Su nombre es Wendy Carlos. Y tuvo un sueño. El sueño de todo compositor: tener el control absoluto a la hora de realizar el arte que había en su cabeza. Tenía también otros muchos intereses durante su juventud, y un talento a la par que la hizo destacar en la mayoría de ellos. Le fascinaba la fotografía y la óptica, y le enamoró el mundo de la electrónica: su interés por estas máquinas la llevó a ganar una beca gracias a un ordenador de fabricación casera que confeccionó en su juventud.
Su nombre es Wendy Carlos. Y persiguió su sueño. Esa beca, su pasión y su talento la llevaron con el tiempo a conseguir una doble licenciatura en música y física en la universidad de Brown, y a formarse como compositora en la de Columbia mientras se codeaba con algunos de los pioneros de la música electrónica. Más tarde conocería a quien sería su amigo de por vida, el ingeniero Robert Moog, quien compartía su visión de un instrumento capaz de sustituir a toda una orquesta manejado por un único intérprete.
Su nombre es Wendy Carlos. Y consiguió su sueño. Codo a codo con Moog, ambos crearon el sintetizador modular Moog, el primer sintetizador analógico en comercializarse. Wendy fue parte integral del diseño, y fundamental a la hora de desarrollar las potencialidades del invento. Como una alquimista de cuento, convertía la electricidad en sonidos, y los mezclaba hasta obtener tonos, timbres y armónicos como jamás se habían oído hasta entonces. Sonidos maravillosos que no habrían podido salir de garganta humana ni de instrumento tradicional alguno. Sus creaciones. Sus hijos. Oh, y qué belleza creó con ellos.
Su nombre es Wendy Carlos. Y su sueño dio frutos. Como forma de promocionar el uso del sintetizador, decidió revisitar los clásicos y remozarlos. En 1968 lanzó Switched-on Bach, donde reinterpretaba en solitario buena parte del repertorio del maestro barroco. La fuerza de su experimento fue tal que se convirtió en el álbum clásico más vendido de todos los tiempos, y por sí solo resucitó el interés del público general hacia la música clásica. A éste siguieron muchos otros trabajos a lo largo de tres décadas, toda una declaración de estilo que marcó escuela. Sin ella, cuántos no habrían sido inspirados. Adiós, Isao Tomita; adiós, Vangelis; adiós, Jean Michel Jarre; adiós, Burt Alcantara; adiós, Emerson, Lake & Palmer ; adiós, Kraftwerk; adiós, Daft Punk .
Su nombre es Wendy Carlos. Y su sueño brilló como nunca. Porque sus obras fascinaron a alguien de la talla de Kubrick, quien la contactó para componer las bandas sonoras de La naranja mecánica. Culminó su carrera en el cine con un título que haría historia, en buena parte gracias a ella: Tron. Sin embargo, solo firmó los dos últimos proyectos con su nombre: aún hoy, en los créditos de La naranja mecánica se atribuye la banda sonora a Walter Carlos.
Su nombre es Wendy Carlos. No Walter, ni en sueños. Otros le dijeron que era Walter, pero ella jamás terminó de creérselo. Por dentro era Wendy, siempre Wendy. Y llegó el día en que Wendy salió de dentro, y también fue Wendy fuera. Cabeza, corazón y cuerpo. Pero todavía no se atrevía a decírselo a otros, a contrariar su idea de que era algo que nunca fue. Durante un tiempo fue Wendy disfrazada de Walter, llevando una doble vida. Pero era demasiado inteligente, demasiado deslumbrante, demasiado auténtica para eso. Un día abandonó el disfraz. Y quienes la conocían lo aceptaron: ella era una existencia demasiado genuina, que siempre lo había dado todo, que siempre se había entregado por entero a lo que hacía, a lo que era. No tenían motivos para dudar. Y eso la hizo enormemente feliz.
Su nombre es Wendy Carlos. Y su sueño se fue apagando. Lentamente. Comenzó en 1979, cuando animada por la aceptación de sus compañeros pensó que podía mostrarse al mundo en una entrevista en la revista Playboy. Sin embargo, incluso una cabecera tan avant la lettre como ésa en temas de tolerancia y apertura de miras acabó por venderla como una especie de fenómeno de circo. Tristemente esa fue la tónica de los medios para con ella, y acabó por ser también la de un nutrido sector del público. No la abordaban por su obra, y menos mal que ésta hablaba por sí sola a los melómanos y cinéfilos. No la abordaban por ser quien era. La abordaba por cómo era quien era. Y querían detalles. Detalles sucios. Los buscaban. Y cuando no los encontraban, los inventaban. Y eso se acumulaba. Y dolía.
Su nombre es Wendy Carlos. Y aún vive, pero su sueño ya no. Porque es fuerte, porque pudo encajar todo el circo entorno a ella. Pero eso la fue agotando. Paulatinamente, dejó de verter al mundo los frutos maravillosos de su creatividad con la generosidad con la que antes lo hizo, cuando pese al miedo y la duda hallaba felicidad en expresarse a sí misma mediante su arte. Cada vez más poco, cada vez menos. Aún hoy sigue haciendo alquimia con sus sonidos, y sigue retratando lo bello, lo feo y lo inusual con su cámara. Pero se ha aislado del mundo, y apenas muestra algo de lo que hace. Con recelo, sin exponerse demasiado, hastiada. Casi muerta en vida.
Su nombre es Wendy Carlos. Y su sueño se extinguió por quienes no la creyeron. Quienes dudaron acerca de quién era ella y la negaron, quienes la vieron como un fenómeno exótico, morboso. Una rareza. Quién sabe a cuántas personas más nos ha arrebatado esto, esta duda sistémica, cruel, que hace pasar por innecesarias ordalías a quienes solo tratan de expresarse a sí mismos. Sólo por no resultar ser lo que otros esperan de ellos, por no amoldarse a un canon de género, de etnia, de nacionalidad. ¿De cuánto talento nos habrán privado? ¿De cuánta maravilla? ¿De cuánta aportación a las artes, de cuánto avance en la ciencia y la técnica? ¿De cuántas personas útiles y buenas, en el peor de los casos? Al final, su falta no es con un individuo, o un colectivo: supone una pérdida neta para la humanidad.
Su nombre es Wendy Carlos. Su sueño fue hermoso. Y yo echo de menos soñar su sueño. Con ella. A su lado.
Gracias por lo que nos quisiste (y pudiste) dar. A tus admiradores nos gustaría decirte que puedes ya salir de tu mutismo, volver a exponerte tú y tu arte al mundo. Decirte que es seguro. Que las cosas han cambiado. Pero te mentiríamos. Aún distamos mucho de un panorama social que pueda enfrentar tu existencia con normalidad. Ser como tú todavía es “político”. Ja, bonito eufemismo… como si ser cis, hetero y caucásico no llevase asociada su política, sus concepciones, estereotipos y presunciones. Todo es político, pero es una palabra que suena fea en boca de muchos, que la usan para tachar lo que odian, lo que temen. Lo que no entienden. La política debería ser lo que crea lazos, allana conflictos y permite, hasta estimula, proyectos de vida buena. Tú pudiste vivir tu sueño durante un tiempo demasiado breve, antes de que otros aplastasen tu llama con rudeza. Si eso es política, a todas luces no es buena política.