AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers de la película El disputado voto del sr. Cayo.
Que Miguel Delibes es un grande de nuestras letras es algo que ya nadie debiera dudar. Este vallisoletano universal conjugó como muy pocos literatos contemporáneos un humanismo comprometido, amén de un interés social para nada desdeñable y un peculiar amor por los temas rurales. No es de extrañar, pues, que tanto las artes escénicas (que han hecho de su Cinco horas con Mario una de las mejores piezas del teatro nacional moderno) como las cinematográficas quisieron hacerse eco de esa abundante fuente de ideas en sus respectivos medios.
Y es que, más allá de la consabida Los santos inocentes, la gran película de Mario Camus de 1984 sobre la que tanta tinta se ha vertido, hay otras adaptaciones de su obra que pueden interesar por su lectura política: la que hoy nos pertoca, El disputado voto del sr. Cayo, es una de ellas.
Sinopsis de El disputado voto del Sr. Cayo
Dirigida en 1986 por el también castellanoleonés Antonio Giménez-Rico, quien ya adaptó en 1976 otro texto de Delibes en su Retrato de familia, y volvería a hacerlo en 1997 con Las ratas, esta película, de factura quizá humilde aunque desde luego muy sólida, no escatima sin embargo en artificios narrativos a la hora de desarrollar su argumento. Con una interesante estructura en flashbacks, destaca sobre todo en el desarrollo de personajes, resultando muy respetuosa con la obra original y sus brillantes diálogos. Es, además, todo un almacén de curiosidades para los aficionados al tema de la comunicación política y el análisis de carteles y campañas, pues es un retrato de las elecciones de 1977, las primeras de nuestra actual democracia.
Es en estas elecciones donde se desarrolla mayormente la trama. El maduro candidato a diputado por el PSOE Víctor Velasco (Juan Luís Galiardo) se embarca, junto a dos jóvenes compañeros de partido, Rafa (Iñaki Miramón) y Laly (Lydia Bosch), a hacer campaña por los pueblos rurales de la sierra burgalesa, donde tienen encuentros y desencuentros con miembros de otros partidos. Sin embargo, el hallazgo más crucial es el del ya anciano sr. Cayo (Paco Rabal), el alcalde de un pueblo donde solo conviven él, su mujer muda, y un vecino con el que está enemistado. Lo que pudiera parecer un cruce intrascendente con un hombre viejo, analfabeto práctico e ignorante total de los sucesos y cambios del mundo moderno, es de hecho una piedra de toque para Víctor, y pondrá en marcha el proceso que le llevará a renegar de su partido y abandonar el mundo de la política.
Y es que, pese a su desconocimiento de otros aspectos de la vida, el sr. Cayo no es para nada un idiota: es, de hecho, inmensamente sabio, poseedor de unos conocimientos tan preciosos como útiles. El dominio total sobre los elementos naturales de su entorno le hacen autosuficiente, pudiendo vivir en la práctica soledad de su pueblo sin que le falte de nada, completamente armonizado con su hábitat y sabiendo extraer de él lo que necesita en cada momento o leyendo los cambios que en él van a acaecer. Además, su forma de ser franca y generosa lo hacen profundamente humano, un ser de valores simples pero arraigados que lo convierten en una figura enternecedora.
Es este personaje, con quien se recrean tanto Delibes como Giménez-Rico a la hora de presentar los grandes puntales de sus ficciones, quien introduce los temas sobre los que voy a hacer hincapié. Aunque la película presenta muchas otras intuiciones interesantes acerca de, por ejemplo, feminismo, conflictividad social, etc… creo que hay sobre todo dos grandes frentes en ella: el valor de la ecología como algo absoluto a lo que la política debe supeditarse; y el correcto acercamiento y análisis a la sabiduría popular y la tradición.
El sr. Cayo puede vivir sin Rafa, pero Rafa no puede vivir sin el sr. Cayo
Ésta es la idea que Laly le lanza a un ya diputado Rafa, añós después de los hechos principales de la película, para convencerlo de que vuelva a visitar al sr. Cayo. Su hipótesis es ésta: si una bomba cayera y matara a todo el mundo salvo a ellos dos, Rafa, sin conocimientos útiles para su propia subsistencia, tendría que acudir raudo al encuentro del sr. Cayo y suplicarle comida, alojamiento y seguridad.
Resulta increíble cómo, tanto dentro como fuera del contexto del film, esta analogía conserva su fuerza revulsiva. Nos hace dolorosamente conscientes, envueltos como estamos en las ventajas de nuestra ciencia y técnica, de cómo seguimos irremediable y directamente vinculados al estado del entorno natural. La política es una cuestión netamente humana, y por tanto se enraíza en todo aquello que hace del ser humano lo que es: conceptos abstractos pero importantes como ética, justicia o ejemplaridad conforman el entramado de su complejidad.
