Recientemente, Patria, de Fernando Aramburu, se hacía merecidamente con el Premio Nacional de Narrativa. ¿Es un gran libro? Más que eso. Es un durísimo relato sobre la sociedad vasca a lo largo de su ¿conflicto? Esa es una de las palabras que tenemos que poner, como casi siempre, entre comillas. En realidad, si nos ponemos poéticos, la novela va sobre, precisamente, esas comillas.
Patria, de Fernando Aramburu
Según Carlos Echeverría, Profesor de Relaciones Internacionales en la UNED, conflicto es: “La forma expresa de una incompatibilidad de expectativas: cuando dos o más partes encuentran sus intereses incompatibles, expresan actitudes hostiles, o llevan adelante acciones hostiles produciendo daños a la/s otra/s parte/s estamos ante un conflicto”. ¿Será esta una de las excepciones a la regla? Claro, ahí vemos conflicto, pero estamos hablando de la definición de conflicto que se da en las Relaciones Internacionales, y estas siempre son entre Estados. A saber.
En cualquier caso, Aramburu (San Sebastián, 1959) ha escrito una obra que nos habla de lo peor que ha sucedido en la historia reciente de España (diga lo que diga Felipe González). Patria es la novela del año, esencialmente, por lo esférica que resulta. Trata de mostrarnos un conflicto horrendo (claro que creo que todo esto fue un conflicto, y bien serio) desde todos los puntos de vista. Esto incluye, cómo no, a la familia de un preso de ETA. Para unos, terrorista; para otros, gudari (soldado).
A modo de sinopsis, la novela trata del qué hacemos después. ETA deja las armas, en la familia de un asesinado, suenan los teléfonos. Al otro lado, los que fueron sus mejores amigos reciben la noticia con Joxe Mari, el hijo, en la cárcel. A partir de aquí, tanto unos como otros empiezan a cerrar sus heridas mediante un recorrido a través del dolor.
La profundidad de los personajes es líquida. La calidad del relato hace que los personajes puedan meterse dentro de nosotros por cualquier cavidad. Sin duda, esto es lo mejor de la novela. Además, el autor tiene el acierto de amoldar su narrativa a los personajes de los que habla. Tratamos con vascos, gente directa, noble y entera. Por tanto, tenemos una literatura alejada de delicias estéticas, cuya belleza se encuentra en una evocación sincera y realista de las situaciones. Es especialmente recomendable prestar atención a Miren y Bittori, ejes vertebradores de la novela.
Dos bandos
¿Se acuerdan cuando el Athletic o la Real Sociedad iban a jugar a cualquier campo y se recibía a la afición visitante al grito de “asesinos, asesinos”? Eso lo vimos todos. ¿Estuvo bien? Esa concepción popular, quiero decir, ese insano sambenito. ¿Hace falta que responda si estuvo bien o no?
Aramburu no dice el nombre del pueblo, ni da apellidos, de esa forma impersonaliza la obra. Hace bien, de esa forma, podemos imaginarnos que aquella arrano taberna en la que el propietario daba consignas podía estar en cualquier parte. No puedo evitar acongojarme al leer que, una vez una persona era amenazada y comenzaban las pintadas, el resto del pueblo le dejaba de dirigir la palabra, unas veces por convicción, otras por miedo.
Esa parte, no obstante, ya la conocemos, nos la han contado. Lo que no se dice tanto es si hubo torturas o no las hubo. Y lo que no hemos hecho es reflexionar sobre si estuvo bien o no, es un viejo dilema. ¿Está bien causarle mal a una persona con tal de salvar la vida de ¿veinte?, ¿treinta? personas? El principio de legalidad, dado el tema de Cataluña, está más en boga que nunca, en honor a ello, deberíamos saber qué sucedió realmente en las cárceles e interrogatorios. En España, dice la Ley, la nación es una y la tortura está prohibida.
La banalidad del mal
En La banalidad del mal, Hannah Arendt escribe sobre cómo podemos llegar a acostumbrarnos a las peores cualidades del ser humano y sus acciones. Aramburu usa esta percepción en su novela. Los personajes euskaldunes están acostumbrados al horror y lo viven con una resacosa resignación. Pintadas, noticieros trágicos, etcétera, son ya parte de la cotidianeidad. Al contrario, Guillermo, marido de Arantxa, “un Hernández”, vive con angustia los atentados. Esta constituye una apertura en canal de la sociedad vasca. Aramburu, a este respecto, transfiere las fronteras de las dos familias que protagonizan la novela y nos lleva a toda una sociedad que estaba dividida. Y nos permitimos un aviso: Podríamos añadir matices a este párrafo, cómo lo vive cada uno de los personajes, pero no nos gusta destripar las obras de arte.
Euskadi, esa gran desconocida
¿Qué pasaba allí, que era habitual que se pusiera la foto de un preso de ETA en el balcón del Ayuntamiento, cuando las fiestas? ¿Sabían que Euskal Herria no es lo mismo que País Vasco? (Euskal Herria incluye a todos los pueblos vascuences, Navarra, por ejemplo) Yo, confieso, no lo sabía hasta que fui a Bilbao. Y, francamente, no entiendo cómo se puede honrar semejante cosa. Tampoco entiendo que se le pueda llamar “lucha armada”, ni qué buscaban con ello.
En cualquier caso, el País Vasco, por lo poco que lo conozco, es otra cosa. Habitualmente, se juzga a las regiones de España desde un punto de vista castellano-céntrico, digámoslo así, y así nos va. Ni siquiera se entiende la índole asturiana, no digamos la gallega; mucho menos la vasca o la catalana. Todo ello se reduce a la sencillez de un nacionalismo y, con cierta frivolidad, se tachan las distintas sensibilidades que habitan España de catetadas, poco menos. Y, en este sentido, o eres catalán, o eres vasco; el resto de identidades son tomadas a risa.
El País Vasco, mejor dicho, lo vasco lo sufre dos veces, la primera por desconocido que es; la segunda, por la violencia que ha habido. Ese rechazo a todo lo vasco que todavía subsiste en el subconsciente de muchas personas debe desaparecer para que haya una convivencia plena.