantaría aquello de ‘No me toques los (privilegios) que me conozco’.
Por eso propongo el siguiente ejercicio de política-ficción. Estamos en 2167, a 150 años vista de la fecha en que escribo estas líneas. Tras décadas de lucha animalista, se va a realizar un referéndum por el cierre definitivo de todos los sistemas de explotación ganadera intensiva, abarcando desde la industria cárnica hasta la de productos lácteos, la industria del huevo, o la peletera. (¡Estamos locos! ¡Eres un radical! ¡Cómo se te ocurre algo así!)… Inmediatamente se activan las alarmas de quienes se hallan en su pedestal de privilegio, ofendidos por la disrupción en sus costumbres, la modificación de sus hábitos y la forma en que se coarta su libertad. Y es en este sentido arácnido del Spiderman del privilegio que todos llevamos dentro donde es necesario detenerse.
Aunque no muchos lo sepan, en la causa antiespecista la victoria en la esfera intelectual ya se ha producido. Invito a quien le pique la curiosidad a que se lea el libro de Peter Singer ‘Liberación Animal’ (1975), un libro tan contundente como accesible y que daría el pistoletazo de salida a la literatura animalista (con el permiso de las referencias indirectas al tema de algunos filósofos políticos clásicos como J.S. MIll o Jeremy Bentham), o a que acuda a la ingente cantidad de literatura antiespecista que desde entonces se ha escrito. Es curiosísimo ver los paralelismos entre los argumentos del sexismo y el especismo, y observar los patrones de jerarquía y dominación que siguen uno y otro; fundamentalmente objetualización, subordinación y abuso, como explica muy bien Catia Faria. Este párrafo de la académica sintetiza bien parte de la idea:
“Claramente, la objetualización de los individuos conlleva su subordinación a un opresor, lo que fácilmente conduce al abuso. Una vez objetualizados los individuos, sus intereses son ignorados o desatendidos y, con ello, su voz y poder político silenciados. Así controlados, los individuos se encuentran a merced de los intereses del opresor, estando totalmente desprotegidos frente al abuso –la violencia física y sexual. Esta dinámica, lugar común en el diagnóstico feminista de la realidad patriarcal, resulta particularmente evidente en el caso no humano. Evidentemente, el abuso de los otros animales por parte de los seres humanos sólo es una pequeña manifestación del especismo, del mismo modo que el abuso y la violencia machista lo es respecto del sexismo. El problema moral reside, más bien, en la consideración invariablemente desfavorable que sufren los animales no humanos por motivo de su especie. La manifestación más extrema de esta realidad puede ser observada en la completa subordinación de sus intereses más fundamentales en vivir, no sufrir y en disfrutar de sus vidas a la satisfacción de los intereses humanos más triviales, ya sean económicos, de consumo o de otro tipo. Además, y contrariamente a las demás víctimas de discriminación, la posibilidad de hacer valer su voz es inexistente para los animales no humanos. Nos toca a todas nosotras –privilegiadas (y privilegiados) por especie– defenderles.
Inevitablemente una/o se dará cuenta de que la única barrera que impide materializar la verdadera justicia social para con los animales no humanos es la fuerza de la costumbre y el privilegio. Exactamente igual que ocurre hoy en día con el patriarcado. Así que atemos cabos. Quienes nos consideramos de izquierdas (es evidente a quién estoy interpelando en este artículo) tenemos la obligación moral de involucrarnos en las luchas sociales donde son partícipes los sistemas de opresión. Cualquier sistema de opresión. Por lo que al igual que los hombres tenemos la obligación moral de deconstruir las masculinidades hegemónicas y hacer nuestra (sin copar espacios, entiéndaseme) la lucha por los derechos de la mujer, llegará el día en que la mujer deba hacer lo mismo cuando deba renunciar a sus espacios de poder y privilegio (que si bien son inexistentes en relación al hombre, son más que evidentes en relación a los animales no humanos).
Empoderémonos, y hagámoslo de una forma transversal, siempre conscientes de nuestro punto de partida y de la máxima de John Rawls: antes de prejuzgar una situación, valórala como si desconocieses tu punto de partida y quisieras establecer unas reglas de juego justas. Nunca des por sentado ninguna de tus condiciones de partida (color de piel, sexo, orientación sexual, edad, condición mental, especie), porque eso restará de tu capacidad para identificar privilegios y luchar contra injusticias. Porque, al fin y al cabo, de eso se trata, ¿no?
Por Álvaro Monsó.
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