Sagan: Ciencia y necesidad de conocimiento

No soy científico, y soy el primero en admitir que tengo un conocimiento somero e inexacto de incluso cosas muy elementales en ese campo del conocimiento. En la mayoría de ocasiones, mi conocimiento sobre el tema se basa en la aceptación, inteligente y razonada hasta los límites de mi formación, de las cosas de la ciencia.

Sin embargo, sí me interesa el método científico y todo lo que ello conlleva, ese matrimonio complejo y difícil entre un agudo sentido de la maravilla y la predisposición a abrirse a ideas nuevas por antiintuitivas y desafiantes que sean, y el más absoluto escepticismo y voluntad de no aceptar nada como verdadero sin una evidencia suficiente y lo más directa posible. Esta disciplina de pensamiento ha demostrado ser, sin duda, la más exitosa que el ser humano se ha otorgado, ya sea por su practicidad como por su confiabilidad a la hora de hallar conocimiento verificable, sólido.

Buena parte de este respeto al hecho científico me viene, como a muchos de mi generación, de los 13 capítulos de Cosmos, la maravillosa serie divulgativa de Carl Sagan. Muy distinta de la memorística sin apenas bases ni porqués que se impartía en la escuela, la ciencia explicada por Sagan no sólo era coherente: era también elegante, apasionante y, por encima de todo, profundamente dadora de sentido.

No es de extrañar, pues, que a partir de ese primer contacto amistoso con la disciplina, muchas de mis lecturas sobre el tema hayan venido firmadas por Sagan: desde la ficción que fue Contacto, hasta ensayos más concretos como Los dragones del Edén o Miles de millones. Todos ellos libros inolvidables, estimuladores del pensamiento a todos los niveles.

Sin embargo, mi favorito siempre será El mundo y sus demonios, quizá porque fue el primero que leí, y porque en su prefacio descubrí estupefacto cómo el autor contaba que el sistema escolar tampoco le puso en contacto con la verdadera ciencia hasta la etapa universitaria.

El retrato de la ciencia que se hace en él me parece, quizá, el más acertado que nadie ha escrito: una búsqueda asintótica de la verdad en la naturaleza y la experiencia, en perpetuo acercamiento a ella pero jamás aprehendiéndola del todo. Y en dicha búsqueda, una forja del carácter que induce a la humildad y consume las debilidades y el orgullo humanos al forzar a sus practicantes a uno de los más difíciles sacrificios: a aceptar los hechos en tanto que ellos mismos, independientemente de sus sentimientos o su apego a cualquier hipótesis o idea.

Saber científico como parte integral del bagaje cultural democrático

Por fortuna, Sagan se aleja también de los postulados positivistas tanto científicos como lógicos en su obra. Admitiendo, según palabras de Oppenheimer tras la detonación de las primeras bombas atómicas sobre civiles, que “la ciencia había conocido el pecado”, no la encumbra como algo absoluto, destinado a dominar la existencia humana en todos sus aspectos.

Empero, sí argumenta, de forma muy convincente, que tanto la ciencia y sus frutos como, muy especialmente, el método científico y su disciplina, necesitan de una transmisión adecuada a la población con tal de que ésta enfrente los retos del futuro.

Ésta era probablemente su principal obsesión, y así la expresaba en El mundo y sus demonios: “Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales – el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio ambiente, e incluso la institución democrática clave, las elecciones – dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara.”

Pongamos por caso un tema tan perentorio como en boga, el cambio climático. Con la irrupción de grandes movimientos juveniles en su seno, encarnados por la activista de 16 años Greta Thunberg, la acción popular concerniente a este tema, así como los movimientos políticos, han ido en aumento de un tiempo a esta parte. Sin embargo, ¿ha aumentado todo ello nuestro conocimiento veraz acerca del tema, sus causas, sus posibles consecuencias, y las formas hipotéticas de enmendarlo si es que tal cosa es posible?

Sagan y su conexión con el cambio climático

Carl Sagan y el cambio climático

Resulta curioso que sea justamente también Sagan uno de los nombres más implicados en el tema en cuestión. En Miles de millones dedica varios capítulos de gran peso a hablar sobre ello desde diferentes ángulos, e incluso en El mundo y sus demonios afirma: “Como las armas de ataque y derivados del mercado, las tecnologías que nos permiten alterar el entorno global que nos sostiene deberían someterse a la precaución y la prudencia. Sí, somos los mismos viejos seres humanos que lo han venido haciendo hasta ahora. Sí, estamos desarrollando nuevas tecnologías como siempre. Pero cuando las debilidades que siempre hemos tenido se unen a una capacidad de hacer daño a una escala planetaria sin precedentes, se nos exige algo más: una ética emergente que también debe ser establecida a una escala planetaria sin precedentes.”