Sin embargo, por más vuelos que tome la mente por las altas cotas del pensamiento puro, ningún buen político ni pensador debería despegar los pies de la tierra, y es esta misma tierra la que nos recuerda que somos hijos de la misma: que los soportes materiales que son nuestros cuerpos necesitan una constante y adecuada manutención, por no hablar ya de un entorno, si no digno, cuanto menos habitable. Parece una verdad de perogrullo, pero no debe serlo tanto viviendo en un país que importa productos hortofrutícolas mientras deja que su producción interior se agoste y muera debido al maltrato del mercado al agricultor, y en el que su capital está cada dos por tres enfrentada a un aire casi irrespirable.
No es precisamente tema menor. Su importancia es, de hecho, algo capital, acuciante, que debería dominar toda acción humana en contacto tangencial con la naturaleza y sus frutos. En los códigos deontológicos de cualquier rama de la política o la economía debería figurar una estricta serie de mínimos ecológicos de obligado cumplimiento, con tal de garantizar una relación respetuosa y sostenible con el entorno. Esto es algo, al fin y al cabo, que entronca con la misma subsistencia humana, y debería estar por encima de toda consideración del poder o la riqueza.
Es, empero, la fijación de dichos mínimos lo que al parecer resulta complicado en la situación actual. Asistimos, con vergüenza por mi parte al menos, a un escenario en que la propia ciencia parece no concluir fehacientemente acerca del estado real y necesidades del entorno, sino más bien ponerse al servicio de políticos, potentados y magnates de todo el espectro ideológico. Juego peligroso éste, cuyo precio puede ser prohibitivamente caro en el futuro. Y flaco favor ofrecen también aquellos que, quizá con propósito noble pero miras desde luego muy tuertas, imbrican en los supuestos de índole ecológica otras ideas de distinta naturaleza, por ejemplo máximos morales como el derecho animal.
Quien algo quiere, se marca objetivos: como especie, deberíamos estar interesados en conseguir a la mayor brevedad posible esta serie de mínimos indudables o, al menos, de altísimo consenso. Sobre el cimiento de dichos mínimos, quién sabe qué máximos puedan construírse; sin siquiera ellos, bien pudiera ser que se diese algún desastre cataclísmico como el de la hipótesis de Laly y nos encontremos con que no hay ningún sr. Cayo cerca nuestro que garantice nuestra supervivencia.
Hemos venido a intentar redimir al redentor
Éste es el pensamiento que lleva a Víctor a renunciar a su carrera política. Conocer al sr. Cayo es para él un revulsivo. Le lleva a darse cuenta de que hay todo un mundo, que él creía insignificante, existente solo para ser transformado y superado, pero que en realidad esconde un tesoro de riquezas que acaba por juzgar mejores y más importantes que sus propias creencias previas.
Víctor iba, al fin y al cabo, de campaña. Dispuesto a convencer a otros de que sus supuestos eran buenos para ellos, en su caso sin malicia, pero vendiendo al fin y al cabo un discurso instructivo, destinado a conseguirle un poder que, de obtener, le daría al menos una medida de autoridad a la hora de dirigir la acción y el destino de otros. Ha de ser el encuentro con un hombre que ignora muchas más cosas que él, pero que sin embargo es maestro en esa clase de sabiduría propia del agro, lo que le lleva a preguntarse algo muy pertinente: ¿soy en verdad capaz, con lo que sé y hago, de mejorar la vida y medios de este hombre, o es él quien debería enseñarme a mí?
En contraste con la visión del joven Rafa, para quien en todo momento el sr. Cayo es poco menos que un atavismo con patas, Víctor adquiere de su encuentro un don capital, el de la prudencia. Es precisamente la prudencia la que nos enseña cómo enfrentarnos al legado cultural que recibimos del pasado.
En el sistema de saberes y creencias del sr. Cayo hay, ciertamente, elementos absurdos, hasta elementos nocivos que necesitan de cambio. Sin embargo, que algunas cosas no funcionen no significa que todo esté roto. Y romper algo que no lo está, o descartarlo por entero por no funcionar como sería deseable, es muchas veces un lujo peligroso, pues tal vez estemos tirando con ello algo importante o, en el peor de los casos, incluso insustituible. En estos casos la dinámica destrucción-creación no suele ser la mejor alternativa: es mucho mejor deconstruir, examinar todas las piezas con prudencia y respeto, sabiendo reservar aquellas que funcionan, que son buenas, que sirven para conformar algo que esta vez sí funcione bien por entero, o al menos todo lo bien que sepamos hacerlo funcionar.
Ahora más que en ningún otro momento de nuestra historia, cuando sabemos tanto y tanto hemos acumulado, es necesario el sentimiento de asombro filosófico. La capacidad de examinar con la mente abierta las cosas en sí mismas y sus distintas partes, libres de sesgos o preconcepciones. Tener la humildad y la prudencia necesarias para no desechar el pasado solo por el hecho de serlo: es evidente que las cosas no han funcionado bien entonces, ni lo hacen ahora, pero eso no quita que en el legado recibido se contengan saberes como los del sr. Cayo, sin los cuales nuestro futuro puede ser aún mas negro. La revolución debe ser, pero nunca ciega ni idiota: debe ser inteligente y, ante todo, prudente.