Sin embargo, y como practicante modélico de la ciencia, Sagan no afirmaba esto por una cuestión sentimental o personal. Ciertamente, fue uno de los padres de la hipótesis sobre los gases de efecto invernadero, pero esa vinculación no le impidió en modo alguno someterla (y someterse) al escepticismo implacable de sus colegas. Superó ese escepticismo, por ejemplo, su propuesta de resolución a la paradoja del Sol joven y débil que justifica la existencia de agua líquida en el pasado terrestre pese a la menor emisión calórica del Sol en ese entonces, debido a una presencia mayor de dióxido de carbono, que se reduciría paulatinamente por los procesos fotosintéticos de algas y bacterias hasta dar con la atmósfera que conocemos hoy día.

Aunque esto sigue siendo una teoría pura, que compite con algunas otras hasta que se encuentre una forma de demostración o falsación factible, es de largo la más aceptada por el quorum científico.

Aciertos y errores en las explicaciones de los hechos

La mayor evidencia comprobable sobre el efecto invernadero, así como la buena fama de Sagan como científico brillante, vienen empero de la mano de Venus, nuestro vecino planetario.

Sagan fue el primero en desviarse de la creencia mayoritaria entre sus colegas de que la espesa capa de nubes venusianas se debía a algún tipo de proceso fotosintético-respirativo en su superficie, y por tanto el planeta debía albergar vida. Él, por el contrario, propuso una atmósfera de composición distinta a la terrestre, que calentaría su superficie por retención térmica hasta extremos que imposibilitarían la vida. Los datos de la sonda Mariner 2 confirmaron todas y cada una de sus predicciones: las nubes venusianas, formadas esencialmente por dióxido de carbono, ejercían una presión 90 veces superior a la terrestre sobre la superficie, cuya temperatura media es de 464ºC. Venus es la prueba, real y experienciable, de que determinadas composiciones atmosféricas retienen y acumulan calor.

Huelga decir que, pese a todo esto, Sagan no escapó de la falibilidad humana. Erró, por ejemplo, en su predicción de que las quemas de pozos petrolíferos en Kuwait por parte de las fuerzas iraquíes en 1991  elevarían grandes cantidades de humo a la estratosfera, bloqueando la luz solar en enormes zonas de Asia y causando el equivalente a un invierno nuclear.

Sus predicciones no se realizaron… aunque, a día de hoy, la mayoría de los físicos concuerdan que, de haber afectado el incendio a un área mayor, esto podría haberse producido. Aún y así, Sagan asumió los hechos sin rechistar, como buen hombre de ciencia, y reexaminó sus teorías en base a ello desde entonces.

Fueron, en resumen, los hechos, plausibles o comprobados, y no las ideas a priori, lo que convencieron a Sagan de la posibilidad de un cambio climático terrestre de origen humano, y de la necesidad a raíz de ello de una ética ecológica de base que rigiese el devenir económico, político y social de la especie responsable en todo lo tangencial a la naturaleza y su equilibrio. Y, junto a él, la práctica totalidad de la ciencia independiente. Yo mismo abogué, en un artículo pasado, por la necesidad de una deontología de mínimos ecológicos indudables que rigiera cualquier relación del hombre con su entorno. ¿Por qué tal cosa no existe? ¿Por qué se somete a un debate interminable en que ideas y deseos de toda índole tienen el mismo peso que los hechos empíricos desnudos?

Sobre opiniones y hechos en las distintas formas del saber

Habría que hacer, aquí, una distinción esencial entre las distintas formas de conocimiento, sus formas, sus procedimientos y la naturaleza de sus resultados.

Distingamos tres formas esenciales de conocimiento: la filosofía y las humanidades en general, las ciencias mixtas, y las ciencias aplicadas y puras.

Las primeras se dan al pensamiento puro, mayormente no empírico, y sus frutos son ideas a priori cuya naturaleza está siempre y en todo momento abierta a debate ya que, en su mayor parte, escapan a la completa falsación o demostración. El cuerpo de ideas que generan poseen valor por ellas mismas en cuanto artefactos complejos de la razón, que contribuyen si no a explicar al ser humano y su idiosincrasia más íntima por completo, sí a observarlos desde determinados prismas que iluminan la comprensión.

Las ciencias mixtas, como la ciencia política que tanto brilla en este portal divulgativo, aplican el método científico de hipótesis, datación y comprobación, pero lo hacen sobre algo tan contingente, estadístico y relativo como es la cultura y el tejido social, político y económico. Serían una piedra de toque entre las ciencias y las humanidades. Tratan de forma honesta de adecuar las hipótesis a los datos y así explicar un fenómeno experienciable dado, pero el conocimiento generado jamás será absoluto, y es fácil que se de en su seno la falacia de causa insuficiente, ya que está indefectiblemente viciada por las preconcepciones que se dan en el seno de la sociedad que estudia y a la que, a la vez, pertenece.

Así, por ejemplo, tenemos el que la sociología explicase la notable ausencia de mujeres en áreas como la investigación en el pasado por causas psicofisiológicas intrínsecas al sexo de éstas, y hoy en cambio convenga en explicarlo mejor como una suerte de efecto Pigmalión sociocultural que ha afectado durante generaciones a ese colectivo específico. Esta clase de conocimiento, en definitiva, ha de someterse periódica y activamente a examen con tal de dar con la explicación más completa a los cambiantes estados de su sujeto de estudio.

Particularidades del conocimiento cientifico

Por último, las ciencias puras, cuyo sujeto de estudio es la naturaleza y cuyo objeto de interés es el fenómeno empírico, experienciable, medible, cuantificable y repetible. Para reconocer algo como verdadero, la ciencia obliga a su demostración directa más allá de toda duda razonable, y aún más: a tener facultad de predicción, a adelantar las consecuencias exactas de causas dadas por pura necesidad de una respecto a la otra.

La verdad científica, como la de las ciencias mixtas, está sometida a un examen constante, pero no por la naturaleza cambiante del objeto de su interés, sino porque busca constantemente hechos que verifiquen o desechen una explicación dada, a la vez que somete a experimento cualquier hipótesis que prometa mejor capacidad explicativa y predictiva que aquellas dadas por buenas. Sin embargo, los hechos son los hechos, invariables y objetivamente ciertos: no son algo sujeto a opinión o debate, sólo a hipótesis y deducción.

La teoría del cambio climático, como perteneciente al corpus científico, no es por tanto un artículo de creencia, ni está sujeta a la opinión, ni se basa en fenómenos contingentes y sometidos a explicaciones variables y equitativamente ponderables. Es, como se ha dicho, una hipótesis sujeta a hechos que son, más allá de cualquier consideración, ciertos, y que ha de juzgarse por el grado de adecuación, explicación y predicción de dichos hechos.

Sin embargo, al entroncar con la ecología, cuyas implicaciones tocan factores tanto de las ciencias mixtas (economía, teoría política) como de la filosofía (ética), parece ser irresistible la tentación de invertir el orden de las cosas, y tratar el tema como si fuese de alguna de estas dos ramas, una opinión perennemente sujeta a debate intelectual, si no ya un puro sentimiento, una creencia injustificada e injustificable que cae de lleno en la ideología pura. ¿Es realmente así?

Todo empieza por transmitir el conocimiento de los hechos

Me remito a mi pregunta inicial. Todo el interés que han suscitado por el tema los diversos movimientos en pro o en contra de la teoría, así como su cobertura por parte de los medios de comunicación, ¿nos han hecho ahondar realmente en los hechos de que nace?

Respecto a los activismos, no entra en mi ánimo despreciar la labor que hacen sensibilizando a la población sobre un tema que es y será siempre de importancia fundamental como es el ecologismo. Al igual que la bella película Koyaanisqatsi, el hecho de llamar la atención por medio de poderosas emociones hacia algo capital tiene mi respeto, pues puede ser un gran inicio para la concienciación. Dicha concienciación, eso sí, ha de pasar por las fases subsiguientes de obtención de información, contraste de teorías y datos, verificación, etc. Quedarse en la emoción es inútil; reducirlo todo a ella, perverso.

Y me duele ver que, en vez de elaborar una didáctica veraz y científicamente avalada sobre el supuesto, se erijan ídolos con pies de barro como la ya mencionada Greta Thunberg, una persona que carece de los conocimientos y la formación suficientes para hablar con propiedad de nada que sea ciencia seria y verdadera: al fin y al cabo, ni tiene los conocimientos para discriminar por ella misma qué es cierto en la información que se le suministra, ni ha sido formada en el escepticismo necesario para cribar hecho de conjetura.

Al final es solo un símbolo, importante quizás, pero cabe recordar que cualquier símbolo, sin la carga de significado que le dé sentido, es un conjunto vacío y absurdo. Lo único que se consigue así, creo, es dar alas tanto a negacionistas como alarmistas y sus intereses espurios, banalizar el tema por entero, relegarlo al reino de la opinión y el sentimiento, y desconectarlo totalmente de los hechos que son su base verdadera.

En cuanto a los medios de comunicación, es evidente que la reunión de grandes números de personas por un motivo concreto es un fenómeno noticioso, y requiere la debida cobertura, así como la requieren las cumbres políticas y las sesiones de debate y toma de decisiones que se deriven de todo ello.

Sin embargo, todo queda incompleto, carente de un marco referencial suficiente, si no se informa con igual profundidad del acervo de conocimiento que la ciencia ha acumulado sobre la materia que propicia ests reuniones. Hay información referente a algo, pero el algo en sí no aparece claramente: cuanto menos, es preocupante la exigua cantidad de tiempo y espacio que se dedica a la divulgación de estos menesteres, especialmente si la comparamos con el esfuerzo dedicado a las partes más emocionales o impresionantes del tema, o a la burda opinología sin base a la que se lanzan gentes sin una formación científica suficiente.

Mientras tanto, la aparición de verdaderos expertos, o de artefactos divulgativos auténticamente serios y rigurosos es vergonzosamente nimia. Los medios han de enfrentar de una vez por todas su odiosa equidistancia entre la ciencia y aquello que no lo es, y dejar por completo de ofrecer contenidos acerca de hechos relativos a ésta que carezcan de carga de prueba suficiente.

Nuevas responsabilidades sociales de la ciencia

En última instancia, corresponde a la comunidad científica, que habría de liderar en supuestos así a activismos y medios de comunicación por igual, el facilitar y divulgar adecuadamente la información de la que dispone, explicando convenientemente la relación entre la teoría y los hechos que la sustentan, su evolución previsible, sus consecuencias esperables, y las distintas formas de intervención que se contemplan.

Todo ello resultará esencial para la intervención posterior de la ciudadanía a la hora de elegir, de manera informada y consciente, las medidas sociales, políticas y éticas concretas a partir de las cuales haya de encararse la problemática. Citando una última vez El mundo y sus demonios, decía Sagan: “Creo que es tarea particular de los científicos alertar al público de los peligros posibles, especialmente los que derivan de la ciencia o se pueden prevenir mediante su aplicación. Podría decirse que una misión así es profética. Desde luego, las advertencias deben ser juiciosas y no más alarmantes de lo que exige el peligro: pero si tenemos que cometer errores, teniendo en cuenta lo que está en juego, que sea por el lado de la seguridad. […] Ahora, el precio de la ambigüedad moral es demasiado alto. Por esta razón – y no por su aproximación al conocimiento – la responsabilidad ética de los científicos debe ser muy alta, sin precedentes.”

He tratado en este artículo una cosa concreta, en este caso la hipótesis del cambio climático, pero me parece que lo dicho aquí puede aplicarse perfectamente a cualquier otro punto en que un hecho empírico, no estadístico o contingente, y por tanto la ciencia que se encargue de estudiarlo, sean el punto de partida.

En casos así, hemos de supeditarnos siempre a los hechos, basarlo todo en ellos, y relegar toda idea a priori, todo interés, todo deseo, a lo que se derive de ellos. Huelga decir que no debe caerse con ello en pseudociencias, como la ya extinta frenología, o el darwinismo social, tristemente todavía vivo y con buena salud: las humanidades y las ciencias sociales siguen teniendo su razón de ser, y hay que discernir muy bien qué les es propio a ellas y qué le es propio a la ciencia.

Es evidente que debe haber una amplia discusión respecto a las manifestaciones concretas de la ética, la economía y la ordenación social que se deriven del tratamiento de estos temas. No hemos de dejar de ver, eso sí, que son los hechos, sus consecuencias y los medios con que podamos proveernos para enfrentarlos los que marcan dichas manifestaciones.

Tratarlo de cualquier otra forma sería insensato, y hacerlo anteponiendo un interés ideológico o material, por noble o deseable que pueda parecernos, directamente obsceno.

Vivir de espaldas a los hechos no es cabal, y es un lujo que no podemos permitirnos: si son ellos los que han de dictar nuestra acción, el primer paso es conocerlos a fondo, para poder encararlos. Sin eso, todo es vano.